La conocí en una exposición de Sammuel, otro rechazado impresionista que no utilizaba el color negro en sus obras y, como otros de su escuela, sostenía mordazmente que el blanco no existía, por eso sus pinturas eran tan coloridas y tan odiadas por el refinado público que aún vocifera que no se permitan presentaciones de estos pintores en el Salón Mayor y tengan que recurrir a estudios fotográficos como el de mi colega Elmer donde la vi por primera vez.
Eran unas treinta pinturas, sin punto de fuga y espesos pincelazos rápidos cargados de color. Yo, que también soy fotógrafo, había asistido interesado en la composición en los cuadros por lo que recorría el Estudio analizando –a mi modesta manera− la distribución en las telas, y lamentando sí, la poca ventilación que concentraba el fuerte olor del aceite de trementina y óleos.
Escuchaba los murmullos de la gente y las risotadas del pintor cuando de repente se hizo un pequeño, pequeñísimo silencio y todas las cabezas giraron hacia la puerta de entrada donde una espigada mujer irrumpía con la sonrisa más tierna que jamás, jamás pude haber visto ni en sueños.
Sammuel se adelantó a recibirla y, apartado del tumulto que rápidamente la rodeó, la observé desde mi solitaria esquina. Su largo pelo dorado enmarcaba una angulosa cara sostenida por dos brillantes ojos turquesa. El vestido de satín escarlata parecía una hoguera de la que salían resplandores amarillos lechosos, tal era la blancura de sus brazos y manos. Me atrajo la atención que aquella mujer no usara una sola joya, ni un alfiler, ni gancho, ni nada y, sin embargo, era la más elegante del lugar.
−Él es Mario –le dijo Sammuel frente a mí mientras un resplandor amarillo lechoso se alzaba hacia mi cara-. Es fotógrafo.
−Qué bien. Samanta −dijo ella.
Me sentí torpe y dichoso cuando besé su tibia y delgada mano. Alguien urgió a Sammuel y ella me pidió sentarnos.
−¿Le pasa algo? −me miraba a los ojos con una cálida sonrisa vecina a la lástima.
−Me ha impactado –murmuré.
−Espero que para bien. Allá afuera hay mucha gente impactada por las pinturas de Sammuel y con gusto lo quemarían.
−No. Yo… Para bien. Sí, me ha impactado para bien.
−¿Y qué fotografía?
−¿Yo? –no cabía duda que estaba fuera de mi capacidad racional−. ¡Paisajes!
−¿Elmer es amigo suyo?
−Sí, él me invitó.
−Nunca ha querido fotografiarme −dijo con un tono que anunciaba un berrinche.
−¡Imposible! Yo viviría fotografiándola.
Al fin su risa, chispeante y espontánea, me permitió ver sus blancos dientes y su rosada lengua.
−No es para tanto −alzó la vista hacia los invitados y volvió su mirada a la mía−. Tengo mucha curiosidad por esos retratos que hacen con esas máquinas. ¿Dónde está su Estudio?
−Vía Roberto Scott, 73
−Lo veré mañana.
La cita era al mediodía, y desde muy temprano anduve dando vueltas y vueltas y vueltas, poniendo esto aquí, lo otro allá, trasladando objetos de un lugar a otro sin que terminara de estar conforme con la atmósfera de mi Estudio, y –para qué ocultarlo- urdiendo algún plan para que me acompañara a almorzar.
−Una señorita Samanta le busca.
−Hágala pasar.
Respiré hondo, tiré el aliento contra la palma de mi mano para que rebotara a mi nariz y volví a respirar profundamente un par de veces. Escuché sus pasos, alegres y firmes en la galería y quise adelantarme a la puerta para recibirla pero me quedé petrificado cuando la vi entrar al salón. La Samanta que me alzaba la mano a la boca tenía el pelo rojizo que volvían más oscuros aquellos ojos turquesa, y el vestido de una pieza de la noche anterior se había transformado en una chaqueta de terciopelo azul, una falda color caramelo y una blusa color salmón; también esta vez sin joyas ni accesorios.
−¿Me adelanté o retrasé? −dijo mientras iba a sentarse a un sillón y yo quedaba allí absorto.
Tras unos segundos reaccioné y sonreí yendo a sentarme en otro sillón frente a ella.
−No me ha contestado.
−Sí. Digo, no. Anoche me impactó y, hoy me ha impresionado.
−No quiero parecerle petulante pero, ¿por qué le impacto o impresiono?
−Ahora parece otra. Su pelo, su… −no me dejó terminar.
−Basta, Mario. No tolero la idiotez −dicho esto se puso de pie y yo no supe qué hacer.
Se dirigió hacia la puerta dispuesta a retirarse y entonces le grité.
−¡Para bien!
Samanta se detuvo, giró sobre sí misma y me miró sobria.
−Me ha impresionado para bien −balbucee.
Otra vez su chispeante e inesperada risa llegó a salvarme y a envolverme de embriaguez.
Toda la semana estuvimos trabajando. Yo estaba iluminado, arrebatado por capturar todos los gestos de Samanta y ella se divertía jugando a ser obediente. Cada día, también, tenía que reponerme a la fuerte impresión que me causaron su pelo plateado, el lacio, el azulino, el crespo, las trenzas, el rubio, el peinado corto, el castaño cobrizo, los rulos, el flequillo, el moño alto, el cabello enroscado y entrelazado, el trigueño… Cada día, en fin, almorzaba conmigo otra Samanta. Todo en ella confabulaba para encender mis más puras emociones.
Por extraño que parezca y pese a que las fotografías son en blanco y negro, jamás, y esto lo digo con la más honesta de mis palabras, jamás he podido verlas de otra forma que no sean a color, lo cual es una locura porque quién arruinaría una fotografía pintarrajeándola.