sábado, 30 de julio de 2011

Samanta

La conocí en una exposición de Sammuel, otro rechazado impresionista que no utilizaba el color negro en sus obras y, como otros de su escuela, sostenía mordazmente que el blanco no existía, por eso sus pinturas eran tan coloridas y tan odiadas por el refinado público que aún vocifera que no se permitan presentaciones de estos pintores en el Salón Mayor y tengan que recurrir a estudios fotográficos como el de mi colega Elmer donde la vi por primera vez.
Eran unas treinta pinturas, sin punto de fuga y espesos pincelazos rápidos cargados de color.  Yo, que también soy fotógrafo, había asistido interesado en la composición en los cuadros por lo que recorría el Estudio analizando –a mi modesta manera− la distribución en las telas, y lamentando sí, la poca ventilación que concentraba el fuerte olor del aceite de trementina y óleos. 
Escuchaba los murmullos de la gente y las risotadas del pintor cuando de repente se hizo un pequeño, pequeñísimo silencio y todas las cabezas giraron hacia la puerta de entrada donde una espigada mujer irrumpía con la sonrisa más tierna que jamás, jamás pude haber visto ni en sueños.
Sammuel se adelantó a recibirla y, apartado del tumulto que rápidamente la rodeó, la observé desde mi solitaria esquina.  Su largo pelo dorado enmarcaba una angulosa cara sostenida por dos brillantes ojos turquesa.  El vestido de satín escarlata parecía una hoguera de la que salían resplandores amarillos lechosos, tal era la blancura de sus brazos y manos.  Me atrajo la atención que aquella mujer no usara una sola joya, ni un alfiler, ni gancho, ni nada y, sin embargo, era la más elegante del lugar.
−Él es Mario –le dijo Sammuel frente a mí mientras un resplandor amarillo lechoso se alzaba hacia mi cara-.  Es fotógrafo.
−Qué bien.  Samanta −dijo ella.
Me sentí torpe y dichoso cuando besé su tibia y delgada mano.  Alguien urgió a Sammuel y ella me pidió sentarnos.
−¿Le pasa algo?  −me miraba a los ojos con una cálida sonrisa vecina a la lástima.
−Me ha impactado –murmuré.
−Espero que para bien.  Allá afuera hay mucha gente impactada por las pinturas de Sammuel y con gusto lo quemarían.
−No.  Yo…  Para bien.  Sí, me ha impactado para bien.
−¿Y qué fotografía?
−¿Yo? –no cabía duda que estaba fuera de mi capacidad racional−.  ¡Paisajes! 
−¿Elmer es amigo suyo?
−Sí, él me invitó.
−Nunca ha querido fotografiarme −dijo con un tono que anunciaba un berrinche.
−¡Imposible!  Yo viviría fotografiándola.
Al fin su risa, chispeante y espontánea, me permitió ver sus blancos dientes y su rosada lengua.
−No es para tanto −alzó la vista hacia los invitados y volvió su mirada a la mía−.  Tengo mucha curiosidad por esos retratos que hacen con esas máquinas.  ¿Dónde está su Estudio?
−Vía Roberto Scott, 73
−Lo veré mañana.
La cita era al mediodía, y desde muy temprano anduve dando vueltas y vueltas y vueltas, poniendo esto aquí, lo otro allá, trasladando objetos de un lugar a otro sin que terminara de estar conforme con la atmósfera de mi Estudio, y –para qué ocultarlo- urdiendo algún plan para que me acompañara a almorzar.
−Una señorita Samanta le busca.
−Hágala pasar.
Respiré hondo, tiré el aliento contra la palma de mi mano para que rebotara a mi nariz y volví a respirar profundamente un par de veces.  Escuché sus pasos, alegres y firmes en la galería y quise adelantarme a la puerta para recibirla pero me quedé petrificado cuando la vi entrar al salón.  La Samanta que me alzaba la mano a la boca tenía el pelo rojizo que volvían más oscuros aquellos ojos turquesa, y el vestido de una pieza de la noche anterior se había transformado en una chaqueta de terciopelo azul, una falda color caramelo y una blusa color salmón; también esta vez sin joyas ni accesorios.
−¿Me adelanté o retrasé? −dijo mientras iba a sentarse a un sillón y yo quedaba allí absorto. 
Tras unos segundos reaccioné y sonreí yendo a sentarme en otro sillón frente a ella.
−No me ha contestado.
−Sí.  Digo, no.  Anoche me impactó y, hoy me ha impresionado.
−No quiero parecerle petulante pero, ¿por qué le impacto o impresiono?
−Ahora parece otra.  Su pelo, su…  −no me dejó terminar.
−Basta, Mario.  No tolero la idiotez −dicho esto se puso de pie y yo no supe qué hacer.
Se dirigió hacia la puerta dispuesta a retirarse y entonces le grité.
−¡Para bien!
Samanta se detuvo, giró sobre sí misma y me miró sobria.
−Me ha impresionado para bien −balbucee.
Otra vez su chispeante e inesperada risa llegó a salvarme y a envolverme de embriaguez.
Toda la semana estuvimos trabajando.  Yo estaba iluminado, arrebatado por capturar todos los gestos de Samanta y ella se divertía jugando a ser obediente.  Cada día, también, tenía que reponerme a la fuerte impresión que me causaron su pelo plateado, el lacio, el azulino, el crespo, las trenzas, el rubio, el peinado corto, el castaño cobrizo, los rulos, el flequillo, el moño alto, el cabello enroscado y entrelazado, el trigueño…  Cada día, en fin, almorzaba conmigo otra Samanta.  Todo en ella confabulaba para encender mis más puras emociones.
Por extraño que parezca y pese a que las fotografías son en blanco y negro, jamás, y esto lo digo con la más honesta de mis palabras, jamás he podido verlas de otra forma que no sean a color, lo cual es una locura porque quién arruinaría una fotografía pintarrajeándola. 

miércoles, 27 de julio de 2011

El síndrome Ze

−¡Esta cueva ya es insuficiente para todos!
Lo pensó una y otra vez y otra vez y otra vez.  La palabra insuficiente no era del todo gráfica para significar su desaliento y enojo, pero no encontraba otro término, estaba harto.  Harto de ver entrar y salir a tantos, harto de que se le perdieran las pieles de sus hijos, ahora, casi esqueletos animados que jugueteaban con los cachorros de lobos que habían adoptado en su cueva, harto de ver tantos huesos apilados en los angostos corredores sin nadie que se dignara a sacarlos, harto de estar todas las noches pensando en lo mismo y lo mismo y lo mismo y lo mismo, hasta que la profusión de pensamientos, sentimientos, imágenes y frases, esa mezcla extraña de ideas y emociones, produjo un razonamiento que le hizo cometer una acción…  Una trascendental acción que contagiaría a sus siguientes mil ciento treinta generaciones.
Su mujer dormitaba en su hombro, sus hijos, inconscientes, sobre las piernas y vientre de su madre –de ellos-, y uno de los lobeznos se había quedado dormido sobre las partes íntimas de este protohombre.  No había forma de salir de aquel laberinto de piernas y brazos pero los pensamientos sobre la insuficiente capacidad de la cueva y la creciente población de la misma le hizo pegar un brinco y levantarse repentinamente.  La mujer se golpeó la cabeza con la pared rocosa, el ancestro canino corrió aullando asustado hacia una de las paredes y los niños siguieron dormidos.
De pie, se dio cuenta que tenía una erección. La mujer, acostumbrada a esos escarceos amorosos, deslizó sus piernas, apartó a los niños y se acercó tierna aleteando las pestañas como una brontosauria en celo, atropellando y arrinconándolo entre dos piedras.  Ze, se sorprendió, tenía dormidos los glúteos y esto nunca le había ocurrido.  Le hizo señas a su compañera que aquello no era lo que ella creía.  Se apartó enojada, pateando al lobezno que ya se había acomodado cerca de los niños dormidos y ahora volvía a correr aullando hacia una de las paredes.
Ze, agarró su mazo entre las manos; grueso, duro y grande.  Se sintió complacido y fuerte con aquella sensación de tener aquel garrote, símbolo del poder y del dominio.  Pensándolo bien, no tenía adversario en aquella cueva que ya lo tenía harto.  ¿Y entonces?  Se preguntó, entonces por qué siendo el más fuerte, quien tiene el mazo más grande y duro, por qué tengo que estar soportando este, este...  este...  no encontraba la palabra, este, este...  este... hasta que:  ¡Caos! Resonó en su bóveda craneal sacudiendo a los millones de neuronas que iniciaron a recopilar todas las emociones que aquella palabra había derivado.
Una a una, las neuronas fueron archivando conceptos, palabras, imágenes, sensaciones, experiencias, frases, recuerdos, y se dieron cuenta que era insuficiente aquel cráneo para apilar todo lo que se acumulaba y multiplicaba geométricamente en el cerebro de aquel hombre.  Hubo vibraciones intracelulares, bioelectricidad y otras asociaciones neuronales. 
La neurona principal tomó el control. Una milimétrica película viscosa la cubrió en su totalidad esparciendo en todo el territorio cerebral, el conocimiento de que ella, a la que rápidamente se adherían miles y millones de neuronas más, regía -a partir de ese momento- en aquella parte del cerebro.
Afuera, Ze, caminó por toda la cueva dando garrotazos en la cabeza y espalda a los que encontraba. En la oscuridad nadie atinaba a saber exactamente qué sucedía. 
Exhausto, lo sorprendió la claridad del día; estaba agotado y la erección seguía. Todos habían salido de la cueva. Revisó el lugar y constató que, salvo los huesos y algunos excrementos, sólo él estaba en la cueva. Se animó a salir. Afuera estaban todos, asustados, desorientados, gesticulándose unos a otros como ejecutivos de La Bolsa en un patio de remate.
El sol magnificente apareció en el horizonte y una bandada de pterodáctilos pasó graznando y dejando caer pequeñas porciones de materia procesada.  Ze, desde la cueva, alzó su mazo y todos retrocedieron temerosos.  Desde la muchedumbre su mujer le lanzó gruñidos amenazantes, pero Ze levantó su arma y la mujer volvió a esconderse entre el grosor de gente.  Ze, bajó a ellos, separó a los hombres de las mujeres, a los niños de las niñas y le pegó en el hocico al lobezno que se había acercado a olerlo; éste corrió aullando a buscar una pared donde protegerse.  Ze, los observó cuidadosamente uno por uno y escogió a quienes vivirían en la cueva; a los otros los espantó con su garrote.  Los niños llamaban al lobezno que prefirió irse murmurando a otra cueva.
Cuando los no elegidos se marcharon, Ze entró a su cueva y todos se ocupaban en oficios de limpieza y orden.  Allá adentro de su cerebro también se producían cambios. Se asociaban pensamientos, palabras y emociones, creando rápidamente nuevos esquemas, apareciendo algoritmos que sustanciaban la realidad, los pensamientos y los sueños, y creaban un nuevo agente en el cerebro: ¡La imaginación!
A diez mil años de aquella noche caótica, erecta y mal oliente, un astronauta que orbita la tierra desde hace dos años en su estación, de repente ha sentido esa sensación prehistórica y que los científicos llaman el Síndrome Ze.
Los deshechos interestelares lo tienen harto; impactan el exterior de la estación y continuamente tiene que salir a realizar aburridas reparaciones. Adentro todo es una estúpida visión de cables, palancas y pantallas; el último vaso de agua le supo a orina y él no fue entrenado para reparar convertidores ni transformadores de líquidos, él es un astronauta no un mecánico.  Para colmo, una nave francesa había tratado una semana antes acoplarse a la estación sin éxito y había estropeado una de las antenas dejándolo incomunicado.
Cando levantó el pequeño martillo para quebrar un termostato y sacar una barrita de zinc que soldaría después en la base de la antena, en ese preciso momento, sintió algo extraño, sus músculos se paralizaron y le sobrevino la sensación prehistórica, el síndrome Ze.  Ese sentimiento del caos y el desorden, ese fugaz deseo de corregir su entorno y pronunciarse y arreglar en definitiva su vida y destino.
Dejó el martillo en el piso, corrió dos niveles por angostas escalerillas, saltó un pequeño puente que separaba un laboratorio de la cabina, abrió la pequeña esclusa de aire y llegó a su camarote.  Apartó el papel aluminio de una de las escotillas que él mismo había colocado para evitar mirar el planeta y sentir añoranza, y observó la Tierra en el horizonte. 
Allá flotaba el planeta azul, el tercer planeta desde el sol donde seguramente todo estaría también en caos.  Esta visión provocó un curso nuevo de sustancias químico-eléctricas en su cerebro, que produjeron a su vez extrañas conexiones de razonamientos nuevos, creando en su conocimiento una frase que volvería a iniciar el viejo ciclo de la especie...
−¡Cómo quisiera agarrarlos a garrotazos!

sábado, 23 de julio de 2011

Encuéntrate II

El dolor de cabeza era impresionante y el carruaje rechinaba endemoniado ya por una piedra, algún bache o una curva que el conductor tomaba intrépidamente. En parte lo comprendía, el sol se ocultaba más allá de las colinas; ciertamente no era un viaje hacia ninguna parte, teníamos que llegar antes de la oración al monasterio de Saint Louis. Corrí la pequeña cortina y para mi suerte divisé allá abajo el pueblito de Fleury y la rocosa arquitectura románica del monasterio.
La principal preocupación del obispo Sopetrán −quien me enviaba urgente al monasterio− era que me hiciera de una carta que San Benito de Nursia habría escrito antes de morir para Gregorio Magno y que éste jamás recibió, aunque para Aníbal Jaisért, abad del monasterio, mi visita obedecía a un riguroso inventario que se realizaba en toda la orden monástica, incluyendo la nacida en África.
Cuando al fin llegamos y pude bajar, con ayuda de un fraile que me esperaba, un halcón peregrino pasó a media altura por el centro del claustro, y estando delante de mi objetivo visual, lo vi entrar, o eso creí, en una ventana del segundo piso que es donde se situaban los dormitorios de los monjes. Sonreí y me dije que alguien allá adentro llevaría una bitácora de vuelo de ese hermoso ejemplar.
En el escriptorium me esperaba el abad. Entré. Dos amanuenses trabajaban en la iluminación de manuscritos y el prior se levantó a abrazarme.
−Bienvenido, canciller −dijo mientras uno de barba alzaba la vista y me pareció ver en sus ojos un destello de temor. Le sonreí pero él volvió a su libro.
−Gracias, señor abad, al fin con ustedes.
−Le he esperado aquí porque detrás de esa puerta está la biblioteca, y los hermanos Jean y Antorelo −ambos voltearon a verme y asintieron. Antorelo era el de barba, el otro, un joven albino cuya blancura más refulgía metido en su capucha benedictina− le asistirán en todo el trabajo que tiene que realizar; pero ello será mañana −añadió sonriendo−. Después de acomodarse en la hospedería oraremos en la capilla, cenaremos luego y cada quien a sus habitaciones −Volteó a ver a Jean y éste se levantó, cogió mi maleta y nos retiramos del lugar.
El claustro estaba rodeado por una galería cubierta desde la que se accedía a las diferentes estancias como la iglesia, el refectorio y la sala capitular. Atravesamos el inmenso jardín y fue allí donde le escuché murmurar algo a Jean.
−Perdóna −le dije−. Iba distraído.
−Allá están los huertos y granjas −dijo ausente señalando hacia el oeste.
Al llegar a la fuente me detuve fingiendo cansancio.
−Espera, por favor, estoy agotado.
Jean puso la maleta en el piso y yo me senté en el borde de la fuente.
−¿Alguien del monasterio disfruta la cetrería?
Él negó con la cabeza pero sentí que mentía. Alzó la vista, tenía la mirada sencilla y un dejo de tristeza.
−Puedes confiar en mí −le pedí.
−No debo hablar −murmuró−. No con usted.
−Entonces no hables. Pero puedes divagar, hay en el placer de divagar la oportunidad de que otros oídos alcancen aquello que no estaba destinado para ellos.
−Nunca esté solo en la capilla −dijo en un arrebato, alzó mi maleta y siguió caminando.
En aquel jardín, centro de la vida monástica donde habría de encontrarse meditación y esparcimiento yo había recibido una prevención de peligro ¿o muerte? Una pálida angustia fue a abrazarme. Un fraile anciano me recibió en la hospedería, muy solícito me acompañó a mi habitación y dejó claro que cualquier cosa que necesitara él estaba allí para servirme, luego se retiró.
Después de las oraciones, nos conducimos en silencio al comedor, y luego de las palabras del abad cenamos a gusto y callados, tal es la normativa que priva entre nosotros, posteriormente, fui acompañado a mi habitación y oré pidiendo fortaleza y que aquel documento saliera pronto a mi paso, luego me dormí.
Aquella noche tuve horrorosas pesadillas. Un toro salvaje me perseguía y yo lograba entrar en una especie de callejón, desesperado, ahí estaban las cien puertas de Eunate, iba golpeando todas pero ninguna se abría, escuché que el toro pasaba de largo y luego su bufido entraba en la garganta del callejón, la enorme bestia, alumbrada por una luna azul se había detenido para calcular su objetivo arrancando pedruscos con sus patas delanteras. Todos mis sentidos luchaban por encontrar una forma de escapar hasta que una voz dijo: “Estoy a tu lado”, al voltear una puerta se abrió, y como si estuviese en el paraíso perdido y en claroscuro, tal como son muchos sueños, caminando en la penumbra llegué justamente a la biblioteca de la abadía, aquella voz femenina había desaparecido. Entendiendo que soñaba y que el peligro había desaparecido comencé a buscar entre los anaqueles. Me acerqué a una mesa, encendí una lámpara y llevé hasta ella unos ejemplares, luego caí en la cuenta que eran todos literarios, nada de historia, filosofía o relacionados con nuestras leyes. Paraíso de las letras, Contrapunto relativo, Lapislazuli, Estrella de Campoamor, Poemas desanclados, Compartir visiones, Señuelo de tus palabras, Romanos libres, y en ninguno de ellos encontré algo que sirviera a mis objetivos, regresé los libros a su lugar y en algún lugar del salón, otra vez, aquella voz femenina dijo tres cosas: “Cuida el atardecer de tus sueños”, y seguidamente “tu alma no sabe que está soñando despierta”. Guardé silencio y caminé sigilosamente en dirección de donde provenía aquella voz, pero resonó en otra dirección un: “Hay cartas que nunca leerás”. Un ruido atrajo mi atención y vi una puerta que se abría y tras ella un bulto que desaparecía, corrí, y al hacerlo desperté en mi cama, agitado y agradeciendo estar sano y salvo.
Por la ventana entró un rumor, era como un salmodia, me levanté y fui hacia la ventana cuidando de no ser visto por esa romería de gente allá abajo, encapuchada y con antorchas, que canturreaba algo así como “Ozna, Ozna, Ozna, Ozna, Ozna”. Los vi cruzar el jardín y desaparecer entrando en la iglesia. No logré conciliar el sueño en toda la madrugada hasta que escuché la campana que anunciaba nuestra primera oración. Me levanté y fui a cumplir con el rezo.
La aurora se antojaba un manto violáceo de amargos presentimientos. Un breve desayuno y fui conducido a la biblioteca para iniciar mi supuesto inventario. Me extrañó no ver a Jean, y en su lugar Antorelo me condujo a la biblioteca. Por extraño que parezca, era exactamente igual a mi sueño, me acerqué a un alto mueble y volví a leer en el lomo de los libros sus títulos, exactamente los mismos de la noche anterior; sentí escalofríos y Antorelo me acercó una silla donde me senté.
−No dormí bien −justifiqué.
−Tampoco nosotros, señor Canciller −dicho esto añadió seguidamente−, después que registre todos estos le llevaré al Baúl de Arabia donde hay otros documentos que no hemos podido encuadernar.
Hice como que anotaba a gran velocidad los libros que me llevaba, sabiendo que era una lista inservible para mis propósitos y ansiando acercarme pronto a ese baúl. Anoté títulos diversos: Espigas del alma, Elsa Tenca-Mariani, Compartir visiones y un libro sobre una ejecución en la hoguera por la Inquisición: “Embrujo −andaluza loca−”, hasta que un libro me llamó la atención y volví a agitarme: “Simona, la luna y yo”. Antorelo volvió con más ejemplares y tuve que recurrir a una mentira piadosa.
−Antorelo −le dije−, prefiero hacer mi trabajo solo, si no te importa. Te llamaré si necesito algo.
El muchacho dejó unos libros sobre la mesa, metió sus manos en las mangas de su hábito, hizo una reverencia y se marchó sin decir nada. Luego comencé a buscar a mi manera, creciendo la ansiedad en la medida que no encontraba ni la carta ni el baúl. En el paroxismo de mi incertidumbre, detrás de un anaquel escuché que se abría una puerta, corrí a ella y una mujer, al verse descubierta, se paralizó.
−¿Quién eres? −Reclamé.
−Altair −dijo muy quedamente, y añadió−. Mío es el halcón, padre.
−El halcón de Altair −murmuré también casi en silencio.
−¡Debe irse −susurró−, su vida peligra! El halcón me lo ha dicho.
Sólo murmuré un gracias y salí de allí. Le dije a Antorelo que estaría en mi habitación, que me sentía mal, él asintió y secretamente fui a buscar al cochero a quien le pedí que saliéramos urgentemente del monasterio, ya no fui por mis cosas a la hospedería y me escondí dentro del carruaje, de tal manera que nadie me viera salir.
Para mi alivio, ya iba de vuelta a casa, sin la valiosa prenda pero salvada la vida. De pronto los caballos bajaron su ritmo a un trote lento y luego, prácticamente caminaban. Una romería nos impidió por un rato marchar como queríamos. Miré por la ventanilla y era gente del pueblo cargando a “un enfermo, pensé”. Volví a esconderme tras la cortina al ver a otros monjes cantando aquél “Ozna, Ozna, Ozna” y cerré mis ojos cuando el cuerpo sin vida del fraile albino pasaba frente a mí. Alcé la vista y aquel halcón peregrino acompañaba el cortejo.

lunes, 18 de julio de 2011

Encuéntrate

El bar tender, que a las once de la noche se quedaba solo −sin mozo ni cocinera−, no se había interesado por los dos hombres de la mesa 12 hasta que éstos le hicieron señas y fue a atenderlos.
−Sirva lo mismo, por favor.
Se retiró, llenó dos vasos de ron −sin soda ni hielo− y buscó la boleta de aquella mesa, llevaban seis tragos, anotó esos dos y fue a dejarlos a los clientes, y tras un “gracias” volvió a la barra inquieto por ellos y aguzó el oído.  Los hombres no hablaban entre ellos, sólo miraban por el inmenso vidrio del bar hacia la calle. 
Se sentó y lo pensó: He ahí, el silencio de las palabras.  Al recapacitar en ello, sus sentidos se abrieron y se enteró de la música en la radioemisora, y mientras Beethoven era interpretado por alguien se dijo: “El llanto de un piano”. Sintió una especie de dicha al evocar en su mente frases que él nunca diría, y olió cierta magia en el ambiente, se supo otro, dejó de ser un bar tender y se pensó “Susurro y piel”. Palpitó en su interior un Granero interior y un Océano Azul, “sueños” −pensó−.
Como la clientela se había marchado y sólo quedaban aquellos hombres, entusiasta con ese otro ánimo, hizo lo que un bar tender de buenos pañales hace, ir a proveer conversación a los únicos clientes de la noche que, por lo visto, no tenían temas para charlar.
−Buenas noches, caballeros.  Pasaba por aquí y decidí −los dos hombres alzaron la vista y sonrieron; esto animó al bar tender y acercó una silla− venir a saludarlos.  Chesana, Juan Chesana −dijo extendiendo su mano.
Uno de los hombres la estrechó y murmuró un:
−Jorge Maseda.
Luego, estrechando la mano del joven, se presentó el otro.
−Eduardo −y añadió guiñando un ojo−, con la vocal abierta.
El bar tender sonrió por la ocurrencia y se acomodó entusiasta.
−Mucho gusto.  ¿Les gustan los relatos cortos?
−Nosotros −dijo el señor Maseda− escribimos pensamientos,   poemas escritos con el alma.
−Eso es el sentir del poeta −homenajeó el muchacho−, la magia de las palabras.
−No, querido −corrigió Eduardo−, es algo más que palabras, es una emoción indomable, letras derramadas que van al aire…  Más allá del laberinto.
−Secuencias del alma, añoranzas, reflexiones −completó Maseda, y pidió al muchacho−.  ¿Qué miras en mis ojos?
El muchacho casi estaba arrepintiéndose del lance, quiso cortar aquello, pero ya estaba metido en la mesa.  Miró con atención a Maseda y se lo dijo.
−Tierra de violetas −pero como el hombre negó con la cabeza, hizo otro intento−¿Una mente en obra? −Igual efecto− ¿Un dia azul con aroma de romance?
−Mírame a la cara, muchacho −pidió Eduardo, y el bar tender cambió de ojos y los fijó en el otro hombre−.  Dime ¿qué miras?
Algo en la mente del joven le hizo pensar que quizá el ron ya hacía su efecto en aquellos y se entregó al juego con más entusiasmo.
−A… Amanecer del universo −volvió el gesto de negación−.  Entonces, en sus ojos hay: Divagaciones nocturnas −siguieron negando− ¡Mi jardín de orquídeas!  ¿Tampoco?  ¿Más letras arte?
−¡Es mi cara −dijo Eduardo volviendo su vista al vaso de ron−, el rostro de la palabra que no calla!
−Y en mis ojos −completó Maseda− hay un sol de junio, a mi manera, por supuesto, y un mandalas… espacio abierto.  Sólo mis cosas −murmuró alzando su vaso y bebiendo−, siluetas del alma.
Eduardo también bebió y le dio una oportunidad al bar tender.
−Y tú querías ¡Relatos cortos!
−Sí −dijo el muchacho−, hablemos de literatura.  Qué son los relatos cortos sino…
−Historias contadas a pluma y pincel −interrumpió Maseda.
−Por supuesto, cuentos y otros fantasmas −dijo el muchacho.
−¿Conoces el cuento de Galatea y su efecto Pigmalión o El ático de Mixha? −El bar tender negó con un gesto−.  Dime ¿naciste en los años sesenta? −Volvió el chico a negar con la cabeza−.  La literatura, muchacho, no es un club de locas positivas…
−Ni la rebeldía de una cincuentañera −completó Maseda.
El bar tender, sintiéndose acosado, espetó:
−¡Ya sé que no son chorradas que me pasan por la cabeza!
Los hombres se alertaron.  Y también el señor Maseda retó al bar tender.
−¿Qué es pues la literatura, jovencito?
Casi poseído por un extraño halo se puso de pie y a la usanza de las mejores estatuas de un filósofo medieval −mano al pecho y la otra extendida− se los dijo a viva voz.
−¡Es un lugar en el mundo!  Para que la vida vaya navegando espejos.
Los dos hombres, sonriendo, aplaudieron su discurso.
Si alguien hubiera pasado por esa calle del bar bien pudiera haber disfrutado la imagen de una mesa en la que dos curtidos poetas  hablaban a un jovencito quien arrobado los escuchaba, pero sólo era la noche y algún astro −a lo lejos− los que gozaban aquella escena.

sábado, 16 de julio de 2011

Sin números

Rafael era un tipo increíble, optimista, atlético, atractivo y muy, pero muy trabajador.  Tenía a su cargo la contabilidad de 57 empresas y todas satisfechas.  Un Arqueo podía realizarlo en 5 minutos; una contabilidad total en una hora y podía evocar en fracción de segundos cualquier artículo del Código de Comercio o de Trabajo textualmente; además siempre estaba al día en cualquier ley que afectara a sus clientes.
Lo sorprendente es que a sus 35 años nadie sabía que nunca asistió ni a Institutos ni Universidades para prepararse como Contador ni que utilizaba a otro Contador titulado para la legalización de sus trabajos; también era desconocido su desinterés por chica alguna (o chico), y él, para calmar la curiosidad de algún indiscreto inventaba amoríos y aventuras sexuales, no asistía a clubes ni restaurantes y siempre dormía −desconectarse, decía él− muy  temprano.
Cuando salió de la oficina de uno de sus más importantes clientes se golpeó el vientre con la esquina de una pequeña columna que sostenía un hermoso florero con un lirio artificial, logró detener el florero, sonreír a la secretaria que le lanzó una mirada tierna y fue a buscar su automóvil.  Se revisó el costado y comenzó a rascarse, pero la piel cedió –sin sangrar- y decidió apresurarse a casa.
Allí se desvistió y fue al baño, era una herida pequeña, indolora y pálida.  No entendía por qué no sangraba ni sentía dolor −es más, nunca en su vida había sangrado ni sentido dolor−, hurgó dentro de la pequeña herida y tocó algo que le hizo sentir un pequeño tirón en sus rodillas, sacó sus dedos de la abertura, pero al hacerlo, un fino alambre cristalino asomó a la superficie de su vientre.  Parecía una fibra óptica, delicadamente la apretó con sus dedos y comenzó a tirar de ella ¡y fue saliendo aquél diminuto cable!
Cuando sintió un extraño hormigueo en su espalda y cuello dejó de tirar del cable, suspiró profundo y al alzar la cabeza se vio en el espejo.  Algo titilaba en sus ojos; abrió un pequeño mueble aéreo y sacó de allí una gran lupa, la interpuso entre el espejo y sus ojos y leyó un intermitente rótulo: “Error.  Error.  Error.  Error.”.

viernes, 15 de julio de 2011

Poderosa señora es doña Vanidad

El titulo es engañoso pero me adelanto a quienes maquillen esta entrada como un arrogante gesto y no con la absoluta humildad que pretendo. 

Desde algún tiempo he olfateado el delicioso aroma del desprendimiento y la generosidad en distintos espacios, halagando y homenajeando a quienes disfrutamos el arte de nuestros compañeros de letras.  Este espacio les brindó “Soledades” un tanto en clave de humor pero sincero y directo.  Y tal parece que una nueva era se abre frente a nuestros ojos que irá dejando a un lado los Premios Gráficos, y será nuestro talento entregado a abrazar a nuestros hermanos escritores.  De esa cuenta, decía, me he encontrado a Mercedes Ridocci dedicando un poema a Frank Ruffino, y la poesía “Ciclópeo pico” a Gabriela Amorós, la misma y extraordinaria poeta Amorós consagrando a varios escritores su “Embrión de poetas”, Galatea y su efecto Pigmalión escribiendo un:  Para Silvina,... o Sildel... (que me gusta abreviar...)”;  Mixha Zizek dedicándonos a varios su relato “Sigilos”, Diana Profilio rescatando y ofreciéndonos su obra “Hoy” un hermoso acrílico sobre lienzo; Scarlet y su “Para Gabriela Amorós”; y sé que me olvido de alguien, y que en este momento seguramente Google está procesando algún otro homenaje.

Yo, les traigo esta publicación de nuestra querida amiga MIDALA (Relatos cortos)  http://ponerunaqueja.blogspot.com/   que siempre me ha honrado con su ¡Torero, Torero!  Disfrútenlo.

Y hacemos de las nuestras

La plaza estaba repleta. Todo el mundo se había engalanado para la ocasión. Era una tarde gloriosa, y el sol parecía que se había puesto de acuerdo con nosotros para hacernos el día perfecto. Sería de esas tardes que el público nunca olvidarían.
Albert Boadella, se encontraba entre el público y llegó a comentar: "No existe en el mundo occidental ninguna ceremonia capaz de conmover y elevar con semejante fuerza al ser humano. [...] A lo largo de mi vida he gozado de las mejores expresiones del arte, en música, danza, ópera y teatro, pero nada es comparable al ritual taurino.". Juan Belmonte decía emocionado: "el buen toreo es el que se hace con sentimiento y pasión de enamorado". Las gradas estaban repletas y todo el mundo comentaba que hoy, sería una de las mejores tardes de toros que habíamos visto. El gran torero, Julio Díaz-Escamilla, conocido como el mejor torero de nuestros tiempos.
"El toreo es el arte que mejor expresa la vida, la muerte, la astucia, el miedo, el terror, la agonía, la inteligencia y el buen gusto. No hay en el mundo un ritual tan didáctico, trágico, bello como son los toros.".
Ahí estaba nuestro torero, Julio, enseñándonos con sus palabras, su forma de entender la vida,la muerte, la astucia, el miedo, el terror, la agonía, la inteligencia y el buen gusto. Y nosotr@s, sus fieles seguidores, en las gradas aplaudiamos y jaleabamos el nombre de Julioooo Juliooooo, y hacíamos la ola para darle la bienvenida, porque gracias a él, nos pegamos a nuestras sillas y leemos sus relatos con atención e intriga. Porque nos enseña a manejar las palabras y nos muestra unos relatos llenos de intriga, audaces, apasionantes, reales, sinceros y audaces. Todos sacamos una abundante y variada recompensa leyendo sus textos.
Ahí sale Julio, al centro de la plaza, con su pipa en la boca y su barba recién cortada. Se sienta en el centro del coso, se sienta en una butaca de piel, y extiende sus papeles en la mesa y comienza a extraer relatos y relatos y más relatos... El público lo mira embelesado. Entre ellos se encuentra María, Mascab, Ion-Laos, Marinela, Leo, Midala, Gala(tea), Julie Sopetrán, josejosesita, Chesana, Adelfa Martín, Emilia, Lola, María, Isla, Rosa María, José Jaime, Gabriela Amoros y muchisima gente más.... Esta tarde estamos tod@s los seguidores de Don Julio Díaz Escamilla, tod@s sus admirador@s, la gente que nos gusta leer, gente novata y gente escritora.  Las mujeres vamos engalanadas para la ocasión, mantilla española y abanico y los hombres puro en la boca y traje de chaqueta y pantalón, mejor, con botones dorados. Todos alrededor del coso esperando que Julio nos lea uno de sus relatos. Esa sería una tarde memorable, una tarde para no olvidar !Al grito de Torero, Torero! y a ritmo de la ola, Don Julio Díaz Escamilla, comienza a leernos uno de sus relatos...

Soñar es muuuuy sano. Lo dijo Loblas. ¡Punto redondo! (esta frase la decía mi padre cuando éramos pequeños).

miércoles, 13 de julio de 2011

A Roma con amor

La quietud sólo era una apariencia; algo se tramaba bajo esa tranquilidad que tanto molestaba al general Torticolis.  No le gustaba las Galias, no su gente, no su geografía, pero no había otra forma de alcanzar a los bretones y hacerse de su territorio.  Dio un puñetazo sobre la mesa donde había desplegado un gastado mapa y salió de su tienda.  Giró su cabeza por el campamento.  Todo normal.  Pero él sentía una presión en la atmósfera, algo andaba mal.  Su olfato no podía engañarlo. 
−¡Que venga Páncreas! −Dijo a un guardia y se introdujo en su tienda.
Volvió a observar el mapa, sin naves era imposible atravesar ese mar que se interponía entre bretones y Roma.  Un hombrecillo entró agachado y sólo se enderezó hasta que Torticolis se lo ordenó.
−Dame buenas noticias, Páncreas.
−Y muy buenas, general.  Prepucio, es sabido ya, se ha entrevistado con dos Senadores, Axila y Eyaculo, y han jurado enviar sus apetecidas naves.
−¿Cuándo, Páncreas?  ¡Aliados con ostrogodos aquellos se fortifican!
−Pero no podrán con estos soldados, guiados por el elegido de Marte y favorito del César.
Torticolis no pudo evitar asomar una complaciente sonrisa y aspiro imaginando en sus sienes el laurel del triunfo, el aplauso de los Senadores y el abrazo del César.  La voz de Páncreas lo llevó de nuevo a la realidad.
−Mi señor.  Clavícula y Próstata…
−No quiero chismes de mujeres.
−No es chisme, mi señor, ellas…
−¿Ellas qué?
Páncreas tragó algo que no era saliva y caminó nervioso por la tienda.
−Han querido chantajearme con vino, jabalí, liebres y…
−¿Comprarte, para qué?
−Quieren estar con usted esta noche.
−¿Las dos?
Páncreas asintió en silencio y no vio la amplia sonrisa de Torticolis.
−Haremos algo, Páncreas Leporino −éste sonrió−, diles que las acepto, sí y sólo sí...  traen con ellas a Pubis.
Los ojos de Páncreas se abrieron todo cuanto pudieron, y entonces el general soltó una estupenda carcajada que salió de la tienda e inquietó a los caballos.  Luego se calmó.  Se puso de pie y poniendo su manota en el hombro de Páncreas, se lo dijo.
−Sé que tú y el renegado Coxis andan tras ella −Páncreas negó tímido con un movimiento de cabeza−.  Así que ve y díselos.  ¡O las tres o ninguna! −Luego volvió a sentarse frente al mapa.
−Sí, mi señor −respondió agachado, y caminando para atrás salió de la tienda.
Iba furioso.  Una patrulla de soldados marchaba en su rutina vespertina y se rieron de sus aspavientos.  Páncreas fue hasta una tienda y al rato otros entraron en la misma.  Páncreas Leporino fue muy claro.
−Estamos perdidos, el general ha perdido el juicio ¡está loco!
De aquel grupo, Duodeno fue el primero en hablar:
−Lo sabía.  No tener esas naves sería una catástrofe.
−¡Nunca Roma dio un paso atrás! ¡Con o sin generales! −Amenazó el bravo Esfinter−.  Dílo Eructus.  Que se sepa de una buena vez.
Eructus se sirvió vino y mordió una manzana e inmediatamente la escupió, bebió del vaso de cobre, escupió y se soltó:
−A estas alturas, Prepucio habrá sido nombrado general por Axila y Eyaculo, los Senadores −explicó−.  Así que ya verán ustedes que nos sobra un general aquí.
Cartílago se puso de pie y casi en susurro los sentenció.
−No podemos seguir matando generales.  En un mes hemos tenido tres.
−Entonces qué propone la marica −propuso Esfinter poniendo su puño en la empuñadura del puñal.
Páncreas se interpuso entre los dos hombres.
−¡Por favor!  El enemigo está allá en su tienda y del otro lado del mar.
−Está bien −repuso Cartílago, sentándose−.  Mandaremos con los dioses a Torticolis, pero no aceptaremos a Prepucio como general, no mis batallones.
−¡Tenemos que nombrar a alguien! −Urgió Esfinter.
−¡Sí! −Completó Eructus−  Nombremos a Páncreas nuestro general.
Y mientras todos avivaban un ¡por Roma! Páncreas Leporino soltó orgánicos gases y tembló.




domingo, 10 de julio de 2011

Conspiración

−Si te lo dijera, ¿prometes mantener la calma?
Willson se levantó del sillón y fue, serenamente, hacia la ventana.  Desde allí vio los otros rascacielos y edificios; bajó la vista y observó las calles y avenidas con su incesante tráfico; los nerviosos nudos de gente, mucha gente yendo, doblando y desapareciendo.  Se volteó a Marian, la miró fijo a los ojos −ella jugaba con su largo collar de ónix− y desde allí se lo dijo.
−Nunca hago promesas.  Si no quieres hablar ¿para qué llamaste?
También la mujer se levantó y fue hacia la puerta.  Madura, voluptuosa, elegante y de carácter.  El diplomático la vio echar llave, ir a sentarse en un sillón y con la mano hacerle señas para que también él se sentara, así lo hizo.
−Se está cocinando algo grande, Willson, algo muy grande −se mordió un labio.
−¿Y? −Dijo alzando los hombros el embajador Willson.
Marian cruzó la pierna y él no pudo evitar arrastrar sus ojos hasta el rollizo muslo metido en una transparente media de seda negra.  Ella lo notó pero fingió ignorancia o comprensión.  Se sabía hermosa y deseable.
−Si hubieras ido a la fiesta de los norteamericanos…
−Déjate de rodeos.  Tengo un almuerzo.
−Si hubieras estado allí, no hubiera tenido que citarte.
−Por favor, Marian, tengo un almuerzo.
−Armenio.  Apellido: Assarian.  ¿Te dice algo?  −Arriesgó ella mirando fijamente a su examante.
−Ni europeo ni asiático, agregado militar y funge también como encargado de asuntos comerciales.  ¿Qué hay con él?
−Si te lo digo…
−Déjate de juegos, por favor.
−¡Ah! Petroni cayó en la piscina ¿lo supiste?  Estaba tan borracho el pobre.
Willson también cruzó la pierna y contestó aburrido.
−No era alcohol, Marian, y lo sabes.  Cocaína y orgías.  Mi gobierno me previno de no asistir.
−Volvamos con Assarian −dijo ella con un sensual guiño de ojos.
Un tenso silencio fue a taparles la boca, y Marian cambió la posición de sus piernas, ahora era el otro muslo el que resecó la garganta del embajador.
−Dijiste que se cocinaba algo grande.  ¿Lo dirás o no?
El silencio seguía con su manota sobre los labios de Marian hasta que un suspiro infló sus pechos y el silencio se fue hacia la ventana.
−Está bien.  He cenado un par de veces con él…
Algo provocó en el embajador Willson esta declaración porque arrugó el entrecejo y contrajo su mano derecha.  Marian no pasó desapercibidos estos signos.  Era muy observadora, y entonces dudó en si creer en la cordura del diplomático si le revelaba “aquello” que tenía que decirle.  Éste sacó un cigarrillo y lo encendió.  No cabía duda, el embajador no soportaría la información.
−¿Te molesta? −Dijo él, alzando el cigarro hacia Marian.
−Nunca me lo preguntaste antes, ¿por qué ahora?
−Bien –dijo él, aspirando una bocanada de humo−, saliste con este mamarracho…
−Es millonario −respondió ella orgullosa.
−El tráfico de armas y drogas es muy rentable.
−No.  Su familia tiene negocios en Francia.
−Me importa tres pitos la vida privada de esa lacra.
Entonces, un chispazo, un golpe de nervios o un torrente eléctrico en la espina dorsal en Marian la hizo casi gritar.
−¡Me pidió matrimonio!
El silencio corrió desde la ventana a tapar las bocas de Marian y el embajador Willson.  El cigarrillo temblaba en la mano de él y ella desvió la vista hacia la ventana.  Decirlo y arrepentirse fue como la explosión y la ojiva deshecha en su objetivo.  Quien hablara primero, se condenaría.  Era el mutuo presentimiento. 
−No puedes hacer eso.
−No estoy casada, no tengo hijos, un día estaré vieja.
Una revelación, un pensamiento tantas veces negado fue a plantarse glorioso en la mente del embajador, y enarbolando el deleite del triunfo o el sacrificio, se lo dijo aplastando su cigarrillo en el cenicero.
−¡Está bien, Marian!  Voy a divorciarme.  Te casarás conmigo.
Marian se agitó en un espasmo de dicha o incredulidad, y él fue a abrazarla y a besar sus labios tiernamente.  Luego se puso de pie y fue hacia la puerta, desde allí le habló.
−Comenzaré los trámites, y hoy, cenaremos juntos.
Giró las llaves, abrió y desapareció.  Marian se levantó entusiasta sin perder su sobriedad, descolgó el teléfono, marcó un número y luego dijo:
−Listo. Va a divorciarse −la otra voz guardó silencio y tras un “Bien” ella agregó− ¿Qué viene ahora?
−Espera órdenes −Y colgó.
Marian también lo hizo y fue hacia la ventana.  Cinco millones de dólares por arruinar la carrera de un diplomático seguía pareciéndole poco, aunque para sus contratistas era ¡algo grande!


viernes, 8 de julio de 2011

Amigos de Oro


Parodiándome, diré que: "Los amigos que yo tengo / valen una fortuna, / porque fortuna es el talento / y talento hay en sus plumas(...)".  No es fácil, aunque honroso, tener lectores de tanta calidad como los tiene y presume Hablapalabra.  Ciertamente la vida me ha permitido que en este espacio estén los que tienen que estar; aquellos que de alguna manera exigen no perder el tiempo, sino, y al contrario, retirarse con alguna satisfacción por lo leído (déjenme presumir de eso también).  Quizá ello nos valió que nuestra escritora amiga:
María  http://poemasrecopiladosdemaria.blogspot.com/  Pensara en A Viva Voz y Hablapalabra -entre otros- para reconocerles como Blog de Oro, cuya significación no me representa más que cariño, hermandad y alegría, a los que añado, agradecimiento y buena voluntad.
El premio es para todos.  Para quienes me leen y siempre comentan, para quienes me comentan a veces, para los que dejan un comentario cuando han publicado algo, para quienes sólo dejan un comentario sin importarles que haya una entrada por leer y sí insisten en que vayamos a leer su fantástico blog, para quienes pasan, leen y no dicen algo, para quienes sólo vinieron a dejar su avatar en Seguidores, y para quienes la vida me enviará por este medio.
Pero, ya que he entregado otros premios a sendos amigos, y siempre elijo blogs diferentes, ahora he hecho esta selección, porque ya estaban destinados a este premio.  Si vinieran más -espero-, tocará a otros.
Amigos míos, les pido que acepten este premio y lo entreguen a quienes ustedes deseen:

miércoles, 6 de julio de 2011

El callejón del diablo

En este callejón es donde mueren la razón y la esperanza, el temple y la coherencia.  Todo vestigio de congruencia pierde aquí su oportunidad y los extraños eventos se encargan de debilitar la fortaleza de cualquier creyente.
Contrario a otros lugares que divagan y recrean a los paseantes citadinos, este paso se evade, así como la sensatez evita, casi siempre, darle vida al temor cuando ya lo tiene enfrente.  Hay quienes aseguran que ni el viento se atreve a cruzarlo, y cuando no puede evitarlo, pasa dando tumbos en las paredes, restregándose en las puertas y crispando los vidrios de las ventanas; después, un quejumbroso lamento, que eriza la piel del más valiente, vuela ululando sobre la arquitectura del silencio.  Otros aseguran haber visto al cadejo, a la llorona y a fantasmas burlones rondar entre la media noche y las tres de la mañana.
Aquí se tejieron a brazo partido de albañiles despreocupados, contratistas de dudosa moral y políticos sinvergüenzas y oportunistas, como ya quedan pocos –en este callejón-, las más oscuras historias de horror y de muerte.
Montalvo, aquel presidente liberal y entreguista, tenía un palacete en el callejón, que según vecinos de la época, fue sepultura para Domínguez, su cuñado y ministro de Hacienda, involucrado en el escándalo de las nacientes aduanas.  También torturaron y mataron allí a Grijalva, un opositor que denunció el asesinato de un rico comerciante, y a Restrepo, colombiano señalado en un complot contra el Presidente y de quien no se supo nunca más nada.  Aquí se dio muerte a Rosenda, fusilada en tiempos de Rivera, acusada por su marido de brujería y prácticas satánicas, que no fue más que un desconsolado ardid para quedarse con sus fincas en la costa atlántica.  También se ahorcó en uno de los almendros del lugar, el padre Osías, atormentado por secretas y anónimas acusaciones que lo señalaban de violador de niños.
Las abuelas lo tenían como el Callejón del Diablo.  Vaguedad que con el tiempo, como las leyendas, fue asentándose en la mente de las gentes hasta convertirse a ciencia cierta en la guarida siniestra del amo y señor de las tinieblas.
Cuentan que una noche, imprecisa y perdida en los registros del tiempo, un joven recién llegado de Europa, adonde su familia le había enviado a estudiar esa nueva disciplina que aliviaba a los pacientes o precipitaba su muerte: Médico de Dientes; por sorprender a los suyos que lo esperaban al día siguiente, decidió al bajar del vapor, no ir a casa sino hospedarse en el Mesón Aurora, que en aquella época, era el hospedaje de gente de buenos pañales que visitaba la capital o iba de paso hacia otros lares.
José Carlos, que así se llamaba nuestro protagonista, aún conociendo las historias de espantos y aparecidos que del lugar se contaban, decidió salir antes de que la iglesia campaneara la media noche, a dar, lo que para él, acostumbrado a otras latitudes, sólo era un paseo nocturno.  Se esbozó en su capa de raso francés, se acicaló el sombrero de copa y salió a enfrentarse al silencio y oscuridad de la noche que reinaba en el callejón de la muerte.
Inicialmente se sintió a gusto de, al fin, recorrer en silencio aquellas calles que de niño le habían visto hacer mil travesuras a la gente.
−Lo peor que le puede ocurrir a alguien que ha vivido afuera tantos años, es regresar a su país y no encontrar un alma en las calles que le diga a uno: Bienvenido muchacho del diablo.
Lo pensó y se echó a reír callejón abajo. Le dio risa el provincialismo de esa gente que se recogía en sus casas tan temprano.
−No es por eso, José Carlos, es que aquí asustan.
No estaba seguro si lo anterior lo había escuchado afuera de su cabeza o habría sido una extensión de sus pensamientos; o quizá, lo más seguro, es que el pensamiento lo repitiera en voz baja creyendo después haberlo escuchado del exterior. Como sea, siguió sus pasos y los detuvo al pie de un almendro.  Su olor llenó de emoción al corazón y recordó los establos de Inglaterra.  Olor a campo abierto y a bestias.  Las hormigas negras y de gruesas tenazas recorrían el tronco de la planta hasta sus ramas y  volvían a esconderse bajo la tierra.
−No te pares bajo el almendro porque allí se cagan los borrachitos...
En el silencio sepulcral de la noche comenzaban a confundirse su conciencia y su lógica.  ¿Lo pensó o alguien lo había dicho?  No estaba seguro.  Frunció el ceño y siguió caminando.  Pasó de largo por el gran portón de la casa Montalvo y aguijoneado por la curiosidad, regresó a plantarse frente a ella.  Recordó cómo con sus primos se escapaban de noche, cuando la vigilancia de sus padres competía con los ronquidos y llegaban con la aventura clavada en los hombros a apedrear aquel portón de madera, ya viejo y siniestro.
−¿Conque tú eras, muchacho del diablo, quien inquietaba nuestro sueño?
¿Lo pensó o lo dijo?  Nuevamente la inseguridad de su pensar o hablar le inquietó y comenzó a producirle escalofríos. Sintió repentinamente un fétido olor que provenía desde el fondo de la tierra.  Miró hacia abajo, aspiró y el hedor provenía justo del lugar donde estaba parado.  Se apartó del lugar y caminó nervioso. El hedor a muerto lo perseguía. Se impregnaba en sus ropas y llenaba asquerosamente toda la atmósfera. Ese penetrante olor que despiden los cadáveres y putren el olfato y voluntad de los vivos.
Decidió no perder la calma. Aminoró el paso, respiró profundamente y se repitió lentamente y varias veces que:  Un hombre egresado de aulas universitarias, que ha cruzado un par de veces el atlántico y que tenía una enciclopedia en la cabeza, no iba a dar crédito a esas historias inventadas por algún farsante decrépito.
−¡Aquí murió el padre Osías!
Esto, seguramente él debió haberlo dicho porque coincidía con el almendro del ahorcado y no habiendo nadie más en el puto lugar, sólo yo tuve que haberlo dichoPorque además...  abrió la boca y movió los labios para asegurarse de que él era quien estaba hablando: ¡Los espíritus y aparecidos son invento de la ignorancia y del retraso!  Así que ¡vayan a joder a otro lado!
¡Lo había dicho!  Se sintió livianamente tranquilo y torpemente lleno de valor por haberse atrevido a hablarle a los muertos que no existían. Sólo él caminaba por el lugar y no había nadie más a quien acreditarle todo lo que en ese callejón se había hablado.
−Aaaaaay.  ¡El padre Osías viene a cogerte...  de la capa!
Antes de reflexionar si lo anterior lo había pensado, dicho o escuchado, zampó una carrera envidiable y en un abrir y cerrar de ojos, estaba en su cuarto del mesón, sudoroso y aflatado, sentado sobre su cama.
Después de unos minutos, al fin se calmó. De esto a nadie una palabra, porque, qué vergüenza: Regresar hecho todo un médico, graduado con honores y buenas recomendaciones, y comentar ahora que lo habían asustado unos ignorantes muertos.  Imaginaba la risa de sus padres que a su vez lo imaginarían corriendo despavorido.  Se avergonzó de la escena.
A pesar de serenarse y dar por concluida la experiencia, ya acostado y arropado en su cama, siguió percibiendo aquel fétido hedor, aquella nauseabunda hediondez que emana de los cadáveres cuando la necropsia apenas comienza. Estiró nerviosamente las sábanas hasta su cabeza y trató de dormir.
Al pie de la cama, sus botines también descansaban de la chocante carrera, las lengüetas besaban el piso y bajo las suelas, una gruesa capa de excremento, seguramente de algún borrachito, seguía atufando la estancia del médico de dientes.



lunes, 4 de julio de 2011

¡Quién puso esto en mi blog!

Gabriela Amorós dijo...
He sonreído de pura sorpresa... Nos involucras soberanamente en la idiosincrasia propia de los juegos de azar pero con toque de cine negro americano, la intriga del póker la urdes con maestría para captar nuestra emoción y cuando nuestra avidez está al límite... zas! apagón. Es allí, en esa inusitada oscuridad cuando urdes el desenlace que no otorgas todavía al lector. Y cuando ya nos relajamos, con iluminación de nuevo, pensando que no hay heridos y que todo se debe a un robo... zas otra vez! la perplejidad en un sólo rostro de la escena se solidariza con la nuestra al descubrir la causa , ¡la desalmada infidelidad!
Me encanta tu prosa amigo, poeta, brillante escritor de relatos.

Un enorme abrazo, mi cariño y admiración.
2 de julio de 2011 16:16
Cuando leyó este comentario, sonrió, el muy vanidoso, tomó su pipa, la bolsa de tabaco y se fue a la cocina (su encendedor falleció hace unas horas y creo que hoy no saldrá a ninguna parte) para, seguramente, fíjense si no lo conozco, llenar allá su pipa, servirse un café y venir a regodearse con el comentario y luego ¡hincharse de arrogancia con los otros comentarios!
Luego, estoy segura, comenzará a visitar a quienes le han comentado y presumirá de sus análisis preceptivos ¡el muy lelo así llama a sus comentarios! Hasta arquea la boca −metida en un feo bigote y barba− y lo dice: “No comentes, Julio, mejor analiza preceptivamente a tus amigos.”. ¡Semejante atorrante!
Sí, acertaron, estoy molesta, muy molesta con él ¡con todos! Pero más con él. Ya sé que les ha dicho que él no crea ni inventa nada, que sólo organiza escrituralmente lo que en su mente aparece y bla, bla, bla, bla, bla. ¡Pero!
Cuando yo y mis cosas, aparecimos en su pigmea mente ¡já! Comenzó a escribir ¡otras cosas!
Primero escribió: “Carmen, andaba malhumorada −mentira, andaba pensativa, que es otra cosa− sacudiendo los muebles en su casa −por dios, trabajo en una casa, no era mía−. Deploraba que su marido −no tengo marido, Josué es sólo un amigo, muy íntimo, eso sí− no la ayudara en esos pequeños detalles que ella apreciaba, como regesar un libro a la librera o llevar un vaso o taza usados a la cocina −si para eso está una−, además su gordura −¡mírenme! ¿Les parezco gorda? Robusta, eso es lo que soy, una mujeraza ¡Robusta!− la tenía incómoda. −Cómo no estar incómoda con tanto invento−. Se sentó en el amplio sofá y pensó en su niñez −es lo que les digo, mentira tras mentira, me senté y pensé en esa niña que nunca tuve, no tengo hijos−, en sus días de colegio −bueno, para qué seguir corrigiéndole la plana a este mentiroso− y en su madre −ahí sí, dije ¡esto no puedo permitirlo! La madre era yo y la niña una imaginación ¿qué es lo que no está claro? ¿Con qué lógica organiza las historias este abusivo? Con razón hay tantos escritores hoy en día−, aquella mujer fuerte y bella −y comenzó a chantajear mi ego. Sí, sabía que estaba obrando mal−, una portentosa mujer que había sabido llevar su soledad −sé que en el fondo, este tipo es una buena persona−, su viudez y los rigores en una sociedad que no abría espacios a una mujer sola, pero ella era valerosa, invencible −en el fondo, verán, me cae bien, es que a veces me irrita−, y sobre todo, la mujer más digna que hubiera sobre la faz de la tierra −es un encanto ¿no creen?−. En los ojos de esta mujer la vida se abría en un rayo azul y tierno que enamoraba a cualquiera, su boca, un verdadero manjar de dioses −es tan lindo este escritor− y su porte entero habría sido inspiración para cualquier dios griego −es el escritor más maravilloso del mundo, yo lo quiero mucho−. Pero, pese a tanta belleza una grieta de amargura la recorría por dentro −aunque no tenga, por supuesto mucha inteligencia− y el egoísmo, ese híbrido que salta de la belleza física deformaba sus sentimientos −no, si es un desalmado− hasta hacerla sentir odio por los demás −jamás he odiado a nadie, bueno, sólo a este diz’que escritor−, hasta que el amor, el amor por Josué la alzó a las estrellas del éxtasis y la pasión −lo que pasa con este escritor, es que es un tontuelo lindo, eso es lo que es−, y fue suya la vida, y fue suya la inspiración de aquel cuerpo atlético −eso es Josué una escultura romana− aunque no fuera libre −¿Qué qué? Josué… Josué…−, aquel hombre estaba casado con una de las mujeres más acomodadas −mentira, mentira, Josué no tiene a nadie− de la sociedad, un matrimonio por conveniencia porque su corazón pertenecía a Carmen −ah, mejor así, las cosas hay que hablarlas claras… ¡Perdonen, los dejo, escucho sus pasos! ¡Otro día hablamos, sólo les advierto que tengan cuidado con lo que les cuenta! ¡Es un gran mentiroso! Adiós−.

¡¿Qué pasó aquí...?!

sábado, 2 de julio de 2011

¡Sorpresa!

Me gustaba aquella casa donde se había organizado el juego de pòker ese fin de semana, pero más importante −lo reconozco− era la excitación de “una anunciada sorpresa”.  Pese a ello, era difícil mantener el equilibrio entre la razón y la emoción, sobre todo cuando la mujer que más te ha interesado en el mundo tiene sus ojos en ti, pero mi turno se acercaba y tenía que estar preparado con una decisión, pagar o tirar mis cartas y perder esa mano. 
No me gustaba eso, sobre todo por la sonrisita estúpida de Karl quien había doblado la apuesta y obligado al siguiente jugador a retirarse.
A mi izquierda, Paul, negando con la cabeza, soltó una bocanada de humo y también tiró sus cartas.  “Maldición”, pensé. Para no delatar mi estado, sonreí a Vivian, quien imperceptiblemente, sin yo creerlo -porque en toda la noche me negó cualquier atención-, hizo un leve gesto de cabeza que interpreté como “Entra, lo tienes frito”. 
Carraspeé y jugueteé con un gusano de monedas en mi mano derecha tratando de ver los ojos de Karl que seguía con su sonrisita altanera y su mirada en el puño de monedas en el centro de la mesa.  Coloqué una fila de monedas frente a mí, y luego otra, y luego otra. 
−Vamos a verte, Karl −dije ufano y alargué todo mi dinero.
El jugador a mi derecha, tiró sus cartas, recogió sus pocas fichas y se retiró murmurando algo.
No sé si mi aliviada postura instaló una tenue palidez en el rostro de Karl, quien ya no sonreía.  Volvió a levantar sus cartas, las puso frente a su cara, me miró fija y seriamente a los ojos, y para mi intranquilidad, volvió a sonreír y también arrastró todo su dinero hacia la apuesta.
En el momento en que mi muñeca giró y mis cartas iban en el aire ¡se apagó la luz!  Hubo gritos y el fogonazo de un disparo.
En la oscuridad busqué a tientas mis cartas pero me topé con otras manos, creí que era Karl y me levanté violentamente sacando mi escuadra.  En ese momento volvió la energía eléctrica y Karl también estaba de pie, frente a mí, con su negra .45 ¡El mantel con el dinero había desaparecido!  Nos  separamos de la mesa y caminamos buscando algún herido, pero todo estaba vacío.  Llegamos a la barra del bar ¡nada!  Revisamos el baño ¡nada!  Debajo de las escaleras ¡nada! Buscamos por todas partes ¡y nada! 
−¿Vivian? −Pregunté alterado, y nada, había desaparecido.
Poco a poco fue regresando el color al rostro de Karl; Paul seguía sentado, como hipnotizado, y al verme sonrió tontamente. Luego unas risotadas desde alguna parte le devolvieron la sinvergüenza sonrisa a Karl, y guardamos las armas. 
Esta era la parte que más me encantaba.  El momento en que los anfitriones salían y aceptábamos haber sido sorprendidos.  Lucas, quien tiró sus cartas y se retiró ya tenía todo planeado y fue él quien, seguramente, aprovechó la tensión en la mesa y su retiro para ir a bajar el interruptor de la luz.
−No se lo esperaban ¿cierto? −Presumió.
−Fue muy buena.  Y la otra semana toca en la casa de Paul −alabó Karl.
Pero Paul seguía sin reaccionar, sólo viendo mi intranquilidad porque Viviana, mi esposa, no aparecía.  Entonces nos lo dijo.
−La sorpresa no era el robo, ni el supuesto homicidio de alguien.
−¿Ah, no? −Dijo Karl, sentándose y esperando una monumental revelación y sorpresa.
−Es tu mujer −dijo, hablándome.
−¿Qué pasa con Viviana?
−Se fue con Nicholas, te abandonó.