Con el poco verano que aún le quedaba en la cabeza,
Sondie, se decidió a ir de pesca, y así se lo hizo saber a su mujer quien al
escucharlo soltó una tremenda carcajada.
-Perdona, mi Artiaquitica, se me olvida –y otra
estrepitosa risotada volvió a poblar el ambiente.
Artia tenía un problema, su marido le causaba mucha risa;
todo era escucharlo y la mujer no paraba de reír. Dos años antes, con sus
sesenta años, Sondie había tenido un accidente automovilístico y una
traqueotomía mal aplicada le regaló la voz del pato Donald.
-¡Cállate, cállate, por favor! –Le suplicaba ahogándose
la mujer.
Sondie, sonreía pícaramente, guardaba silencio y
entornaba los ojos al techo. Cuando Artia se calmaba, sacaba la libreta y
escribía lo que decir no podía. Ella leía.
-Eso ya lo sé, cariño. Pero hoy no puedes salir de casa,
viene el técnico del Cable y necesito que estés aquí.
Habían creado una serie de gestos que ahorraba la
escritura, así que Sondie alzó los hombros que significaba: “¿Pero…?”.
-Pero, nada. Ya sabes que para esas cosas soy bastante
corta… Tú te ocuparás de atenderlo y entender lo que te explique de todos esos
botones del control de la televisión. ¿De acuerdo?
Sondie le apuntaba con su dedo índice y chasqueaba los
dientes. Era su “de acuerdo”.
Hacían una preciosa pareja, ella, con sus cincuenta y
seis años era muy hermosa, y él, apuesto y con una gran personalidad, por
supuesto, toda vez no hablara. Con los amigos del club no había ningún
problema, todos se habían acostumbrado a su graciosa voz, pero otra gente,
extraña al pueblo, no podía contener la risa al escucharle; hubo un periodista
de televisión que fue despedido de la Estación porque al aire sólo pudo hacerle
a Sondie una pregunta y al oírlo –frente a cámaras- no paró de reír ni un segundo.
También le fue expedida una Licencia Papal para eximirle de las obligaciones
que ordena la liturgia, dicho de otra manera, él no tenía que responder a las
alocuciones del sacerdote como el “Y con
tu espíritu”, o “Demos gracias a Dios”
y podía callar todos los “Amén” que
quisiera.
Artia -hay que decirlo- admiraba su poder de concentración y valoraba,
amorosamente, que su marido ya fuera un profesional en guardar silencio sin
aquellos atropellados palabreos del principio que, más a ella, metían en
problemas porque le era imposible contener la risa. Por ejemplo, la primera vez
en la iglesia después del accidente, ya que, en tanto los presentes repetían
las oraciones murmurando, a Sondie se le olvidó todo y exaltado gritó por toda
la nave: “¡Padrenuestroquestásenel…!”,
y la explosiva risa de su mujer contagió a todos, ¡hasta al sacerdote! Artia
tuvo que salir al jardín a calmarse, bueno, varios la acompañaron; otra vez fue
en un cumpleaños y muchas más cuando salían de paseo. A Sondie le costó
comprender y aceptar el efecto que su voz causaba en su mujer, el amor hizo su
parte y vivían felices, el uno para el otro.
Eran los tiempos en los que reinaba la cinta
magnetofónica y el casete, y un amigo locutor, le dio la buena nueva a Sondie:
-Es fácil. Tú hablas al micrófono y la grabación la
hacemos a una velocidad de 7.5 revoluciones, luego la reproducimos a 3.75, o
sea más lento y tu voz sonará normal. ¿Qué te parece? ¿Probamos? -Con los ojos
escandalizados de dicha, Sondie le apuntó con su dedo índice y chasqueó los
dientes.
¡Todo fue un éxito! Pero no bastándole con esa voz que se
parecía mucho a la que lucía antes, y para sorprender a Artia, pasó varios días
ensayando frente al espejo, el lipsing, mímica o playback. Y una noche, la
penúltima de aquel Verano, en la que ya habían acordado una cena romántica, se
decidió a presentarle la grabación a su mujer. La noche era fabulosa; noche en
la que los astros, las velas, un piano suave al fondo y el encanto de estos
enamorados, fue el maravilloso escenario para que él se luciera. Hizo sus señas
de “espera, amor, que tengo un regalo
para ti, cierra los ojos”. Así lo hizo Artia, escuchó un click, el siseo de
la cinta magnetofónica y ¡la voz de Sondie!
Abrió los ojos. Él, sonriendo, ejecutaba a la perfección su mímica y gran
actuación.
-Amada mía, tú
sabes cuánto te amo –se escuchaba desde el aparato reproductor mientras
Sondie movía sus labios en sincronía perfecta-, que toda mi vida está a tus pies y que nada es más hermoso en todo el
universo que tu mirada, tu sonrisa y ese paso de reina cuando vienes a mí
–los ojos de Artia se nublaron y dos lágrimas bajaban por sus mejillas-. Te amo, Artia, te amo y te amo. Perdona mis
bromas, mis tonterías, todo lo hago simplemente, para que tú seas feliz con
este feo que te adora –el corazón de Artia quería soltar todos los teamo del mundo-. ¿Quieres casarte otra vez conmigo? –El siseo volvió al ambiente y
Artia saltó de su silla a abrazar y besar a su marido.
Un largo rato pasaron abrazados y en silencio, el piano y
un grillo cómplice mecían sus cuerpos. Sondie besó tiernamente la frente de su
mujer y ella le besó en la boca. Pero un duende andaba hambriento de travesuras
y dio un pequeño empujón a Sondie y éste lo dijo a viva voz:
-No me has contestado.
Artia explotó en una formidable y estupenda carcajada
mientras el grillo huía por la ventana y el duendecillo saltaba de contento.