A pesar del hermetismo, las implacables órdenes dadas para castigar a los supuestos culpables, avivaron las oficiosas lenguas que volaron a las orejas fisgonas de la comarca y chismosearon el escándalo de la baronesa Ivana. Primero fue encerrar en un calabozo a la cocinera Kuvshinova, posteriormente se mandó a destierro a la costurera Ratnia, y su médico de cabecera, el doctor Vasiliev, había sido despedido, cayendo en un repentino alcoholismo.
Ekaterina lo contó a ocho amigas muy íntimas que a su vez lo contaron a sus otras diez o doce íntimas: “La baronesa, a pesar de no probar bocado en todo el día, engorda, engorda, engorda, engorda y engorda. ¡Si está por reventar! Ya no puede ni levantarse de la cama y llora todo el día. Acusó a Kuvsha de cocinar con excesiva y malintencionada grasa y la embotelló en el sótano; la mujer que enviaron a la Siberia era la sastra acusada de coser sus vestidos y capas con otras medidas, y el pobre doctor Vasili… Un inútil para encontrar la causa de su hipopotamismo”.
En su alcoba, Ivana llora mientras su marido, el pobre Fyodor, enjuto y tímido, la mira con lástima sin saber qué hacer para que su mujer deje de engordar, lamentando que las poleas que mandó a colocar en el dosel de la cama a penas le sirvan para sentarse.
−¡Qué miras, marrano! ¡Sé que te ríes a mis espaldas!
−No, pichoncito, yo no podría reírme de esto. He mandado traer a un médico de San Petersburgo, le he alquilado una pequeña casa donde se ha instalado, y preguntaba si, si no te es molesto recibirlo ahora, está afuera.
−Que entre, y tú ni te asomes.
Fyodor salió de la alcoba e inmediatamente entró el doctor Paramhit, alto, barbado, de piel aceitunada y ojos azules. Ivana se estremeció al verlo, y presintió un complot entre su marido y el recién llegado.
−Vas a estar bien, madrecita.
−¡Pero usted no es ruso! ¿De dónde ha salido usted?
−Lo soy, madrecita, mi madre era hindú −dijo quitándose bufanda y guantes.
−¿Cuál es su nombre?
−Paramhit –dijo molesto el médico acercándose y abriendo un ojo de la baronesa que tembló ante aquel bizarro ímpetu.
−Mis ojos no engor… ¿Cómo dijo que se llama? ¡Es mi cuerpo el que… el que se estira!
−Mi nombre, madrecita, no es importante. Ahora debemos concentrarnos en ti.
−Que es mi cuerpo el que… se agranda. ¿No lo ve usted? ¡Y usted no me tutee!
El médico caminó por la estancia con los brazos cruzados y su pulgar e índice ensortijaban distraídamente la barba, luego de un profundo silencio se volteó hacia su paciente.
−Me han informado que no comes nada hace mucho y, sin embargo…
−Me dilato. ¿Entiende? No engordo, sólo me desorbito.
Paramhit se acercó al pie de la cama, bajó su cabeza en señal de saludo, recogió la bufanda y guantes y salió. Los bufidos y aullidos de Ivana se escucharon hasta la cochera.
−¡Fyodor descarado! ¡Me las pagarás, animal!
Pero el médico no se marchó del castillo, pidió que lo llevaran a la cocina y urgió a dos muchachas a picar cebollas, tomates, ajos, cortar laurel, perejil, triturar semillas de mostaza, pimienta y orégano, raspar una pierna de cordero, desplumar dos codornices y desollar una liebre. Enterado del destino de la cocinera pidió al atónito marido de la baronesa que la llevara a la cocina.
−¡Ivana me matará!
−Muriendo está la madrecita y hay que salvarla.
Seguro de que el médico sabía lo que hacía, ordenó que llevaran a la cocinera, infortunadamente ésta desistió y escapó. Paramhit cambió de planes, entregó a Fyodor las llaves de su domicilio y le pidió que llevaran todos los frascos y bolsas de especias que encontraran en su cocina.
Por la ventana de la alcoba la tarde se despedía con un fulgurante resplandor naranja que alegró los ojos de Ivana, pero el entusiasmo fue tan pobre que un segundo después volvía al llanto y las lamentaciones. Maldijo las poleas, la cama, el espejo tapado, sus brazos, piernas y el deformado vientre. Ella, que en reuniones era admirada por su figura de cisne ahora hasta el blanco marfil de su piel iba transformándose en un odioso blanco, insípido y aburrido.
Cuando el abyecto Fyodor entró, su mujer roncaba, caminó lentamente con un candelabro de tres velas, lo colocó en una mesita al pie del tapado espejo nupcial y se encaminó a cerrar la ventana, el click del seguro que la mantenía abierta despertó a Ivana.
−¿Qué haces descarado, quieres asfixiarme?
−No, gorrioncito, sólo estoy cuidándote.
−¡Hay calor, entiendes! Hace mucho calor.
−Sí, gargolita…
−¿Qué dijiste?
−¡Golondrinita! −Respondió tembloroso Fyodor y añadió− Casi es media noche y puede nevar más tar…
−¿Qué es eso? –Dijo Ivana alcanzando las argollas de la polea y levantándose.
El hombrecito corrió a colocar las almohadas en la cabecera.
−¿Qué es qué, cisnito?
−¡Ese olor! -Fyodor dio dos pasos atrás y bajó la cabeza. ¡Temblaba!
−¡Contesta, rapiña! ¡No te habrás atrevido a liberar a Kuvshinova! ¿Te cocina?
Fyodor sudaba y temblaba, y le abrumaba estar viendo el mismo punto de la alfombra. La puerta lo salvó al abrirse. Aún con sus gorros de cocina las muchachas entraron arrastrando mesitas con gran cantidad de azafates, fuentes y platos bajo una nube de olores deleitosos y suculentos; el aroma de las hierbas, adobos, salsas y aderezos pusieron una catarata de saliva en la boca de la baronesa que no atinaba en si tragar el borbotón de baba, repudiar más a su marido o –si hubiera podido hacerlo- saltar a bendecir a Paramhit que entraba a la habitación con una botella de vino, dos copas y un anuncio:
−A partir de este momento la madrecita comerá todo lo que se le antoje.
El voluminoso estómago de la baronesa se agitó de felicidad, pero su dueña tuvo un conato de moralidad.
−¡Pero se ha vuelto loco!
−Sí, madrecita, estoy loco; he entendido que lo que no mata engorda –Ivana dio un respingo-, y aquello que engorda es lo que al final de cuentas mata. Hasta ahora –añadió haciendo señas a las muchachas para que acercaran las mesitas a la cama de la baronesa y destaparan los manjares− te has negado a comer, creyendo que tu mal es un asunto de dietas, ¡y has engordado más y más y…!
−¡Tapen eso que me van a matar!
−Ahora haremos lo contrario, comerás y comerás y cuando vuelvas a ser aquel cisne admirado en la Corte , haremos un equilibrio entre comida y abstinencia.
No había terminado de hablar Paramhit cuando Ivana liquidaba una pierna de codorniz y eructaba; siguió con un trozo de cordero y llevó a su boca una rodaja de remolacha untada en aceite de oliva para luego dar cuenta de la pechuga de liebre. Su marido seguía temblando, sudando y hartándose de ese punto de la alfombra. ¡Ivana estaba feliz! Comía, ronroneaba, eructaba, sus gruesos dedos ignoraron cubiertos y se volvieron expertos en volar sobre las carnes, ensaladas y salsas. Cuando hubo casi arrasado con la mitad de la vianda, dio un gran suspiro y aceptó la copa de vino que frente a ella sostenía Paramhit; lo bebió piadosamente y con un “gracias” devolvió la copa al médico y volvió a la bienaventurada prescripción. Así pasó la noche, comiendo y bebiendo, eructando y ronroneando. Las muchachas, en algún momento se habían arrodillado rodeando la cama y al amanecer estaban dormidas, el médico las despertó y despidió, e Ivana volvió a eructar. Fyodor le contestó con un ¡salud!
−¿Pero estabas aquí?
−Sí, palomita, aquí he estado –entonces levantó su rostro, abrió los ojos exageradamente y quedó sin habla.
−¿Qué te pasa? ¡Son órdenes del médico!
−Es que…
Paramhit fue hasta el espejo nupcial, retiró la sábana que lo cubría y lo arrastró hasta Ivana, quien se negaba a verse en él.
−Madrecita, estás bajando de peso.
−Mírate, pajarito…
Ivana puso sus ojos primero en las manos que desde hacía rato sentía livianas pero no se había percatado que la delgadez poco a poco llegaba a los dedos, luego se vio al espejo. Aquellos amargos cachetes habían desaparecido, ya se anunciaba su delgado cuello y las ojeras, quizá nunca estuvieron allí.
A partir de entonces Paramhit se trasladó al castillo y atendía la salud de la baronesa con notable dedicación, pero lo que más disfrutaba realmente era estar en la cocina donde había colocado la foto de su madre y una leyenda: “Lo que no mata engorda”.