miércoles, 31 de agosto de 2011

Lo que no mata engorda

A pesar del hermetismo, las implacables órdenes dadas para castigar a los supuestos culpables, avivaron las oficiosas lenguas que volaron a las orejas fisgonas de la comarca y chismosearon el escándalo de la baronesa Ivana.  Primero fue encerrar en un calabozo a la cocinera Kuvshinova, posteriormente se mandó a destierro a la costurera Ratnia, y su médico de cabecera, el doctor Vasiliev, había sido despedido, cayendo en un repentino alcoholismo.
Ekaterina lo contó a ocho amigas muy íntimas que a su vez lo contaron a sus otras diez o doce íntimas: “La baronesa, a pesar de no probar bocado en todo el día, engorda, engorda, engorda, engorda y engorda.  ¡Si está por reventar!  Ya no puede ni levantarse de la cama y llora todo el día.  Acusó a Kuvsha de cocinar con excesiva y malintencionada grasa y la embotelló en el sótano; la mujer que enviaron a la Siberia era la sastra acusada de coser sus vestidos y capas con otras medidas, y el pobre doctor Vasili…  Un inútil para encontrar la causa de su hipopotamismo”.
En su alcoba, Ivana llora mientras su marido, el pobre Fyodor, enjuto y tímido, la mira con lástima sin saber qué hacer para que su mujer deje de engordar, lamentando que las poleas que mandó a colocar en el dosel de la cama a penas le sirvan para sentarse.
−¡Qué miras, marrano!  ¡Sé que te ríes a mis espaldas!
−No, pichoncito, yo no podría reírme de esto.  He mandado traer a un médico de San Petersburgo, le he alquilado una pequeña casa donde se ha instalado, y preguntaba si, si no te es molesto recibirlo ahora, está afuera.
−Que entre, y tú ni te asomes.
Fyodor salió de la alcoba e inmediatamente entró el doctor Paramhit, alto, barbado, de piel aceitunada y ojos azules.  Ivana se estremeció al verlo, y presintió un complot entre su marido y el recién llegado.
−Vas a estar bien, madrecita.
−¡Pero usted no es ruso! ¿De dónde ha salido usted?
−Lo soy, madrecita, mi madre era hindú  −dijo quitándose bufanda y guantes.
−¿Cuál es su nombre?
−Paramhit –dijo molesto el médico acercándose y abriendo un ojo de la baronesa que tembló ante aquel bizarro ímpetu.
−Mis ojos no engor…  ¿Cómo dijo que se llama?  ¡Es mi cuerpo el que…  el que se estira!
−Mi nombre, madrecita, no es importante.  Ahora debemos concentrarnos en ti.
−Que es mi cuerpo el que…  se agranda.  ¿No lo ve usted?  ¡Y usted no me tutee!
El médico caminó por la estancia con los brazos cruzados y su pulgar e índice ensortijaban distraídamente la barba, luego de un profundo silencio se volteó hacia su paciente.
−Me han informado que no comes nada hace mucho y, sin embargo…
−Me dilato.  ¿Entiende?  No engordo, sólo me desorbito.
Paramhit se acercó al pie de la cama, bajó su cabeza en señal de saludo, recogió la bufanda y guantes y salió. Los bufidos y aullidos de Ivana se escucharon hasta la cochera.
−¡Fyodor descarado!  ¡Me las pagarás, animal!
Pero el médico no se marchó del castillo, pidió que lo llevaran a la cocina y urgió a dos muchachas a picar cebollas, tomates, ajos, cortar laurel, perejil, triturar semillas de mostaza, pimienta y orégano,  raspar una pierna de cordero, desplumar dos codornices y desollar una liebre. Enterado del destino de la cocinera pidió al atónito marido de la baronesa que la llevara a la cocina.
−¡Ivana me matará!
−Muriendo está la madrecita y hay que salvarla.
Seguro de que el médico sabía lo que hacía, ordenó que llevaran a la cocinera, infortunadamente ésta desistió y escapó. Paramhit cambió de planes, entregó a Fyodor las llaves de su domicilio y le pidió que llevaran todos los frascos y bolsas de especias que encontraran en su cocina.
Por la ventana de la alcoba la tarde se despedía con un fulgurante resplandor naranja que alegró los ojos de Ivana, pero el entusiasmo fue tan pobre que un segundo después volvía al llanto y las lamentaciones.  Maldijo las poleas, la cama, el espejo tapado, sus brazos, piernas y el deformado vientre.  Ella, que en reuniones era admirada por su figura de cisne ahora hasta el blanco marfil de su piel iba transformándose en un odioso blanco, insípido y aburrido.
Cuando el abyecto Fyodor entró, su mujer roncaba, caminó lentamente con un candelabro de tres velas, lo colocó en una mesita al pie del tapado espejo nupcial y se encaminó a cerrar la ventana, el click del seguro que la mantenía abierta despertó a Ivana.
−¿Qué haces descarado, quieres asfixiarme?
−No, gorrioncito, sólo estoy cuidándote.
−¡Hay calor, entiendes!  Hace mucho calor.
−Sí, gargolita…
−¿Qué dijiste?
−¡Golondrinita! −Respondió tembloroso Fyodor y añadió− Casi es media noche y puede nevar más tar…
−¿Qué es eso? –Dijo Ivana alcanzando las argollas de la polea y levantándose.
El hombrecito corrió a colocar las almohadas en la cabecera.
−¿Qué es qué, cisnito?
−¡Ese olor!  -Fyodor dio dos pasos atrás y bajó la cabeza.  ¡Temblaba!
−¡Contesta, rapiña! ¡No te habrás atrevido a liberar a Kuvshinova! ¿Te cocina?
Fyodor sudaba y temblaba, y le abrumaba estar viendo el mismo punto de la alfombra. La puerta lo salvó al abrirse. Aún con sus gorros de cocina las muchachas entraron arrastrando mesitas con gran cantidad de azafates, fuentes y platos bajo una nube de olores deleitosos y suculentos; el aroma de las hierbas, adobos, salsas y aderezos pusieron una catarata de saliva en la boca de la baronesa que no atinaba en si tragar el borbotón de baba, repudiar más a su marido o –si hubiera podido hacerlo- saltar a bendecir a Paramhit que entraba a la habitación con una botella de vino, dos copas y un anuncio:
−A partir de este momento la madrecita comerá todo lo que se le antoje.
El voluminoso estómago de la baronesa se agitó de felicidad, pero su dueña tuvo un conato de moralidad.
−¡Pero se ha vuelto loco!
−Sí, madrecita, estoy loco; he entendido que lo que no mata engorda –Ivana dio un respingo-, y aquello que engorda es lo que al final de cuentas mata.  Hasta ahora –añadió haciendo señas a las muchachas para que acercaran las mesitas a la cama de la baronesa y destaparan los manjares− te has negado a comer, creyendo que tu mal es un asunto de dietas, ¡y has engordado más y más y…!
−¡Tapen eso que me van a matar! 
−Ahora haremos lo contrario, comerás y comerás y cuando vuelvas a ser aquel cisne admirado en la Corte, haremos un equilibrio entre comida y abstinencia.
No había terminado de hablar Paramhit cuando Ivana liquidaba una pierna de codorniz y eructaba; siguió con un trozo de cordero y llevó a su boca una rodaja de remolacha untada en aceite de oliva para luego dar cuenta de la pechuga de liebre.  Su marido seguía temblando, sudando y hartándose de ese punto de la alfombra. ¡Ivana estaba feliz! Comía, ronroneaba, eructaba, sus gruesos dedos ignoraron cubiertos y se volvieron expertos en volar sobre las carnes, ensaladas y salsas. Cuando hubo casi arrasado con la mitad de la vianda, dio un gran suspiro y aceptó la copa de vino que frente a ella sostenía Paramhit; lo bebió piadosamente y con un “gracias” devolvió la copa al médico y volvió a la bienaventurada prescripción. Así pasó la noche, comiendo y bebiendo, eructando y ronroneando. Las muchachas, en algún momento se habían arrodillado rodeando la cama y al amanecer estaban dormidas, el médico las despertó y despidió, e Ivana volvió a eructar. Fyodor le contestó con un ¡salud!
−¿Pero estabas aquí?
−Sí, palomita, aquí he estado –entonces levantó su rostro, abrió los ojos exageradamente y quedó sin habla.
−¿Qué te pasa?  ¡Son órdenes del médico!
−Es que…
Paramhit fue hasta el espejo nupcial, retiró la sábana que lo cubría y lo arrastró hasta Ivana, quien se negaba a verse en él.
−Madrecita, estás bajando de peso.
−Mírate, pajarito…
Ivana puso sus ojos primero en las manos que desde hacía rato sentía livianas pero no se había percatado que la delgadez poco a poco llegaba a los dedos, luego se vio al espejo.  Aquellos amargos cachetes habían desaparecido, ya se anunciaba su delgado cuello y las ojeras, quizá nunca estuvieron allí.
A partir de entonces Paramhit se trasladó al castillo y atendía la salud de la baronesa con notable dedicación, pero lo que más disfrutaba realmente era estar en la cocina donde había colocado la foto de su madre y una leyenda: “Lo que no mata engorda”.

martes, 30 de agosto de 2011

ALBA



Con entrañable respeto y cariño,
In Memorian a la madre de
nuestro poeta: Eduardo (La vocal abierta).

Ecléctica.  Esa era la atmósfera del salón.  En las paredes un tapiz ocre con el borde verde de hojas y flores, una araña de, quizá, cien almendros de cristal, un piano de media cola Feurich, dos sofás modernos con sillones mullidos en piel, un enorme ventanal que daba al jardín con sus largas cortinas bermellón, y en un rincón una réplica del David de Miguel Ángel, en otro un Corazón de Jesús y más allá un pequeño busto de Beethoven.
Alexis, veía hacia el jardín, hidalgo, serio, en silencio.  Eulalia y Diana charlaban amenamente en uno de los sillones.  La mañana entraba con su refulgente luz en aquel lugar.
−Alexis no tiene buen semblante hoy.
−Deja al diablo en paz, no lo llames −replicó Eulalia y Diana sonrió.
−Un pajarito me contó que −jugueteó Diana con su collar−… fueron novios.
−¿Puede alguien como él haber tenido una novia?  No bromees.
−De ti estoy hablando, niñota.
−¿Cómo se te ocurre que yo…?
−Vamos, chica, que eso fue en otra vida.
−Ah, entiendo.  Eso ya es otro cantar.
−¿Va a seguir con eso, Diana? −Resonó la voz de Alexis desde el ventanal.
Las dos mujeres se rieron, bajaron el rostro y se carcajearon.  Alexis se acercó y sentó en uno de los sillones, siempre serio, adusto y elegante.
−Me parece de muy mal gusto, Diana, esa cantaleta de todos los días.
−No sé de qué hablas, Alexis.  En serio te lo digo −dijo la mejor actriz del lugar, Eulalia−.  Además, no es de caballeros escuchar lo que hablan dos damas.
−Me disculpo −dijo el hombre con un bajón de cabeza−.  Pero ha sido imposible dejar de escucharlas.  A dios gracias aún no estoy sordo.
Eulalia se lo quedó viendo, movió los labios sin emitir sonido alguno, y Alexis se alertó.  Ella siguió moviendo los labios y gestualizando; Diana comprendió aquello y también comenzó a señalar cosas y a mover los labios.  Alexis se alarmó.
−¿Qué dicen? −Las mujeres seguían gesticulando− ¿Es una broma, cierto?
Diana y Eulalia prorrumpieron con una sonora carcajada, y esto sí lo escuchó Alexis quien se levantó molesto y volvió a la ventana.  Ellas no paraban de reír.
La puerta se abrió y como un remolino dulce y sonriente entró Alba dando vueltas con las puntas de sus pies.
−¡Mi hijo me ha escrito!
−A ver, niña, muéstralo −pidió Diana.
Alexis se volteó a las mujeres y tras un gesto de aburrimiento volvió su vista hacia el jardín.  Alba fue a sentarse en medio de las mujeres, cruzó la pierna en un gesto de inconsciente elegancia y mantuvo recta la espalda que a Alexis le recordó una espiga de trigo.  Alba leyó:
−"Bailando se transforma, finge dejarse llevar cuando en realidad es ella quien marca el paso, si intentas mirar a los pies protesta, asegurando que el ritmo está en el corazón y no en los ojos.".
−Eso es hermoso −exclamó Eulalia.
−¡Déjala que lea, mujer, no la interrumpas!
Alexis se acercó a sentarse en uno de los sillones y sonrió viendo aquellas mujeres.  Alba retomó la lectura:
−"Reirá hasta conocer las lágrimas; llorará a trocitos para hacer creer que ríe, sin saber cuánto dolerá su llanto. Será feliz casi sin querer, en ocasiones sólo aparentará serlo…" −bajó la vista y adivinaron que una lágrima asomaba en sus ojos.  Todos guardaron silencio.
−¿Sufre por su hijo, señora?
−¡Por dios, Alexis, cómo no va a sufrir! −Qué crueldad la tuya.
−Hablaba con la señora.
Entonces Alba llevó la carta a sus labios, la besó y lanzó a todos una tierna sonrisa.  A decir verdad, estaba radiante, y habló sin congojas.
−Ya no nos es dable el sufrimiento, y lo sabe Alexis, todas lo sabemos.  Es que Eduardo me enorgullece, y nada más.  Si lo hubieran conocido de niño −entonces volvió sus ojos a la carta y quiso leer, pero un suave quejido hizo que Eulalia la abrazara, y como un murallón soportando un mar represado, se agrietó y Alba rió suavemente, pero los demás sabían que lloraba.
Diana le arrebató la carta, le dio un beso en la mejilla y sonriendo le pidió.
−¿Me dejarías? −Alba asintió, y Diana leyó.
−"La noche le arrebatará el nombre para siempre una tarde de invierno, rodeada de sus hijos, murmurando el nombre de las lejanías, junto al Atlántico −Diana, guardó silencio, luchaba por no llorar, se repuso y continuó−.  Tal vez pienses que presumo de conocerla demasiado, pero te aseguro que todo lo que he dicho es cierto, pues esa hermosa mujer de la que hablo, es mi madre.".
−¿Ven? −Repuso Alba− “Es mi madre”, no dice: “Fue mi madre”. 
Alba fue al centro del salón y comenzó a dar vueltas y vueltas sobre la punta de sus pies tarareando un tango, los demás la imitaron.  Eulalia aceptó el brazo de Alexis y todos bailaron enternecidos por esa carta que supo llegar a esa otra dimensión que transitamos sin saber.

domingo, 28 de agosto de 2011

La Hermandad

Cuando el señor Mcknamara hizo el principal anuncio de la reunión, mi marido −con su pierna− me dio un pequeño golpe en el muslo y me volteó a ver con su risita altanera mientras un sordo murmullo se levantó en la sala; sólo el señor Meir osó, en un acto temerario, hablar sin que nuestro presidente le concediera la palabra.
−¡Inconcebible, señor Mcknamara!  ¡Monstruoso!
−Las esposas pueden golpear a sus maridos cuando estos las agredan −repitió nuestro presidente, el venerable señor Mcknamara, y añadió pausadamente−.  Diente por diente.
Mi marido volvió a darme un golpecito con su rodilla y entonces le di una bofetada.  Un escandaloso silencio se levantó en el salón, y ante las pasmadas miradas me puse de pie y aplaudí a nuestro presidente…  otras me imitaron.
Nuestra asamblea es una hermandad que ha velado durante cientos de generaciones el andamio ético y moral de la comunidad y es presidida por el más anciano quien al morir da paso al próximo abuelo. 
El señor Mcknamara tomó posesión ayer, después del entierro del señor Liang.  Vale destacar que cada presidente imprime a su gestión su propio carácter y estilo, y nuestro actual presidente, quien más parece un príncipe −sabemos que se tiñe el pelo de rubio− con su elegancia y finura, imprimirá, estoy segura, una guía no sólo sabia e inteligente sino estética y de buen gusto.
Mientras el señor Mcknamara explicaba sus fundamentos de libertad, igualdad y hermandad y enfatizaba la tradición machista que a todas luces había fracasado, mi marido, más impotente que en casa, miraba al frente furioso −yo lo conozco al pobre−.
−¡La mujer ha de someterse, cerrada la boca, a los requerimientos, decisiones y autoridad del marido! −Bufó, aún de pie, el señor Meir. 
−Decapítenlo −dijo sin un gesto el señor Mcknamara.
Sonreí y miré a mi marido quien palideció en un santiamén. 
Como todo Estado, tenemos nuestra guardia.  Todos los hijos mayores de trece años pasan a formar parte de ese ejército que sólo actúa en las reuniones semanales.  Mi tonto hijo todavía está en la cárcel −después de dos años− por no obedecer una orden de nuestro presidente, el sabio banquero Taboada, quien murió cinco horas después de su veredicto sin dejar indicios de amnistía alguna, y las posteriores presidencias jamás han tratado el caso.  Nosotros preferimos que así sea, en la cárcel tiene tiempo de sobra para aprender otras cosas que en casa o en la Hermandad no nos atreveríamos a enseñarle.
Los jóvenes se acercaron y tomaron por los brazos al señor Meir quien afligido y suplicante fue sacado mientras con voz ahogada reía y maldecía.
−Es una broma.  Es una broma del señor Mcknamara.  No hagan caso, chicos.  ¡Suéltenme, idiotas!
Luego que los gritos e insultos desaparecieron, un espeso silencio nos tapó la boca a todos y el señor Mcknamara carraspeó, haciendo señas a su secretario, el anciano Olayatarrazaleta, para que anotara lo acontecido.
−Haremos cambios fundamentales en el devenir de nuestra Hermandad para que sobreviva otros cien lustros con más gloria que la vergonzante, he de decirlo, que nos ha acontecido.  Estoy proponiendo a la Asamblea General nuevos Estatutos que cobrarán vigencia, algunos, mientras yo viva, y otros, cuando yo muera.
El viejo Olayatarrazaleta se puso de pie y abrió un libro con tapas de cuero, volteó a ver al señor Mcknamara y éste asintió.
−Una copia de este documento estará disponible para todos −dijo−, pero ahora nuestro presidente quiere enterarlos de los principales puntos que habrán de regirnos −volteó de nuevo hacia el señor Mcknamara y leyó-.  Las esposas podrán golpear a sus maridos cuando estos las agredan pero sin ocasionar amputaciones, traumatismos, excoriaciones mayores, dislocaciones o quemaduras más allá del tercer grado. 
La señora Olayatarrazaleta, antes opaca y callada, se disparó alegre como un resorte y pidió al presidente la palabra, éste se la concedió.
−¿Y el envenenamiento, puede ser?
Nuestro generoso presidente fue contundente para alivio de los hombres en la sala.
−No debe ocasionarse la muerte.  Sólo una lección.  Diente por diente.  Ahora, si él la envenena, y esto se comprobara, entonces el pariente más cercano suyo, en línea directa, sí podrá envenenarlo  −vimos cómo el señor Olayatarrazaleta llevó su mano al cuello y tragó algo, y su señora se sentó dichosa− sin que se exponga a ningún castigo.  Prosiga señor secretario.
−En caso de que el cónyuge fallezca por alguna de estas causas −su voz era temblorosa−, las enunciadas anteriormente, la causante será procesada por esta magnánima asamblea.  En tanto ejerza la presidencia el señor Mcknamara, quedan anulados: divorcios y separaciones para evitar un mal ejemplo a nuestros guardias.
 Un agitado señor Meir entró corriendo a la sala y tras él los muchachos persiguiéndolo.  El señor Mcknamara se puso de pie y con un gesto detuvo a los chicos, y al señor Meir le ordenó que se acercara.
−¿Por qué no se ha dejado decapitar, señor Meir?
−¡Indulgencia!  ¡Clemencia!  −gritaba el señor Meir. 
Nuestro presidente alzó la vista a la asamblea y nos pidió opinión.  Realmente era muy desagradable el señor Meir −había servido en el ejército prusiano y exportaba látigos e instrumentos de tortura−, pero de eso a poner directamente la filosa hoja en su cuello había mucha distancia.  Para alivio nuestro, la señora Meir se puso de pie.
−Decapítenlo −dijo dulcemente la anciana.
El señor Meir prorrumpió con un extraño gesto de risa y llanto.
−Sí, decapítenme, decapítenme −decía mientras bailaba moviendo el trasero y alzando las rodillas.
A propósito, piensen de mí lo que quieran pero, la colita del señor Mcknamara realmente es envidiada por todas, y debajo de sus flojos pantalones se adivinan unas piernas extraordinarias que ya quisiéramos muchas.  Tiene buen cuerpo, aunque su espalda sea fina, y su cintura ¿la he mencionado?  No tiene importancia.  Todo él está bien cuidado, pese a su edad.  Y no hablaré de su voz, una voz, apacible, dulce y afable, no la ronca, áspera, cascada y asmática de los demás.
−Siéntese, señor Meir.
Como, al parecer, no entendía, nuestros guardias fueron a sentarlo.
La sesión pudo continuar entre los farfulleos del señor Meir y de cuando en vez algún golpe en la cabeza que le propinaba la señora Meir con su bolso; mi marido no se volvió a atrever a golpearme con su rodilla hasta que un excelso anuncio nos sacaría de los bostezos, y fue cuando el señor Olayatarrazaleta leyó:
−Al fenecer la actual presidencia una mujer habrá de tomar la presidencia…
Un estallido de aplausos vagabundeó febril por la sala, muchas nos levantamos y como porristas escolares fuimos a adular al señor Mcknamara quien sonreía con infinito placer mientras los hombres estaban congelados en sus asientos con el ceño fruncido. Luego de la explosión de algarabía retomamos la compostura y volvimos a nuestros lugares, así el señor Olayatarrazaleta podía continuar con las buenas nuevas.
Esa noche fue maravillosa, podíamos devolver la agresión a nuestros maridos, y emancipadas, también accederíamos a la presidencia.
Pocos decesos se produjeron en ese período.  Ataques al corazón, derrames cerebrales, colapsos hepáticos y uno que otro accidente: Un hombre prensado en la cochera cuando su mujer retrocedía el auto y no lo vio, el señor Meir se ahogó en la tina sin explicarse la hinchazón de su cara ¡ah, sí, la asfixia!  Y otro hombre que cayó del techo de su casa, vaya a saber qué diablos hacía allí.  Una muerte sí nos afectó a todas, la muerte del señor Mcknamara.
Como nuestra asociación no permite que el mundo exterior entre a contaminarnos −o exponernos a que husmeen en nuestros pocos secretos−, cuando alguien muere sólo se compra el féretro y las mujeres nos encargamos de vestir y maquillar el cadáver, y los hombres de los arreglos de sepelio e inhumación
El ama de llaves del señor Mcknamara nos había entregado un traje gris perla precioso y una corbata de seda azul.  Cuando trajeron su cuerpo nos quedamos solas con él, suspiramos hondo, y manos a la obra.  La señora Meir −que se había vuelto valiente y sagaz− retiró la sábana que cubría el cuerpo y todas quedamos petrificadas observando entre sus piernas; cómo decirlo…  El señor Mcknamara no tenía un apéndice de señor sino una hendidura de señora.  Valga decir que es el único secreto que guardamos en nuestra hermandad. 

viernes, 26 de agosto de 2011

Dulce complot

−“He dicho que en tanto el papa Arnaldo, quien me encarceló meses atrás para casarse con mi hermana no levante las acusaciones que pesan sobre mí y mis dominios, poco o nada puedo hacer para ayudarlos, y que, si Parina, subrepticiamente no me hubiera liberado de la mazmorra, ya ni existiría.  Sea, no viajaré a Trípoli y seguiré oculto hasta que alguien mate a ese monstruo llamado Arnaldo IV” −El monje alzó la vista y enfrentó la dura de Parina−. Verá la señora que es una carta muy comprometedora que su hermano enviaba a Berthold, y que su santidad, aunque de viaje, ha dejado en mis manos resolver…
Parina no lo dejó terminar y se abalanzó sobre él pero el monje esquivó el ataque y se retiró a un rincón del salón.
−Está bien, Thoyano.  ¿Diga, cuánto quiere?  Daré satisfacción a cualquier cantidad que se le ocurra.
El monje se relamió los labios y otro mundo se abrió ante sus ojos.
−Sentémonos, por favor −pidió.
Así lo hicieron, y tras un momento en el que el rostro de Parina no delataba gesto alguno aunque se sabía perdida, el monje lanzó su precio.
−La quiero a usted.
Con una serenidad que impactó al monje, Parina, mirándolo a los ojos aceptó.
−Está bien.  Pero ¿cuál es el trato?
−El trato, mi señora es que, usted será mía y yo guardaré silencio.
Parina se puso de pie.
−A la media noche, en mi alcoba. Y asegúrese de llevar esa carta −el monje sólo asintió con la cabeza y ella se retiró.
El prirreo de grillos y los lejanos ladridos de un perro acompañaron el siseo de la sotana de Thoyano por el largo pasillo hasta que una gruesa mano fue directo a su quijada tapándole la boca y otra a su brazo, que fue doblado y, arrastrándolo a una habitación −débilmente iluminada por una antorcha en la pared−, lo lanzó al piso.  Thoyano estaba espantado, pero más horrorizado cuando vio a su atacante, el papa Arnaldo IV.
−¡Su santidad! −Farfulló temblando y de rodillas.
−¿Cómo te has atrevido, pecador? −Dijo simulando darle una bofetada.
−No entiendo.
−Puse esa maldita carta en tus manos para que hicieras hablar a Parina no para que te acostaras con ella −Thoyano se sintió perdido−.
−Yo, no sabía.
−Escucha −dijo tomando de las barbas al monje−.  Irás a esa alcoba y arrancarás de la boca de mi mujer la confesión de haber liberado ella a su hermano, ese desgraciado de Daverico −el monje sólo asintió y vio escabullirse al papa.
Se puso de pie, realmente afligido, había sido descubierto y luego de cumplir su misión no esperaba menos que un fuerte castigo o quizá la muerte.  Volvió al pasillo, enfrentó unas empinadas y angostas escaleras y se plantó frente a la alcoba de Parina.  Se secó las manos con la falda y dio unos tímidos toquidos.  La mujer abrió.  Jamás imaginó Thoyano aquel hermoso espectáculo de la mujer en camisón, pero no pensó en nada más que entrar a toda prisa.  Se recuperó.
−¡No hay tiempo, señora! ¡Coja usted sus joyas, lo mínimo y huyamos!
Parina fue hasta la cama, subió la falda de su camisón y sonrió.
−¿Aunque no me conoce como mujer, crees que abandonaré al papa por seguirte, Thoyano? Eres un ingenuo.
−Sí, ciertamente soy un ingenuo −dijo mientras iba a arrodillarse frente aquellos muslos blancos y rollizos−, caí en una estúpida trampa que después de cumplir me premiará con la horca o el cepo −Parina se puso seria−. Vuestro marido, el papa, me dio esa carta, fingiendo, ahora lo sé, un viaje y a su vuelta habría de tener su declaración, señora, de que fue usted quien libertó a su hermano.  Debemos huir.  La dejaré donde usted quiera y yo seguiré mi camino.
Desde una ventana en el segundo piso del pequeño castillo papal,  el rechoncho Arnaldo miraba sonriente a dos jinetes que se alejaban raudos.  Se volteó al escritorio donde otro hombre preguntó:
−¿Lo hizo?
−Más pronto de lo que pensé −y se acercó a sentarse frente al otro.
−Entonces, ya no tendré que compartir nada con Parina. Todo es mío.
−Así es, cariño.  Ahora daré muestras de mi humildad y generosidad y te extenderé un Indulto.
−¿Qué haremos con Berthold?
−Dèjalo por mi cuenta, Daverico, ahora a descansar, amor.
Aquellos dos hombres se incorporaron y desaparecieron por una puerta simulada en la pared.



jueves, 25 de agosto de 2011

Eternidad


La marea era apacible, las olas caían calladas en la playa extendiendo su espumoso murmullo blanco, y la brisa olía a sal e inmensidad.  La tarde había empujado hasta el horizonte el gran disco de fuego que abrochaba el cielo con el mar, y esto entusiasmó a las gaviotas que se decidieron acompañar a Aída quien caminaba absorta, abstraída y absurda.  Se lo dijo a sí misma.
−Absurda y tonta.  ¡Mentecata! −Gritó a la par de las gaviotas que graznaban−  Estúpida y lerda −murmuró.
Una hora antes, creyéndola fuera de casa, cuando sólo acomodaba algunas cosas en la cochera, su mejor amiga…
−¿Cómo se puede ser tan idiota? −Recordó la escena.
Su amiga de la adolescencia y su marido ¡hacían el amor!  No cogían ni tenían sexo ¡no!  Hacían el amor ¡en mi cama!”.  Las imágenes se arremolinaban en su cabeza endureciendo su cuello y espalda, y por más que lo pensaba, no sólo no encontraba una solución digna sino que todo le parecía un grotesco y vulgar producto de su ingenuidad.
Soltó una potente carcajada que espantó a las gaviotas y comenzó a erizar las olas.  ¡Y ocurrió!
Ocurrió la tontería más grande del mundo.  Vio a su marido sentado más adelante.  Encogiendo y abrazando sus piernas y luego quedarse quieto viendo la enormidad de un mar que presumía un azul dorado.  Ella se detuvo y lo contempló. 
Seguramente habría arreglado todo en casa, sin dejar huella alguna y llegaba a la playa para ¿serenarse, esperarla?  Era extraño verlo allí.  Caminó lentamente, muy lentamente.  Y su mente comenzó a confundirse,  o su rabieta le jugaba una mala pasada con sólo verlo, porque aún lo amaba.  Y si él pidiera perdón, quizá lo perdonaría “¡Pero no a esa idiota!”, se dijo.
Se acercó a él y se plantó apenas a un metro o dos.  No era ella quien rompería el silencio, no era ella quien propondría el diálogo.  Era él quien tenía la harta obligación no sólo de una explicación sino de pedir perdón.  ¡Sí!  Le daría la oportunidad de arrepentirse.  Mas no lo hizo, no lo hacía.
Aída suspiró hondo y contuvo la respiración, luego soltó la bocanada de aire y un quejido.  Quería llorar, pero no podía por tanta rabia.  ¡Él sí!  Él, sin motivo aparente comenzó a llorar y a soltar pequeños gemidos.
Pese a su dureza y rabia contenidas sintió el deseo de pasar su mano por la cabeza de su marido pero se contuvo.  Sí sintió algo en su pecho y garganta, pero no iba a soltar una sola lágrima ni a mostrarse frágil, débil ni vulnerable.  Él se puso de pie.  Sacó de la bolsa de su camisa una fotografía de ella y entonces, Aída, se petrificó, sintió escalofrío cuando él besó la fotografía y siguió con su gimoteo.  “¿Por qué hace eso?” −Se dijo, y por un momento, por un fugaz momento pensó si su imaginación no le hubiera jugado una mala pasada, y afinó la memoria, recordó bien, sí estaba él y la amiga en su cuarto pero no hacían nada más que recoger cosas ¡sí, recogían fotos y…!
Él se adelantó a las olas y ella lo siguió sin hablarle, pero sí desesperada, como si un hálito de consciencia fuera invadiéndola y tuvo mucho miedo.  El hombre caminaba pesadamente y ella observó las huellas en la arena, luego él se detuvo volvió a besar la fotografía y la lanzó al mar con un:
−¡Descansa, amor mío!
Llevada por un presentimiento hizo lo que no debió hacer, volteó su cabeza y entonces lo supo, sólo había huellas de él ¡pero ninguna suya!


martes, 23 de agosto de 2011

Anodina Idiota

El espejo no le mentía, era bellísimo, ¿un adonis? ¡Por favor! Aquél era una grotesca invención, y se lo dijo a su espejo perfecto −porque habría de serlo para refractar tanta hermosura sin perder un ápice de la beldad que refulgía−.
−Adonis no existió, ¡yo sí! ¡Por dios, tanta guapura es imposible, pero aquí estoy! Como dijo… −frunció el ceño− ¡Chespirito! No, Cantinflas. ¿Serrat, Sabines? No importa, alguien tuvo que haberlo dicho: “El secreto de la belleza está en la belleza de su secreto”. Eso, papito divino −y se guiñó un ojo−.
Fue hasta un ropero viejo y sacó unos pantalones en los que se esforzó en meterse y cuando lo logró volvió al espejo. Observó el pequeño bulto entre sus piernas y sonrió. Se lamió los labios y volvió al ropero a sacar una camisa, se la puso y comenzó a abotonarla desde abajo; miró su pecho y se relamió los labios.
−Por algo las tengo locas −se dijo, y decidió que los botones superiores no entraran en los ojales−. ¿Qué se sacarán éstas con quedáreseme viendo en la calle? −Pasó su lengua por los labios−. ¿Y cómo no hacerlo con este monumento que las impacta?
Regresó al ropero. Tras probar dos o tres cinturones −que hicieran juego con sus zapatos− se decidió por uno de hebilla ovalada. Luego, de la puerta donde tenía colgados varios collares, eligió uno con una cruz de metal y lo colgó al pecho.
−¡Perfecto! −Se maravilló y procedió a elegir la colonia del día− ¡Woooaaaw! −Exclamó− ¡Pero de dónde ha salido este angelito que las mata, y con este olor que las pierde! −Sonrió y salió de casa feliz−.
El día era estupendo, luminoso y sin viento. Vio cruzar la calle a una conocida y apuró el paso hasta darle alcance.
−¡Kristy!
−Hola…
−Wooooaaaw. Pero si estás de linda hoy.
−Gracias. Disculpa que no me detenga. Me esperan en la oficina.
−Besitos, nena. Ya sabes que siempre estoy, y que tú estás en mi tiempo; porque el tiempo es lo que somos, sólo él nos dice cuando caminamos. Y caminar no es sólo ir…
−Bien −dijo la chica−. Te veo luego. Chau −y se retiró.
−¡Qué lindo ser amado, deseado! −Murmuró viendo aquellas caderas alejarse. Siguió su camino.
Luego fue directo a La rosa veneciana, un café entre Independencia y Los Esclavos, y al entrar escaneó con su vista el salón descubriendo a un escritor conocido, fue hasta él.
−¡Cómo está mi poeta favorito! −El hombre alzó la vista y se sintió en la bochornosa obligación de suspender la lectura de un libro, sonrió con diplomacia y lamentó que el otro se sentara sin más ni más− ¿Qué lee?
−No ve la…
−Ah, una novela ¿de quién?
−Digo, si no ve la pasta. Julio Cortázar.
−A mí me gusta Spiderman, y… ¡Espere, espere! ¡Corin Tellado!
El poeta quedó serio y bajó el mentón cuando el muchacho hizo señas al mozo para que le llevara un café.
−¿Sabe? Acabo de escribir un poema. ¡Qué belleza de poema! Se lo digo, la gente a la que se lo he leído se muere −hizo una pose de bardo y aburrió al poeta−. Son tus ojos, esa mirada. Y tu boca esa voz. Es tu cuerpo cuando camina, woooaaaw −interrumpió−, es que oiga esto. Tu cuerpo cuando camina, siempre va. ¡Qué le parece! ¡Es que es fantástico! ¡Es maravilloso!
Aquél hombre creyó entonces en karmas, en deudas psicóticas y en el infierno.
−Y tengo muchos, y cuentos, y novelas, y obras de teatro, y ensayos…
−Bien, lo felicito −interrumpió el poeta−. Bien.
−Mire, además tengo un blog que, wooooaaaw, si viera usted, las tengo locas, más cuando me tomo una foto y la “posteo” ¡se vuelven locas!
Antes, a los poetas se los perseguía, se los encarcelaba…
”¡Hoy nos mandan idiotas para torturarnos!”. −Pensó el poeta.
−Se llama −prosiguió el adonis− ¡Acogida-Impronta! ¿No es genial? Pero le cambio nombre seguido. ¿Qué le parece?
−¡Anodina idiota! −Se le escapó al poeta agobiado.
El muchacho abrió los ojos como ostras, hizo señas al mozo de ya no querer nada y se levantó extasiado.
−Anodina Idiota. Woooaaaw ¡Es un buen nombre para mi blog! Me gusta, ahora voy a cambiarlo. ¡Anodina Idiota! Bien, estupendo. Chau −y se retiró exultante.
El poeta lo vio, a través de las vidrieras, cruzar la calle, moviendo las caderas, los hombros, alzando los brazos y tratando de atraer a las chicas que lo rehuían.
”Cuánta basura nos rodea”. −pensó, y retomó su lectura.

lunes, 22 de agosto de 2011

Dormir o no dormir


Cuentan que, una noche de verano, el señor Rovira se negaba a dormir; pese a que sus párpados le caían sobre las húmedas esferas oculares −ojos, las llaman−, él se negaba rotundamente a ir a la cama.  Su pesado cuerpo, tibio y lejano, había dejado de pertenecerle y sólo su consciencia estaba en la realidad, todo lo demás ya había traspasado ese otro mundillo que han dado por llamar onírico.
Pero él seguía en la vigilia, o digo, su mente, porque su cuerpo, como antes  quedó afirmado, ya no le concernía y, sentado en el sofá del living se negaba a ir a la cama.  Sólo requería un gamo de voluntad, levantarse y caer en el mullido colchón ¡pero no!  El sueño no iba a vencerlo.
A lo lejos le llegaba una voz, pastosa, muy lenta, y por la ranura de sus ojos −que eso quedaba ya de ellos, una pequeña ranura− veía a su mujer, Inmaculada, hablándole algo.  La veía en cámara lenta, alejarse y acercarse, llevándose las manos −len t amen te− a la cabeza y diciéndole algo, entonces se producía una ligera conexión entre su cuerpo y su mente y movía una mano. 
−Dé ja te de ton te rías −decía la mujer metida en un transparente camisón.
El señor Rovira movía pendularmente su dedo índice.
−Me vas a vol ver lo ca −y la veía irse lentamente.
Entonces se producía el descalabro ¡pensamientos invadiendo su consciencia!  Su propósito, o despropósito, era llegar a blanquear su mente, ese estado que −según le había dicho su compadre− era el ideal de un ser iluminado.  “Dormir es ensayar la muerte”, le dijo su mente, él movió la cabeza asintiendo ¡y lo lamentó! Era un absurdo hablar con su parte consciente porque en él −también lo había dicho el compadre− se colaba el Ego, un demonio que quería llevárselo a la tumba, y todo comenzaba con quedarse dormido que es “un ensayo a ser cadáver”, pensó.
La mujer volvió a aparecer lentamente trayendo algo en su mano ¡un teléfono móvil!  El señor Rovira intentó abrir un párpado pero desistió y siguió observando aquello por la ranura de sus ojos.
Ella −la señora Inmaculada− le hablaba señalando el teléfono móvil.
−Lla ma ré al no ves cien tos on ce −entendió que decía.
Él encogió los hombros y una corriente eléctrica volvió a unir todas las partes de su cuerpo, lo cual lamentó, porque ahora le costaría mucho trabajo volver al estado de abandono y alejamiento.
Remotamente escuchó que su mujer repetía a alguien la dirección de su casa, pero él no sería amedrentado así llegara el ejército.  Intentó (¡otra vez esta palabra!) respirar hondo y un asomo de tos lo detuvo, siguió con la respiración corta y continua, y ni siquiera hizo un gesto cuando un hilito de saliva resbaló por la comisura de sus labios.
La señora Inmaculada (ahora me doy cuenta de lo raro de esta frase) fue a sentarse frente a él.
−Lis to, man da rán u na am bu lan cia −escuchó que dijo.
El señor Rovira decidió entonces que era suficiente, que se levantaría del sofá e iría a su habitación, se desvestiría y se acostaría como cualquier otro mortal sobre la faz de la tierra (esta frase se ha repetido millones de veces, pero bueno, no puedo estar escribiendo y corrigiendo) y cuando quiso levantarse ¡nada!  Ciertamente su cuerpo ¡no le respondía! 
Por un momento se afligió, sintió un poquito de miedo pero prontamente la dicha alcanzó su consciencia ¡lo había logrado!  ¡Ahora no tenía cuerpo, sólo consciencia!  Y según su compadre, era el inicio del camino de luz.  Sonrió.
−Sin ver gü en za −dijo la mujer levantando en cámara lenta su puño.
Él quiso hablar y sólo una guturación entre perrito, chimpancé y elefante salió de su garganta.
−Y el com p adre no vuel ve a en trar a quí −amenazó la señor…  su mujer, luego añadió−. ¡Bor ra chos!
El señor Rovira sonrió, o hizo una mueca, y la mujer lo perdonó.  Lo tomó de los brazos, lo jaló con ímpetu y diciéndole hasta de lo que iba a morir se lo llevó trastabillando a la cama.







sábado, 20 de agosto de 2011

Vida de muertos

Me da tanta risa eso que, cuando ocurre, me resulta imposible evitar una estruendosa carcajada que a más de uno también hace sonreír; eso sí, quien me provoca la risa me mira con ojos endemoniados, recoge lo que se le ha caído y por un tiempo no me voltea ni a ver.
−Ya verás cuando estés más viejo −me reprochó una vez el coronel Richmond cuando una pantorrilla se le desprendió mientras se despedía; quiso dar una media vuelta marcial y ¡crack!
Otra vez fue doña Rosaura ¡perdón!  Digo, doña Rosaura Videla de Penados y Rosito, ella descansa en uno de los mejores mausoleos.  ¡Se le desprendió la mandíbula!  Y yo no pude menos que gritar riéndome, primero porque me espantó, luego porque me pareció muy graciosa la cara de la señora sin la mandíbula inferior.
−Ve a reírte de tu abuela, imberbe coprófago −dijo cuando se hubo acomodado la mandíbula.
Después de mi asustada risotada,  le pregunté al profesor Forero ¿qué diablos era aquello de imberbe coprófago?  Y cuando me lo dijo agradecí a la santa señora.
−¿Gracias? −Me reprochó−.  De modo que puedo decirte: Energúmeno zoomorfo, y tú, “muchas gracias”.
Voltee a ver al profesor y éste me cuchicheó: “el número que yo morfo, de comer”.
−Muchísimas gracias, doña Rosaura.  Es usted muy amable.
En el cementerio la pasamos bien, al menos en éste.  No tenemos problemas de ninguna índole ¿se imaginan?  Problemas en vida y seguir con ellos después de ella.  Sólo algo nos altera un poquitito, Carlo, este muchacho que se ríe cuando a alguien se le cae una pieza del cuerpo, y, cuando digo muchacho es un decir, realmente llegó aquí hace ya más de cincuenta años, pero hasta hace poco comenzó con esas disparatadas carcajadas.  No es malo; Carlo, no le falta el respeto a nadie, bueno, salvo lo de sus jolgorios.  Yo lo comprendo porque una vez me lo dijo:
−Si no es maldad, profesor, es que primero me asusta y esa sensación luego se transforma en risa nerviosa.
Entonces me contestó que tratara de tratar un tratamiento de no sé qué, ya ven cómo hablan los que han estudiado mucho.  Pero ¿qué harían ustedes si están hablando con alguien y se le cae una oreja o la nariz? Yo me asusto e inmediatamente suelto la carcajada, pero es que me perturba, puro nerviosismo, no maldad. 
Porque la maldad no existe, y esa confianza hizo de don Mariano un ser dadivoso, solidario, emprendedor y amoroso con todos.  Ahora, allá con nuestro Señor, quien lo recibe con los brazos abiertos, seguirá atento amorosamente a su familia y amigos.  Ruego pues, resignación a su esposa, hijos y nietos.  Descanse en paz don Mariano de la Cerda y Gonzáles, amén.
−Señores, señoras −pidió el profesor Forero−.  Permítanme presentarles a don Mariano…  ¿Don Mariano… de dónde dijo?
−De la Cerda y Gonzáles −completó tímido el recién llegado a la necrópolis.
Al profesor no le quedó claro de dónde llegaba don Mariano, y tras unos segundos vacilando siguió con su discurso.
−Pues don Mariano que viene de la vida ¡sí, que viene de la vida!  Seamos buenos compañeros con él y sirvámosle servicialmente en lo que a él le sirva para su servicio.
En ese momento a uno de los presentes se le ladeó la cabeza y tras un “¡uy, uy, uy, uy, uy!”, la cabeza se desprendió de su dueño, pero Carlo fue ágil y evitó que cayera y se estropeara, mas cuando vio la cabeza en sus manos lanzó un tremendo grito −y la cabeza− y se puso a carcajearse.  El coronel Richmond atrapó la cabeza y fue con su dueño a colocársela, mientras Carlo tuvo que alejarse para dar rienda suelta a su risa.
−Usted no se preocupe, don Mariano, son cosas, cosas del tiempo en algunos compañeros, se pierden cartílagos, músculos, y la reacción de este muchacho es siempre esa, reírse ¡pero de miedo y nervios, nada más!
−¡No! −Corrigió doña Rosaura− es un disoluto insolente.
Un impresionante silencio se hizo y Carlo se acercó al profesor a preguntarle por lo de “disoluto insolente”, a contestar iba el docente cuando un ruido anunció que su clavícula izquierda caía con todo y brazo ¡y de vuelta Carlo a las risotadas! 
En cualquier momento caía una mano, una rodilla, un pómulo, una parrilla de costilla y ¡hasta cabezas enteras! Y el muchacho no podía parar de saltar y carcajearse.  Todo el día fue correr a reparar a alguien devolviéndole un hueso o una pieza completa entre las risotadas de Carlo, quien, para extrañeza de todos, se desplomó de improviso y cayó sobre una lápida ¡estaba muerto!              
−¿Muerto un muerto? −Reclamó el juez de instrucción al enterrador, quien sólo se encogió de hombros.
El caso es que uno de los residentes de la Necrópolis Vida Nueva, un tal Carlo Alegría, estaba fuera de su ataúd y mausoleo.  El juez, no habiendo indicios que apuntara a un “saqueo delictuoso” ordenó que todos los inquilinos del lugar fueran investigados, tumba por tumba.
−Lex dura lex −repitió pomposamente el señor juez al enterrador y se retiró.

viernes, 19 de agosto de 2011

Amado rey

−No quiero que vaya, mi señor.
−¿Cómo os atrevéis?
−¡Por el amor que os tengo!
Walher guardó silencio.  Se levantó y fue hacia Illia quien permanecía con la vista al piso.  Con su mano levantó el mentón de la mujer y contempló su extraordinaria belleza.
−No puedo faltar a mi palabra −Illia lo abrazó sollozando−.  No puedo.
−Otros ya lo han hecho, mi señor.
−¡Pero no este rey!
−Mandad un mensajero a mi padre, yo podría también ir.
−¡No!  Si aquel ha visto como una ofensa vuestra unión conmigo, si vuestros hermanos han jurado matarme, si vuestro corazón ha preferido este pequeño reino a la fastuosidad de vuestra familia, es mi deber defenderos.
Illia se arrodilló y se abrazó a las piernas del rey, su esposo, y lloró.  Walher −contrario a todos los decretos que le prohibían arrodillarse y no habiendo nadie en el salón, también se postró para abrazarla−.
−Paloma mía, ángel mío.  No veáis esto como una tragedia sino como una muestra de nuestro amor.
−El ejército de mi padre −sollozó Illia−…
−Lo sé.  Diez veces más grande, pero más grande es este amor.
Illia lo abrazó y lo besó.  Lágrimas y quejidos en aquellos dos jóvenes y bellos rostros flotaban en un cuadro de ternura y devoción, hasta que dos manotazos en la puerta del salón real los incorporó.
Pirdyen, el secretario del rey, entró con su séquito −tres hombres que lanzaron una hipócrita sonrisa a la princesa del feudo enemigo y ahora reina consorte− y tras una genuflexión pidió hablar, el rey con su mano lo autorizó.
−Malas noticias, majestad.
−¡Entonces desapareced!
Walher se adelantó a Pirdyen y éste sintió un halo de temor en sus entrañas.
−Estos son tiempos de guerra −alzó la vista hacia los otros hombres quienes se alarmaron−.  Tiempos de lealtad y valor.  Aquellos que no sirvan, que se aparten de mi camino  −Pirdyen, entonces, mudó el gesto y sonrió−.
−La ignorancia, mi señor, ha sacado de mi boca una sandez.  Lo que debí decir es que, por el momento, tenemos un pequeño escollo −dio un pequeño brinco que a Illia le pareció más propio de un bufón−, ¡pero que será subsanado sin molestar a su majestad!
−¿Y cuál es ese “pequeño escollo”? −Reclamó con firmeza Walher.
−Caballos, mi señor.  No tenemos suficientes.  Además, sólo un centenar de ballestas…
La voz del rey resonó en todo el salón y heló la sangre de los recién llegados.
−¡Entonces servid vosotros de caballos!  ¡Inventad ballestas!
Un silencio, un breve pero substancial silencio precedió la genuflexión de los cuatro hombres y un brillo de orgullo en los ojos de Illia acompañó a aquellos, quienes salieron fingiendo sumisión y alegría.
Al siguiente día, cuando el puente levadizo del castillo cayó a tierra, la visión impactó al rey, todo el pueblo estaba esperándole.  Campesinos, comerciantes, artesanos, mujeres y algunos jóvenes al verlo gritaban ¡viva el rey! ¡Viva nuestro rey! 
Salió Whaler con su pequeño ejército y habló a su pueblo.
−¡Regresad a vuestras casas!
Pero un hombre alzando una improvisada lanza dio unos pasos y habló por todos.
−Preferimos morir con vos y no tener otro rey.
Whaler sintió algo en su garganta y sintió por un momento que sus ojos le harían soltar aquellas lágrimas que desde jovencito había reprimido.  Ciertamente se quedó sin palabras.  En mucho ayudó que de un costado del castillo un caballero, luciendo una armadura de plata con penachos azul y grana −cabalgando un tordillo bayo−, se acercara a él acompañado de otros jinetes armados.
−¿Quiénes sois vosotros? −Urgió el rey.
El caballero levantó su yelmo para asombro del rey y su voz avivó, en una ensordecedora alegría, al pueblo y a su ejército.
−¡Illia, vuestra reina! ¡Prefiero morir con vos y no tener otro rey!
Whaler, sus soldados y el pueblo, supieron entonces que la victoria estaba asegurada.

miércoles, 17 de agosto de 2011

La anciana

Marcos iba cansado, no tanto por los días de cabalgadura, sino por la traición; la ingratitud le agobiaba.  Estaba seguro de haber herido de muerte a su primo, el capitán Osuna, del piquete de dragones del rey, por haber querido abusar de Marta, su mujer, ella misma se lo había dicho llorando.  Pero no lo tenía del todo claro −todo en su mente era nebuloso−, lo que sí tenía presente era que el otro quiso abofetearlo con su guante ¡en su propia casa! Y en un impulso rabioso le hundió su propio puñal en el vientre.  Sin más que hacer corrió a su caballo.
Se acercó a un pequeño río, desmontó y dejó que la bestia saciara la sed mientras él lavaba su cabeza y se tiraba en la grama.  La tarde caía con todos sus ruidos, el murmullo del agua que pasaba, los trinos, el fulgor dorado en los follajes y su cansancio.  No supo en qué momento se quedó dormido hasta que el frío de la noche le hizo despertar, vio el cielo tachonado de estrellas y se alarmó al no ver a su caballo.
Comenzó a caminar bordeando el riachuelo con los oídos atentos a cualquier ruido de su caballo, pero nada.  Más adelante divisó una pequeña ¿cabaña, cobertizo, casa?  Con dos ventanas iluminadas y el techo de dos aguas.  Al acercarse notó que era una cabaña y, en lugar de ir a la puerta, prefirió ir en silencio a husmear por las ventanas.  Adentro, una anciana parecía dormitar en una mecedora.  Sobre una mesa un quinqué y en una de las paredes una pequeña lámpara cuyo aceite estaba terminándose.  Decidió esperar por si aparecía alguien más, pero después de un largo rato fue hasta la puerta y tras dos palmadas en el postigo la puerta cedió.
La anciana se volteó a él.
−¿Qué haces allí? −Le dijo sonriente.
−Mi caballo −fue lo único que atinó a decir Marcos mientras la anciana le hacía un gesto con su mano para que pasara.
−Siéntate, estarás cansado −él asintió en silencio, se sentó y ella sirvió de una jarra un vaso de vino, la llama del quinqué tembló.
−No me quedaré aquí −advirtió mientras daba un gran trago al vaso de metal−. Tengo que seguir mi camino.
La anciana fue a sentarse en otra silla a su diestra y del mismo vaso dio un sorbo y tosió.
−Lo hacía mi marido.
Él convino en dar una pequeña charla y luego marcharse.
−¿Murió?  −Ella asintió mirándolo fijamente a los ojos, luego resolvió−  Se fue cuando mataron al capitán Osuna.
Marcos se puso de pie intempestivamente casi tirando la silla y sintiéndose en una trampa.
−¿Qué te pasa?  Eso fue hace más de veinte años.  Entonces vinieron con sus fusiles y botas a buscar y revolverlo todo −hizo un pequeño silencio, sonrió y añadió misteriosa−.  Un tonto que simplemente escapó.  Nunca más regresó.
Quizás él, en su huida, había estado dando vueltas en círculos y los del piquete llegaron allí con la noticia buscándolo y la anciana creía que eso había pasado hacía mucho tiempo.  Volvió a sentarse.
−Lo siento mucho.
−¿Por el vino, tu caballo, el capitán Osuna? ¿Qué es lo que sientes mucho?
−Lo de su marido −dijo llevando el vaso a su boca.
−Marcos era un tonto −él volvió a alarmarse, ¿fue coincidencia su nombre?−.  No sé de dónde sacaría que su primo, porque eran primos con el capitan Osuna, quería violarme ¡no!  Que tenía relaciones con él.  Eso me dijiste una vez borracho.  Entonces yo me iba a acostar y −Marcos sintió un vacío en el estómago− te dejaba hablando solo.
−Pero eso fue hace mucho tiempo −dijo ignorando la tontería de la anciana que a veces creía que hablaba con su marido muerto.
−Sí, y nunca lo volví a ver −la siguiente frase lo paralizó−.  Hasta hoy.
−¿Está aquí?  −Dijo temblando.
−Por supuesto que está aquí.  No te enteras de nada.
Marcos se levantó y entonces, y sólo entonces, reconoció en la anciana a Marta, su mujer, y volvió a sentarse.
−Ya me reconociste, ¿verdad?  −Marcos asintió con la cabeza−. 
La mujer se puso de pie, caminó hacia la ventana y se lo dijo.
−Juré que no me movería de aquí hasta que regresaras, y Marta tuvo y tiene palabra −Marcos comenzó a envejecer, lo notó en sus manos−.  Se llevaron mi cuerpo, pero yo me quedé aquí a esperarte.
Cuando ella se volteó al viejo Marcos el quinqué y la lámpara en la pared se apagaron.


lunes, 15 de agosto de 2011

La Fuente de la discordia

En Abrin, un pintoresco pueblo en el Danubio norte, existe desde el siglo II una fuente que, según Elódroto, fue construida por Glova, aunque Bergman asegura que lo hizo Adriano, pero que tiempo después los tracios macedonios destruyeron −según Elódroto− o los cedanios de los Balcanes, afirma Bergman, y, aunque fue reconstruida por los dárdanos, según Elódroto, o por los megarenses, según Bergman, la fuente sigue engalanando Abrin con sus hermosas piedras llevadas desde una cantera de la región de los getas, según Elódroto y no del venero Escitia en el río Dniéster como sostiene Bergman,
Alrededor de esta preciosa fuente, de carácter religioso, según Elódroto, o símbolo masónico, según Bergman, nació una leyenda, según Elódroto, o un mito, según Bergman, en la que Eptaliz, diosa del amor en Panonia, según Elódroto, o diosa de los conjuros eróticos en los pueblos de las tribus del sur, vecinas de los griegos, según Bergman, se enamoró de Nindi, el cazador de fulgores −según Elódroto−, o el sacerdote del equinoccio de primavera −según Bergman−, haciéndose pasar por una pastora −según Elódroto−, o por una artesana de cuero −según Bergman−.
Cuenta la historia que Eptaliz llevó al joven Nindi hasta la fuente, según Elódroto, o con engaños lo citó, según Bergman, y allí, arrobado por el ruido del agua −según Elódroto− o furioso porque la muchacha no se encontraba −según Bergman−, el cazador de fulgores o el sacerdote del equinoccio de primavera se suicidó −según Elódroto−, o enloqueció y se tiró dentro de la fuente −según Bergman−; ello explicaría el color rojizo de sus aguas −según Elódroto−, o anaranjado −según Bergman−.
Pero para los orgullosos pobladores de Abrin, toda esa historiografía en torno a la fuente no es más que una ridícula discusión entre Elódroto y Bergman que ralla en el absurdo, principalmente, porque la dicha fuente no existe, no existió y no la construirán sólo para substanciar lo escrito por estos historiadores.

sábado, 13 de agosto de 2011

¡Lojar, lojar!

Mugostom, era, infantilmente, el peor ejemplo de la paciencia y la serenidad.  Hiperactivo, malhumorado y nervioso, ninguna de sus mujeres lo quería, pero era alto, fuerte y, entre los erectus, el más incansable. 
Una vez un muchacho se acercó a él y aquél por saludo le arrebató la lanza.  La observó largo rato.  El chico había incrustado dos garras de cocodrilo en la punta asegurándolas con vueltas y vueltas y vueltas y vueltas de tallos secos.
Él sólo movió la cabeza negativamente, la tiró al suelo y salió corriendo.  El joven la recogió y examinó la punta, pensando en todo el tiempo que le había costado afilarlas.  Mugostom regresó con su lanza y la punta la puso −peligrosamente− frente a la cara del muchacho; éste se retiró un poco y la observó con un resplandor de miedo.  Era una piedra negra, también afilada durante mucho tiempo, puntiaguda y seguramente muy cortante.  La sacudía violentamente y gritaba enojado.  Comprendió Morgs −que así se llamaba el chico− que le decía “inútil o algo parecido”.
El muchacho le hizo un gesto, sin sonreír pero amable, y más se enfureció el otro.  Morgs se sintió atrapado, aunque presumió su liberación cuando una de las mujeres del enorme erectus, llegó por detrás y, quizá juguetonamente, saltó sobre la espalda de Mugostom quien dio un rugido y la mujer fue lanzada contra el chico.  Los dos cayeron al suelo, siendo el más lastimado el jovencito. Mugostom se marchó gritando cosas.
La mujer le ayudó a sentarse y entonces él sintió el dolor de espalda.  Ella se acurrucó a la par y comenzó a hurgar en la adolescente cabeza.  Él, ciertamente, no quería ocasionar molestias pero aquello lo excitó instantáneamente.  Ella se dio cuenta, y volteó a ver al padre del chico que los observaba limpiando el hueso de una caza vieja.
−Lojar −le dijo guturalmente la mujer casi ronroneando, y eso para ellos significaba, cómo decirlo, pues es algo así como, ¿cómo decirlo? Pues, este, ¡copular!  Sí, copular.
Él negó con la cabeza.  ¡Por qué hacen idioteces los cavernícolas jóvenes!
Ella lo jaló del pelo hacia su cuerpo, y con las piernas abiertas se contorsionaba ¡mentira! Se movía salvajemente ¡Qué fuerza más impresionante la de esa mujer! ¡Era un remolino, un huracán, una tempestad, una bomba, una troglodita impetuosa!
−¡Lojar, lojar, lojar! −Repetía como loca.
Cuando ocurrió lo que ocurrió −y ella más se movía (y el chico también)−, volteó a ver a su padre quien ya era acompañado por otros muchachos y muchachas como él, que se reían nerviosos; siempre miraban eso con cualquiera en la cueva, pero era la primera vez que veían a Morgs en aquellos menesteres.  Morgs, entusiasmado, volvió a la carga, con la molestia que significa que una mujer no le soltara los cabellos; luego se dio cuenta que no era ella quien apretujaba su melena sino la poderosa mano de Mugostom.
Creyó desfallecer, y algo de él −adentro de aquella mujer− ¡desfalleció!
Mugostom gruñía moviéndo violentamente la cabeza del chico obligándolo a seguir con el lojar, pero ¡cómo seguir así, con una bestia que lo tenía agarrado del pelo y se la movía excitado queriendo arrancarla!  ¡Cómo seguir así con todos esos muchachos viéndolo y riendo!  ¡Y la risa tonta de su padre que sólo asentía!  ¡Todo estaba perdido, para él, para la mujer, para los chicos y su espectáculo y para lo que había desfallecido suyo adentro de la mujer!
Mugostom lo apartó violentamente −lo cual agradeció− y se fue gateando hasta los otros espectadores.  Entonces también observó lo divertido que era ver aquello, aunque  sólo Mugostom se moviera y la mujer, con sus piernas abiertas, gritaba ¡Rajol, rajol, rajol!  Que sería todo lo contrario de ¡lojar!

viernes, 12 de agosto de 2011

El Esperado II


Continuación de El Esperado publicado el día sábado 6 de agosto de 2011

Las sectas tienen el simpático encanto de disfrazar a sus seguidores con un manto de santidad para ignorar sus fechorías”.  Esto fue lo primero que pensó Swanson cuando la carpeta del caso llegó a su escritorio: “NEONATO SECUESTRADO”.  Un año más y su retiro tocaría a la puerta, mientras tanto tenía que lidiar con la idiotez y la ignorancia, porque para él la gente no era mala sino que todo el inventario delictivo procedía de la ignorancia. 
Alto, canoso, siempre de traje oscuro y un humeante cigarro en la boca, pocas veces sonreía.
Repasó las hojas del informe y un par de fotografías del Badoro Hospital.  Había pedido las cintas de las cámaras de seguridad y se preparaba para ir a hacer una visita al lugar, algo rutinario.
−Le aseguro que no sé qué pasó esa noche.
−Usted fue la última en tener contacto con el niño.
−Desapareció.  No lo sé.  Le puse un pañal y desapareció.
Aquella enfermera permaneció con todo el equipo médico dentro del quirófano y sólo el cirujano había salido, precisamente a pedir a un guardia que llamara a la policía.
Swanson salió del hospital con una rabia contenida.  Le molestaba no tener una sola pista.  Una mujer muerta y su hijo desaparecido ¿y que nadie supiera nada? ¡Lo enardecía!  Dobló por Búfalo Springs y se dirigió a un bar.  Un café siempre le ayudaba a pensar mejor. 
Se sentó en la barra y pidió un café negro, cargado, amargo.  Alzó la vista y sabía que detrás de las botellas y adornos propios del bar, el espejo que cubría toda la pared permitía que desde adentro observaran el salón.  “Como nuestra salita de interrogatorios”,  pensó.
El impresionante ruido del espejo estallando, las botellas cayendo y una inmensa bestia negra de largos colmillos saltando sobre él desde el agujero donde estaba el espejo no le permitió sacar su pistola.  La poderosa mandíbula de la bestia atrapó su cuello y le robó el último aliento.
El mesero se acercó a Swanson quien cayó al piso.  Otros dos parroquianos se levantaron de sus sillas y fueron a ver al hombre muerto al pie de la barra.  Al precinto sólo informaron que el detective Ralph Swanson había muerto de un ataque cardíaco, y que su cuerpo permanecía en la morgue judicial.
En otro lugar, Radgel se acercó al muchacho quien la noche anterior había nacido y ahora parecía tener unos veinte años.
−Ya no te buscará, más.
El muchacho rió diabólicamente.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Olor a rosas y talco


Mi santa madre tenía debilidad por las flores, y sus clientes favoritos, conociendo esta debilidad, creo que se aprovechaban de ella.  El señor Obiols, por ejemplo –él llegaba los jueves-, siempre aparecía con un perfumado ramo de rosas rojas.  A mí nunca me llevaba nada, pero a mi madre sí, las rosas rojas.  Entraban al pequeño taller y allí permanecían una hora exacta. 
Mi madre era modista, y aunque casi nunca me dejaba entrar a su taller, a veces me escabullía y me encantaba ver la reluciente máquina de coser y percibir su delicioso olor a aceite –nuevita, como si nunca la usara-, la mesita donde ponía el jarrón con flores y una cama en la que –según me dijo− acostaba a los clientes para tomarles las medidas.
Recuerdo que una vez, olvidando que mi madre tenía un cliente, entré distraídamente y un señor estaba desnudo y mi madre quitándose la ropa, luego me explicó que había clientes que sentían tal vergüenza que ella tenía que ponerse en la misma situación –quitarse la ropa− sin lo cual era imposible tomar sus medidas. 
Pero volviendo al señor Obiols.  Era un señor gordito, de pequeño bigote, baja estatura y algo calvo; decía: Sus rosas, madame.  Mi madre sonreía agradablemente y era al único al que preguntaba si deseaba tomar algo antes de pasar a tomarle las medidas.  Un brandy me vendrá bien, madame.  Era todo un espectáculo que yo disfrutaba mucho por la caballerosidad y el olor a talco del señor Obiols. 
Una vez que mi madre fue por el brandy del señor Obiols, éste me dijo: Acércate.  Me acerqué curioso porque nunca me había hablado, es más ni me miraba.  Eres un niño estúpido.  Yo reí a carcajada limpia porque me pareció muy gracioso cómo lo dijo.  Sí que lo eres, muy, muy estúpido.  Mi santa madre que entraba y escuchó aquello también rió contagiada con mi alegría, luego se sentó a la par del señor Obiols, cruzó sus hermosas piernas y le contó:  Lo heredó del padre, pero creo que Andresito será más estúpido que él.  Y reí a más no poder.  Finalmente también el señor Obiols sonrió viendo el escote de mi madre, aunque al mirarme se ponía serio.  Luego desaparecían en el taller y yo comenzaba a contar el tiempo.  De hecho, fue por el señor Obiols que aprendí a conocer el reloj.  Una hora exacta.  Salía mi madre primero y luego el señor Obiols −ya sin olor a talco− a quien acompañaba hasta la puerta.  Ella extendía su mano, él la besaba muy caballerosamente y decía: Hasta la próxima, madame.  Y se iba.  Mi madre quedaba radiante con sus flores y pasaba el día más amable que de costumbre.