Adornada estaba la ciudad con antorchas y farolas; la noche también, con su mantón de lentejuelas y brillantes. La muy noble, muy leal e invicta Sevilla dejaba el luto por su rey y se entregaba a un baile de máscaras en el castillo de don Hernando Tudela quien ordenó colgar en los muros −desde sus merlones− las banderas de Castilla y León para conmemorar otro aniversario de la capitulación mora.
Los alborozados carruajes llegaban y salían alegres sus enmascarados ocupantes, otros llegaban a pie, y otros esperaban en la plaza de Santa María la blanca o en la de San Francisco a que se ambientara la fiesta para unirse al jolgorio. Más allá del Guadalquivir dos muchachos hablaban alegremente.
Eran Fernando y Diego esperando a Gonzalo. Aún no alcanzaban los veinte años pero el galope, la espada y la guerra habían puesto una ramita de vejez en sus corazones. Al fin una sombra amostazada fue acercándose.
−¡Vive dios, don Gonzalo! Que ahora os hacéis esperar −gritó Fernando.
Abrazándolos, el recién llegado comentó entusiasmado.
−Loco este corazón mío, don Fernando, que ha perdido el total rastro del tiempo, y sólo porque mi madre se ha quejado del alboroto en las calles he caído en cuenta de vosotros.
−¿Será posible? −Exclamó extrañado Fernando.
−La mejor espada de Sevilla ha puesto su empuñadura a los pies de un rubí −dijo riendo solemne Diego.
−¡Un ángel! −Brotó la voz de Gonzalo como saliendo detrás de un altar− ¡Aunque de lejos, vos la habéis visto, y no me negaréis que es un ángel!
−Tres días no os veo y me pierdo un año de noticias.
Gonzalo tomando de los brazos a sus amigos los animó a cruzar el puente de Barcas.
−Una vida en tres días, amigo mío. Un día para verla, otro día para encontrarla ¡y hoy! −Se detuvo de golpe y alzó sus manos al negro cielo− ¡La he besado!
−¿Y quién es la favorecida? −Preguntó Fernando haciéndolos retomar la marcha.
−Doña Jimena. Doña Jimena Wissel.
−No la conozco −declaró Fernando.
−Pocos tienen esa suerte, amigo mío, ha vivido en Alemania; pero nuestro amigo −dijo palmeando la espalda de Diego− ya la ha visto, a la distancia, pero visto al fin.
−Jimena Wissel −murmuró con una inexplicable angustia Fernando.
Caminaron en medio del puente que también lucía una que otra antorcha lanzando débiles resplandores en el aquietado río. Adelante, una sombra de colores llegaba en dirección contraria a ellos con un repiqueteo de collares y pulseras. Cuando la gitana pasó cerca de ellos, el puente rechinó y se escuchó el eco de un lamento río abajo. Los cuatro se detuvieron. La mujer se volteó a los muchachos que ya la miraban.
−¿Alguno de los señoritos ayudaría a esta vieja?
Gonzalo se quitó el sombrero y hurgó en el interior sacando una moneda que alargó a la gitana. Ella alzó sus ojos para ver los de su benefactor, luego bajo la vista a la mano abierta en cuyo centro estaba la pieza de metal. Recogió la moneda y dijo al muchacho.
−No vaya el señorito adonde va −luego se dirigió a los otros−. ¡Apártense! Esta noche no estén juntos −dicho esto les dio la espalda y volvió a meterse en la penumbra.
Los muchachos terminaron la andadura del puente recogidos en un pesado silencio. A sus espaldas, del río comenzó a levantarse una neblina y la tibia noche fue poniéndose helada. Cuando llegaron al castillo de Tudela la alegría había vuelto a los tres amigos quienes entraron y fueron saludando a otros. El baile había comenzado y los muchachos salieron a un balcón.
−Arruinados estamos, don Diego −advirtió Fernando−, al parecer sólo nuestro amigo bailará con un ángel.
Gonzalo tenía puesta su mirada en el lejano río que ya lucía un manto lechoso y tardó en responder.
−Esperemos que así sea, amigo mío. Pero venid −les dijo poniéndose adelante y haciéndolos cruzar una pequeña galería por la que accedieron a unas empinadas gradas.
−¿Y qué queréis en la torre torre orre orre? −Dijo Diego
−¡Ya lo veréis eréis eréis éis!
Salieron a la terraza y Gonzalo apuntó su dedo hacia el río.
−Allá lo tenéis.
−¿Qué con él? −Indagó Fernando.
−Sólo una curiosidad, don Fernando. He querido mostrárosla.
Diego recostó sus brazos en el vacío de dos merlones y tirando su voz al abismo reflexionó.
−Son las almas de los infieles −vio hacia abajo y una sombra amostazada caía, pero no dijo nada; luego se volvió a sus amigos con un resplandor extraño en su rostro−. Aún no los hemos echado… No sus espíritus.
Fernando se adelantó y puso su mano en el hombro de Diego.
−De ellos sólo nos quedan estas piedras, don Diego, nada más.
Un aleteo negro cruzó entre los muchachos sin que estos lo vieran.
−¡A la fiesta! −Volvió a saltar alegremente Gonzalo.
−Sí. A eso hemos venido, a divertirnos −dijo Fernando dando un codazo a Diego− y a conocer a un ángel.
Los tres desandaron el camino y se integraron al festejo.
−¿La veis? −Preguntó Fernando a Diego repasando a los invitados.
−No −se quejó el otro.
−Vendrá. Sólo tened paciencia −dicho esto, Gonzalo fue alejándose de sus amigos−. Os traeré vino.
Fernando y Diego quedaron en un rincón complaciéndose de las jóvenes que bailaban, y más de alguna los miró interesada. En un momento inadvertido, Diego abrió su boca y quedó estático, cuando Fernando se dio cuenta del gesto de su amigo y que recorría pálido con su vista la llegada de una mujer enmascarada y su marido, a decir por el beso en la boca y la mano de ella en el brazo del hombre, se alarmó.
−¿Os pasa algo?
Diego balbuceó.
−Allí está. La mujer de vestido negro con máscara dorada.
−¿Susana? ¿A esa Jimena se refiere don Gonzalo? ¡Por dios!
−¿La conocéis? −Diego estaba a punto del escándalo.
−Susana… Susana Jimena Rodrigues, ciertamente desde párvula vivió afuera.
−Alemania −aclaró Diego.
−Jimena Wissel. Hasta ahora la asocio.
−Esa mujer es el ángel de don Gonzalo.
−Escuchádme −apremió Fernando−. No la conocemos. No la hemos visto nunca. No seremos nosotros los que metan en un infierno el corazón de don Gonzalo.
Diego asintió imperceptiblemente e inmediatamente Gonzalo se acercó haciendo malabares con una vasija y tres vasos de metal.
−Ayuda, amigos −dijo extendiendo su mano donde llevaba los tres vasos−. Perdonad los dedos dentro ¿pero cómo traerlos? −luego fue sirviendo el vino.
Diego se interpuso entre Gonzalo y la perspectiva donde aquella mujer y su marido cuchicheaban y se besaban.
−Vamos al balcón −urgió Fernando.
Pronto terminaron el vino y los amigos dejaron al enamorado en el balcón yendo por más vino, aunque sólo era un pretexto para maquinar alguna solución al problema. Sacarlo de allí era imposible y permanecer en la fiesta hacía crecer más el peligro de exponer a Gonzalo a la desilusión.
−¡Citadlo! −Dijo Fernando mientras se detenía entre la gente y murmuraba a su amigo− Diréis a don Gonzalo que ella quiere hablarle, pero seráis vos disfrazado de ella ¡y no diréis nada! Ningún sonido saldrá de vuestra boca. Sólo asentid o negad −Diego estaba paralizado−. Mostrad a doña Jimena desinteresada o arrepentida. Os juro que es la única forma de sacarlo de aquí.
Cuando regresaron con el vino, Gonzalo tenía su vista puesta en el río y en las callejuelas vacías de la ciudad.
−Sólo porque habéis ido juntos he quedado tranquilo.
−¿De qué habláis? −respondió nervioso Diego.
−Recordad a la gitana −e imitó el hablar de la anciana−. Esta noche no estén juntos.
−¡Salud! −Apremió Fernando.
Y los tres brindaron.
−Os tengo gratas, don Gonzalo.
−¿La habéis visto?
−Vuestro ángel me ha pedido que os lleve a la capilla, allí os esperará. Yo le he dicho que ya estáis grandecito y que os negaríais a cualquier compañía.
−En la capilla −dijo suspirando Gonzalo, apuró el vino y salió del balcón rumbo a la capilla.
Diego comenzó a quitarse la capa y el sombrero, en tanto una mujer se acercaba con una capa negra, una máscara dorada y una mantilla del mismo color.
−No sé en qué estáis metidos, pero no hagáis alboroto o veréis −dijo alzando su mano.
−Es sólo una broma, tía −explicó Fernando.
−Muchachos −dijo aburrida la mujer y se retiró.
Diego cargó con las piezas y también se marchó, no sin antes pedir a Fernando.
−Reunámonos luego en la terraza de la torre, llevad allá a don Gonzalo −y se alejó apresurado.
En la penumbra de la capilla, arrodillado, Gonzalo escuchaba los latidos de su corazón, le sudaban las manos y un tembloroso hilillo eléctrico recorría su cuerpo, luego sintió unos ojos en su espalda, y allí estaba “ella”, en la oscuridad pero podía adivinarla. Se levantó y fue hacia el bulto que, contrario a lo que esperaba el muchacho, se alejó unos pasos.
−¿Qué sucede? No os haré daño.
También Diego temblaba y bajó la cabeza.
−¿No queréis verme?
Diego, disfrazado de Jimena, negó.
−Explicadme entonces qué hacéis aquí y para qué me habéis citado.
Diego volvió a negar.
−¿Es esto una conjuración? ¿Una burla, acaso?
Diego negaba, y retrocedía, y se arqueaba, y asentía, y negaba.
−¿No hablaréis? −Preguntó Gonzalo quien comenzaba a exasperarse, mucho más, viendo como “Jimena” negaba con la cabeza.
Entonces Gonzalo se decidió por el camino más tortuoso, aunque, expedito.
−¿Habéis jugado conmigo, Jimena?
Un asombroso odio se encendió en el pecho de Gonzalo cuando vio asentir aquella sombra, y trató de hilvanar la siguiente pregunta.
−¿Nunca me amasteis?
El renegrido bulto negó con la cabeza, entonces el ángel de la venganza fue a abrazar por detrás a Gonzalo, tapó sus ojos, mordió su cerebro y llevó la mano del muchacho a su espada quien la asió y la dirigió con toda su ira contra “aquella mujer” que ya se retiraba. El muchacho escuchó un sordo suspiro y el bochornoso golpe del cuerpo cayendo al piso. Boquiabierto y aturdido corrió lejos de allí, guardó su espada, cruzó el jardín y volvió a la fiesta, necesitaba encontrar a sus amigos, “esta noche no estén juntos.” resonó en su cabeza. Vio a Fernando dirigirse a la galería y lo siguió, vio el faldón de su capa meterse en el hueco de las escaleras y fue tras él, cuando alcanzó la terraza, Fernando caminaba nervioso, y él, sin hablarle fue a poner su cabeza entre los merlones y a respirar agitadamente hacia el vacío.
−¿Qué os ocurre? −Le dijo inquieto Fernando.
Pálido, tembloroso, terriblemente deformado en su rostro le contestó con una herrumbrosa voz.
−La he matado, don Fernando. La he matado.
Fernando estuvo a punto de arrodillarse pero clamó fuerzas internas para seguir de pie.
−¿Me estáis diciendo que…? ¿Estáis diciendo que has matado a doña Jimena?
−Sí. En la capilla −pudo responder Gonzalo.
Fernando llevó sus manos al rostro y entonces sí cayó de rodillas.
−Escaparé esta misma noche −escuchó a lo lejos decir a su amigo.
−Es don Diego vuestra víctima.
Gonzalo abrió sus ojos y no cabía en ellos otra pizca de dolor.
−¿¡El qué!?
Fernando como pudo, se puso de pie, y trató de explicar.
−Don Diego descubrió que la mujer que vos amáis tiene dueño, y para evitaros el dolor se nos ocurrió ¡oh, dios!
Todas las palabras del mundo desaparecieron, todas las frases se dispersaron y en aquellas jóvenes miradas envejecidas por el sufrimiento se resolvió el destino, primero Fernando viendo cómo su amigo era tragado por el abismo de la torre; corrió angustiado, escuchó un golpe lejano y vio la pluma del sombrero de Gonzalo que bailaba en una caída sin fin. Quiso llorar y no pudo, quiso gritar y no pudo, quiso hablar y salió corriendo.
Entró intempestivamente al salón, y sólo hasta que vio a Jimena y su marido pudo articular palabras.
−¿¡A qué habéis venido, hijo de yegua!?
Todo se estatizó, la música, la gente, la flama de las antorchas. El único movimiento era el que producía Fernando adelantándose hasta el extranjero quien ya había retirado a Jimena de su lado.
−Sí. ¡A vos os hablo, mal nacido! ¿Os pregunté a qué habéis venido?
Aquel hombre sacó su espada y, como si aquella espada tuviese un repelente imantado, pronto se hizo un círculo de máscaras y capas que rodeó al extranjero y a Fernando; éste amagó el ataque y cuando fue hacia su adversario bajó la guardia exponiendo el corazón. Por allí entró el acerado aguijón de la muerte, soltó su espada y al decir “Gracias” un borbotón de sangre salió de su boca. El hombre tiró su espada cerca del cuerpo de Fernando quien yacía muerto en una deformada alfombra de sangre.
−¡Qué honor hay en matar a un suicida!
Tres ataúdes yacían solitarios en la pequeña capilla de Tudela. La mañana entraba hiriente por un pequeño vitral y se habían prohibido el luto, el repicar de campanas y la misa; pese a ello, una gitana oraba en la última fila, y lloraba estrujando una pequeña moneda en su mano.