jueves, 29 de septiembre de 2011

Anatomía de la Risa

−Somos una especie que socializa con sus semejantes. Para ello, recurrimos a una innata capacidad de señalización externa. En esta demostración, facial y espontánea, se alteran las facciones y se proyecta, según la emoción, una determinada morfología estética y fonética que revela nuestros sentimientos.
El profesor Karl K. Hada, doctorado en psicofisiología neuronal y con estudios en farmacología de la mente, se ha ocupado en los últimos cuarenta años en estudiar y explicar cómo, cuándo y por qué se produce la risa; esa repentina alteración gestual que surge ante situaciones placenteras o divertidas y que no se ha podido duplicar en los laboratorios.
La Evolución nos ha provisto de una poderosa estructura cerebral, que instala, aún no sabemos dónde, ciertos códigos que traducidos y asociados producen la exteriorización de las emociones. Una emoción es un misterioso andamiaje que conecta lo etéreo con la materia, es decir, una imagen cerebral con ciertas partes del cuerpo.  Llorar, requiere de un complicado sistema que no sólo involucra al sentido ocular, sino, al corazón, a los pulmones y a la nariz; la ira, a todos los anteriores y a las glándulas sudoríparas; el miedo, a todos los anteriores y a los órganos excretores; el amor, a todos los anteriores y a la red capilar, con énfasis en los órganos reproductores.
En los años sesentas cuando sus estudios maravillaron a la comunidad científica con su Cerebro Prehistórico, una oleada de artículos de recalcitrantes miembros de la sociedad, recriminaron al doctor Hada, promover con sus irresponsables propuestas, una cultura instintiva, donde los valores morales y religiosos, que tantos siglos de dedicación habían exigido, se fueran a la basura; acusándolo de promover el rock, las drogas, el amor libre y los discos de Grand Funk, Jimmy Hendrix y Cri-Cri.
−En este abanico de respuestas físicas, en este mostrador de actitudes, la risa es una de las reacciones que más nos diferencian de las otras especies; porque no es cierto que la hiena ría.  Este carroñero, emite un sonido parecido a la risa pero que no obedece al placer sino a la tribulación de verse incapacitada de robar las presas a los felinos mayores. La hiena sentirá ira, pena o ansiedad más no alegría. Tampoco lo hace el delfín, cuyo diafragma le permite emitir ondas sonoras similares a la risa humana, pero que son respuesta a la sorpresa de saber el costo de las entradas en los Acuarios, ni lo hacen algunas variedades de aves tropicales que parecieran reír en el acto sexual, ni los roedores de Ecuador o Mozambique, que emiten un sonido similar a la risa mientras escapan con algún grano o desperdicio.  Sus fonemas parecen risas mas no lo son.  La risa, he dicho, requiere de sensaciones y emociones íntimamente relacionadas con el placer o la diversión.  No con la ira, el miedo, la sorpresa, el sexo o la tribulación.
Contrario al doctor Karl K. Hada, el profesor Yen Nojo, de la Universidad de Mahtalá, sostiene que la risa no es una exteriorización exclusiva de la raza humana y que todas las especies ríen, desde insectos a vertebrados y de unicelulares a ofidios y reptiles.
−En Mahtalá hemos llegado a la conclusión que la risa, cualesquiera que sea su forma de expresarla, es una propiedad de todo lo existente, incluyendo en ellos y por supuesto, a los unicelulares. En estas láminas podemos observar cómo después de la aplicación de extremas cantidades de antibióticos que resultaron inútiles, este grupo de bacterias expide un líquido que cambia constantemente de color, burlándose del grupo de médicos tratantes. Esta especie de hormigas mutantes produce imperceptibles carcajadas cuando son rociadas con plaguicidas inocuos, y tal como se ve aquí, todas saltan de alegría.  Estos virus hacen fiesta cada ocho horas, coincidiendo con la posología de antigripales; y estos bacilos, como pueden observar en la parte superior de la pantalla, vibran por breves segundos y abrazan de contentos a los glóbulos blancos.  En definitiva pues, la risa, es una característica de todos los seres vivos no sólo de los humanos.
La polémica se ha vuelto ya un asunto que va más allá del campo científico y amenaza con invadir los terrenos de la filosofía y la religión. Mientras tanto, Hada y Nojo, no ceden un ápice en sus posturas. El primero sostiene que para que se identifique a un sonido como risa es indispensable que el mismo sea acompañado por el jajaja, jejeje, jijiji o jojojo.  Mientras el segundo defiende su hipótesis, advirtiendo, en que no importa cómo se manifieste la risa, la alegría y la felicidad plena existen en humanos, animales, vegetales y minerales o en una mezcla de ellos: −Humanos animales−, en clara alusión a Hada.
−Si ríe Santa Claus, la Mona Lisa y la máscara de Tut Ankamén; si ríe el demonio de Tasmania, Frankestein de Transilvania y Hitler de Alemania, por qué no habrían de reír los huevos en la sartén mientras se están friendo o la manzana mientras le propinamos un mordisco.
−Esa imbecilidad de quienes creen ver risas y sonrisas en las nubes y divulgan sandeces como asegurar que los preservativos se ríen, es tan pueril y sucio que ofende la capacidad pensante de todos los seres humanos.
Como sea, y mientras no haya un punto de encuentro en estos dos más importantes esfuerzos por aclararnos la anatomía de la risa, convenimos en que ésta, se exprese en una cálida sonrisa o en una estrepitosa carcajada, la risa es el asunto más serio que existe en la vida.

martes, 27 de septiembre de 2011

Estrategias

El novio de mi mujer es un pan de dios, realmente un tipazo al que tenemos que consentir y contemplar porque ya queda poca gente como él.  Considerado, atento, servicial, todo un caballero, un santo, señores, sobre todo cuando recuerdo otros tipejos que estuvieron con ella, sujetos de lo más ruines.  Como aquél rufián −porque no puedo llamarlo de otra manera− que dejaba abierto el dentífrico y en menos de una semana se acababa mi loción; o el otro, permítanme llamarlo “desgraciado”, que qué les digo, usaba mi pijama, y mi bata, y mis pantuflas de cuero, y no bastándole con eso, a veces se llevaba alguna corbata, ¿y cuándo las regresaba? ¡Pues nunca! Y ahí me tenían con los cólicos hepáticos.  ¡Y el penúltimo!  Qué barbaridad, le llevaba a mi mujer, pobrecita ella tan ingenua, esas películas de sexo, pornográficas.  Una vez me encontré una y son asquerosas. 
En fin, que estamos felices con este chico cuarentón.  Trabajador, dedicado, muy fino en sus maneras, y a veces lleva a Sarita al cine, o a cenar, de esas cenas tan lindas y románticas que tanto bien hacen a las mujeres, porque digo yo, si no tengo el tiempo ¡cómo no agradecer a este angelito! Porque eso es, un ángel que pone en la carita de mi mujer esa sonrisa que tanto me gusta.  ¡Ay! Recién me acuerdo de aquel ordinario que hasta tenía la desvergüenza de decirle a mi mujer ¡qué era lo que quería cenar! ¡Díganme ustedes cómo puede haber energúmenos tan vulgares!
Cuando cuento esto en la oficina, las mujeres son las que más se enojan y me reprochan, algunas ya ni me hablan.  En cambio los amigos, ponen una cara libidinosa y más de alguno me ha sugerido, ya sé que bromeando, que lo invite a casa; pero mi jefe lo toma muy mal, entonces le digo que todos tenemos nuestra forma de ser, nuestras estrategias y métodos, y que así, yo, llevo mejor las cosas, porque, bueno, a unos les va bien hablar de las virtudes de su mujer, otros ni las mencionan ¡las olvidan! Cuando me dice que no le cuente esas cosas −hablo de mi jefe−, entonces le digo que es una forma de perdonarla, aunque no haya sido culpa suya morirse y dejarme, sino de la vida; la vida cruel. Luego me digo que las esposas lindas, jamás, jamás, jamás ¡nunca tendrían que morirse!

domingo, 25 de septiembre de 2011

Moscas

Pocas cosas me molestan en la vida, de hecho soy una mujer tranquila, siempre lo fui. Más cuando murió mi marido, todo se volvió calmado, apacible, reposado.  No soy exigente, aunque tampoco soy conformista, digamos que no hago un infierno por cualquier bobada, ni siquiera la muerte de mi gata me tiró al drama.  He de aclarar, sin embargo, que sí hay algo que me molesta, sólo una cosa me irrita, creo que hasta podría matar a alguien que saliera a defenderlas ¡no las soporto!
Porque las moscas significan suciedad, desorden, indolencia, además son unas pícaras que, aunque se hayan hartado hasta hastiarse y reventar, revuelan revisando revistas ¡me encanta este juego! ¡Yo ya llegué, yupi! ¡Tú te tardas, tonta, tanto tiempo tratando tibiezas! ¡Con eme!
A ver, no esa tontería de “mi mamá me mima mucho”, sino, a ver: Mañana morderé mosaicos mojados, mojigatos, metidos muy mal, mentirosa.  Bueno, por ahí es el juego.
¡Ya te voy a dar de comer, cochina!
Dicen que las moscas tienen un asqueroso instinto, no, no era eso, ¡ah, sí! Tienen ojos con miles de cositas sensibles a la luz, o sea, que miran en todas, todas direcciones, y que por eso es tan difícil atraparlas, pero ésta resultó más viva que los demás.  Cuando sentí ya me tenía casi aplastada en su manota, y la agitaba como loca riendo, ¡y a nosotras nos llaman salvajes!  Reía y reía y tosía y decía muchas cosas.  Estaba rabiosa, hasta que me tiró aquí. Yo sólo la miro con sus gigantes ojos, sólo tiene dos, pero son bestiales, tiemblo de sólo imaginarme triturada en sus fauces, realmente es monstruosa.  Cuando se asoma y abre un poco allá arriba para tirarme algo de comida ni siquiera me atrevo a saltar, volar y escapar, si vuelve a atraparme ¡me mata! Porque es mala, realmente ni siquiera quiere comer, ¡sólo fastidiar!  Por eso la tengo allí, en ese frasco de vidrio, le abrí a la tapa unos agujeros para que no se asfixie la cochina, abro un poco y le tiro cualquier cosa ¡de comida estoy hablando! Va a morirse entre sus propios excrementos, porque esos puntitos negros en las paredes del frasco son eso ¡excrementos de la cochina! También la tengo allí para verla morir.  Es mi homenaje a la humanidad, de esa forma rindo tributo a  los que odian a las moscas.  Aunque es extraño, dicen que viven diez o quince días, y esta sucia ¡a ver! Casi un año lleva la tonta revoloteando en su frasco de vidrio ¡un año! Es mucho tiempo, lo sé, pero lo más extraño es que no me siento cansada, recuerdo a otras, envejeciendo, perdiendo fuerza y simplemente muriendo. ¡Pero yo me siento más fuerte!  Todos los días más fuerte.  Me he resignado a estar aquí, en tanto ese monstruo me de comida, me conformo con ver siempre lo mismo, subo por las paredes, camino sobre el techo que tiene pequeños agujeros y me lanzo ¡sin volar! Y un poco antes de caer agito las alas.  Es poca diversión, pero es lo que tengo ¡nunca seré vieja! Aunque esté cansada, aunque mi único regocijo sea sólo observar cómo va muriendo esa cochina.  La vez pasada me puse a imitarla, pero ya no lo hago porque la tonta también me imita, creo. Me puse a observarla detenidamente, con una lupa, y la cochina le echa algo a la comida, saliva o algo, como que eso ablanda lo que le doy, y luego se la va tragando.  Bueno, me quité la prótesis de la boca y a un pan ¡mejor no les cuento!  Les dará asco, pero ¿saben qué? Fue lindo, me gustó, aunque sé que no es normal, digo, eso de acostarme sobre mis alas, con las patas hacia arriba, pero cuando la vi que se echó y cerró los grandotes ojos ¡la imité! Y me pareció, extraño al principio, pero, ya me acostumbre.  El monstruo no se da cuenta que ahora duermo así, así como él, sobre mis alas, mis poderosas alas, grandes y fuertes, como los ángeles, que yo no sé si sea cierto, pero si existen ¡deben tenerlas! La vez pasada que me acosté en este sillón ¡así! Me quedé viendo el techo, recordé a mi marido que me dijo una vez ¿por qué roncas en el sillón y en la cama no?  No supe qué contestarle, hay una grieta en el techo, hace dos años que no se repara, las grietas me dan mucho, mucho sueño.  No importa, no tengo nada que hacer, duermo a cualquier hora, cuando me da la gana, no creo que esa cochina se muera si no le doy de comer en un rato, porque estoy cansada ¡cansada de hacer nada! Cansada de esta vida tonta y de sólo tener a esa marrana en el frasco ¡mi única distracción!  ¡Es mi prisionera! También dormir me encanta.  Dije que había una grieta en el techo, pero son varios hoyos ¡sí, son agujeros! Y yo los hice para que… ¿la mosca no se asfixiara? ¡Dios mío! Yo estoy allá acostada ¿dormida? ¿Muerta? ¿Qué hago aquí en este frasco? Mujer mayor muerta mientras mosca macabra, majadera, mira mi meada ¿Qué diablos ha pasado?

sábado, 24 de septiembre de 2011

Sueños de Gloria

Carla celebró sus 19 años en Estocolmo.  Desde que abrió los ojos sintió la seguridad y plenitud de que ese día sí alcanzaría la medalla de oro que en otras Olimpiadas se le había escurrido de las manos. 
Se levantó eufórica y despertó a sus otras compañeras del equipo femenino de atletismo, y entre bromas, alientos y esperanzas, Carla comandó aquel grupo al gran comedor del Complejo deportivo donde ya desayunaban las altas autoridades del Comité Olímpico de su país, realmente gente que nunca había visto y que más eran amigos del presidente de su país, y amigos de los amigos del presidente de su país, y amigos de los amigos de los amigos del presidente de su país; gente que se tomaba fotografías con los mozos, con atletas de otros países, daban declaraciones a la prensa, salían a parrandear de noche y compraban souvenirs en las tiendas suecas que se habían vestido de fiesta.
Ese día ellas competirían en salto largo, lanzamiento de jabalina y martillo, y Carla volvería a correr los cien y los mil metros planos.  Era su oportunidad de oro.  Comió como una mística, como una monja entregada a interiores pensamientos y grabando en su alma las palabras: “Voy a lograrlo.  Esa medalla es mía.  Haré que mi país se sienta orgulloso de mí.  Pondré esa medalla en el cuello de mi madre.  Me recibirán como una héroe.  Correré como jamás nadie pudo hacerlo.  Verán las piernas más veloces del planeta.”
Casi todo estaba dado para que Carla cumpliera con su más grande sueño, pero un accidente, un fatal accidente le impidió alcanzar aquella medalla a sólo minutos de lograrlo: ¡Despertó!
Abruptamente despertó y se vio en su habitación.  Sintió una amargura incontenible e intentó volver a dormirse ¡tal vez volvía a las pistas de Estocolmo −como en los cuentos de Cortázar−!  Pero era imposible.  Logró sentarse y aceptó su entorno, su vida, su condición.  Aceptó su cama, la puerta, el cartel de las pasadas Olimpiadas en Estocolmo, su diploma de bachiller, y su silla de ruedas al lado de la cama.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

El misterioso señor Barden

Nadie supo exactamente de dónde había llegado el señor Barden.  Un día la vieja casa de los Rámila, que se fueron amargados tras el suicidio de Amalia –la hija mayor− amaneció ocupada por un señor que semanas después vimos caminar por las polvorientas calles del pueblo.
Era muy viejo, delgado y de piel curtida, con poco pelo y barba canosa, caminaba encorvado metido en un saco de gamuza negra, un pantalón gris y una camisa de dudoso color en cuyo cuello anudaba una cinta café o roja a modo de corbatín.
Aquella mañana yo estaba en el almacén de Pietro comprando unas arvejas. La señora Marga las pesaba cuando la ruidosa puerta se abrió y entró el señor Barden. Ambos nos quedamos estáticos. El viejo se adelantó al mostrador, y me volteó a ver con sus ojos grises, golpeó con su bastón el piso y yo salté unos pasos hacia atrás, luego se dirigió a la señora Marga.
−Necesito kerosene.   
La señora Marga forzó una sonrisa y una cortina verde lamió su cuerpo; luego apareció con un botellón y lo puso en el mostrador.
−Un barril −protestó el señor Barden.
−Pediré que lo lleven a su casa, dentro de una hora más o menos.
−Yo lo llevaré −contestó el viejo dando otro golpe en el piso y haciéndome dar otro salto hacia atrás.
Volvió la señora Marga a dejarse lamer por la cortina y entonces escuché al viejo decir malhumorado:
−No estoy tullido
Yo me hice el desentendido y metí mis manos en un costal abierto de habichuelas que chasquearon escandalosamente.
−¡No hagas eso! 
Me voltee hacia él y sólo se me ocurrió decir:
−No, señor.  Disculpe.
−¿Qué edad tienes?
−Once, señor −dije a punto de llorar.
−A tu edad ya me bañaba solo ¿entiendes?
La señora Marga y su marido Pietro llegaban, con mucho esfuerzo, rodando un barril y el viejo apartó su vista de mí.  Me sentí aliviado.  Colocaron frente a la puerta de entrada, y Pietro se dirigió al viejo.
−Aquí lo tiene, señor…  −y sonrió.
−¡Barden!  Barden.  ¿Cuánto es? −Dijo muy, pero muy serio.
−Seis pesos.
El viejo recostó su bastón en el mostrador, se quitó una bota, sacó un sobre, y de allí, un billete que puso en el mostrador. Vi su pie desnudo, muy blanco, huesudo y con la uña del dedo gordo negra, muy negra, toda la uña era negra, era la uña más negra que jamás había visto. La señora Marga cogió el billete, abrió una gaveta y puso otros billetes y unas monedas que sonaron sordas en el vidrio del mostrador. Él metió los billetes en el sobre y junto con su pie huesudo y la uña negra −muy negra− lo guardó en la bota. Volteó a verme y yo volví la vista a las habichuelas. Escuché cómo zapateaba el piso y recogía las monedas, tomó su bastón y caminó hacia el barril. Yo estaba expectante, realmente emocionado esperando ver al viejo cargar sobre sus hombros aquel tonel lleno de kerosene.
−Lo ayudo señor Barden −dijo Pietro con tono decidido.
−Entonces llame a los hombres de la carreta que están afuera −contestó el viejo.
Así lo hizo y dos muchachos entraron, cargaron el barril y salieron.  El viejo se detuvo en la puerta y dijo a Pietro y a la señora Marga.
−Hagan que ese muchacho se bañe.
Por la noche, cuando mi padre bajaba al sótano, donde tenía su laboratorio y preparaba medicinas que le pedían en la farmacia −nuestra farmacia está a dos esquinas del almacén de Pietro−, me reunía en el jardín trasero con mis amigos que me esperaban ocultos (después les explico por qué) y estaba con ellos hasta que mi padre salía del sótano; no era difícil saberlo porque mi padre hacía mucho ruido al caminar, al hablar, al bostezar, al hacer todo ya que era un poco sordo, había perdido el cuerno y desde entonces tenía que acercar la oreja a la boca de la gente y él gritaba. Por eso nosotros siempre sabíamos dónde estaba y qué hacía.
Les conté la espeluznante aventura en lo de Pietro, del anciano que se llamaba como hacen las ranas, de su olor a madera húmeda, de la mirada que echaba fuego, las botas llenas de dinero y la uña negra, “¡muy negra!”, repetí.
Aníbal −que era gordo y con quien nunca podíamos jugar de correr, no por lo gordo sino porque se asfixiaba− tenía sus ojos puestos en cada una de mis palabras, pero Antonio no me creía ni una sílaba.  ¡Ah, sí!  Mi padre me había prohibido ser amigo de Antonio porque su papá robaba ganado… sólo por eso, aunque yo nunca lo vi ni siquiera con una vaca chica. Siempre me buscaba, y mientras mi padre hablaba con Aníbal, Antonio hacía ruidos en el patio y yo le hacía señas al gordito para que fuese al patio a ocultarse con Antonio, luego yo hacía una seña y salían. Casi en la penumbra, porque en la galería sólo había un candil, hablábamos de muchas cosas y nos contábamos muchas cosas y secreteábamos muchas cosas.
Antonio −antes de que les contara lo del viejo− nos lo dijo:
−Hoy llegué hasta Loma Alta (un pueblo lejos del nuestro) y no me gustó −él se colgaba al paso del tren y se metía en cualquier vagón.
Luego les conté lo del viejo, y Antonio nos asustó de verdad.
−Vamos a la casa de ese vampiro −me arrepentí de haber abierto la bocota−. Entramos a la casa por detrás y lo espiamos por las ventanas.  Así vemos cómo se convierte en murciélago y sale por la chimenea a buscar gente para chuparle la sangre.
−Mañana −dije para ganar tiempo y luego inventar algo para no ir.
−No.  Hoy mismo.  Cuando todos se duerman.
Aníbal fue el último en llegar –pero llegó−. Anduvimos dando tropezones por el patio de la vieja casa pegados a las paredes externas. Pocas ventanas estaban iluminadas y eso dificultaba caminar. Antonio era el líder, detrás de él íbamos en silencio, pesadamente ¡entonces ocurrió! Por todas partes comenzaron a saltar unos ruidos de ultratumba “bar-den, bar-den, bar-den, bar-den” y temblaban las ramas y tallos.
−Son ranas −susurró Antonio.
−Nos ha descubierto, vámonos −pedí suplicante.
−Son ranas, sólo ranas −musitó Aníbal convenciéndose.
Tratábamos de distinguir algo allá adentro a través de una ventana, sin mayor descubrimiento que un piano, un marco con foto o pintura o espejo y un sillón. Tres acciones se produjeron casi al mismo tiempo: El sonido de una puerta que se abrió, una luz que fue a estrellarse a la ventana y nosotros que nos acurrucamos. Sentí que el corazón me salía por la boca. Tras un rato allí acuclillados, Antonio fue irguiéndose muy pegado a la pared hasta que vi que su frente había pasado el vano de la ventana. Sin dejar de vernos hacía señas para que miráramos nosotros también. Poco a poco fuimos llevando nuestros ojos a la ventana (recuerdo que me raspé la nariz y fui el último en tomar posición).
El viejo estaba sentado en el sillón, con los pies estirados, balanceaba su cabeza y echaba humo por la boca. Comencé a temblar.
−Está fumando −dijo Antonio−, mi papá también fuma.
Yo estaba en otro mundo porque mis amigos bajaron sus cabezas rápidamente y yo me quedé atornillado viendo cómo giraba la suya el anciano hacia la ventana y fue entonces cuando reaccioné y bajé la mía pero juro que me vio; estoy seguro que no sólo me vio sino que me reconoció. No lo pensamos más, con o sin luz, salimos disparados y no paramos hasta estar en la calle sanos y salvos aunque Aníbal respirara muy feo, como atragantándose.
Al día siguiente −que era domingo− escuché que mi padre hablaba con alguien −como siempre casi gritando− en la puerta de casa.  Me asomé y allí estaba el viejo.  Otra vez comencé a temblar −quizás iba a quejarse de mí−. Mi padre acercó la oreja al anciano y vi cómo este abría la boca y dos largos colmillos iban directo al cuello de mi padre ¡corrí espantado a esconderme al jardín!
El corazón se metió en mi cabeza y lo escuchaba fuertemente mientras a la distancia veía que mi padre tomaba nota en su cuaderno de recetas y despedía al viejo. 

domingo, 18 de septiembre de 2011

PREMIOJEDA


Para nadie es desconocido que Julio Díaz-Escamilla proclama que es habitado por diversos autores y que a ellos debe su producción literaria.  Esto sonaría comprensible dada la mente fabular del susodicho, a no ser porque continuamente utiliza −para su faz interpretativa− el seudónimo de Julio Díaz-Escamilla.
Pero lo que llama la atención son los descubrimientos del señor Juan Ojeda, quien empleando a fondo sus conocimientos de paleólogo literario ha descubierto que también Julio Díaz-Escamilla utiliza el heterónimo de Julio Díaz-Escamilla ¡más aún! El ortónimo de Julio Díaz-Escamilla, y el colmo, usa un Alias: Julio Díaz-Escamilla lo que no deja mucho margen al autor Díaz-Escamilla para aquella formulación de sus orígenes escriturales. 
Viene a cuento toda esta desenmascarada trama, al sospechar el señor Ojeda, de un documento que éste despachara aceptando un Premio −entre otros diez recipiendarios− declarando siete gustos personales, los cuales no podrían declararse a menos que se tratara de una misma persona. 
A saber: Gusta de escribir.  Leer. Considera la amistad como un don sagrado. No contamina su escritura con apetencias personales. Desprecia los plagios literarios.  Ama, y le encanta el orden.
Lo curioso, según el señor Ojeda es que envió la dicha información con el Anónimo de Julio Díaz-Escamilla, y que al analizar el documento saltó a la vista que aquello no era más que un homónimo del mismo Julio Díaz-Escamilla.  En el documento, alguno de los Julio Díaz-Escamilla, Certifica que los blogs amigos a quienes, varios de esos Díaz-Escamilla, conceden (increíble) ¡el mismo premio! Son:

Elsa Tenca Mariani / Bosón de Higgs / Lapislazuli / Penyabogarde / Diana Profilio / Maribel Cano / Mascab / Leticia (Palabras y tiempo) / Impresiones de una tortuga / Gala.

Pero consultado directamente Julio Díaz-Escamilla sobre este Premio declaró que sí, que sí estaba enterado pero que la tiranía del tiempo no le permitía hacerse cargo de las tramitaciones debidas y que había delegado en sus Julio Díaz-Escamilla el buen desempeño de las formalidades, finalizando en que, con total certeza, los homenajeados alcanzarían −por su cuenta− a aquellos que él hubiera querido entregar.

(Amigos míos, que la amistad se consolide con estos gestos y seamos felices.  Un enorme abrazo a todos).











sábado, 17 de septiembre de 2011

Malos augurios

Adornada estaba la ciudad con antorchas y farolas; la noche también, con su mantón de lentejuelas y brillantes. La muy noble, muy leal e invicta Sevilla dejaba el luto por su rey y se entregaba a un baile de máscaras en el castillo de don Hernando Tudela quien ordenó colgar en los muros −desde sus merlones− las banderas de Castilla y León para conmemorar otro aniversario de la capitulación mora.
Los alborozados carruajes llegaban y salían alegres sus enmascarados ocupantes, otros llegaban a pie, y otros esperaban en la plaza de Santa María la blanca o en la de San Francisco a que se ambientara la fiesta para unirse al jolgorio.  Más allá del Guadalquivir dos muchachos hablaban alegremente. 
Eran Fernando y Diego esperando a Gonzalo.  Aún no alcanzaban los veinte años pero el galope, la espada y la guerra habían puesto una ramita de vejez en sus corazones.  Al fin una sombra amostazada fue acercándose.
−¡Vive dios, don Gonzalo!  Que ahora os hacéis esperar −gritó Fernando.
Abrazándolos, el recién llegado comentó entusiasmado.
−Loco este corazón mío, don Fernando, que ha perdido el total rastro del tiempo, y sólo porque mi madre se ha quejado del alboroto en las calles he caído en cuenta de vosotros.
−¿Será posible? −Exclamó extrañado Fernando.
−La mejor espada de Sevilla ha puesto su empuñadura a los pies de un rubí −dijo riendo solemne Diego.
−¡Un ángel! −Brotó la voz de Gonzalo como saliendo detrás de un altar−  ¡Aunque de lejos, vos la habéis visto, y no me negaréis que es un ángel!
−Tres días no os veo y me pierdo un año de noticias.
Gonzalo tomando de los brazos a sus amigos los animó a cruzar el puente de Barcas.
−Una vida en tres días, amigo mío.  Un día para verla, otro día para encontrarla ¡y hoy! −Se detuvo de golpe y alzó sus manos al negro cielo−  ¡La he besado!
−¿Y quién es la favorecida? −Preguntó Fernando haciéndolos retomar la marcha.
−Doña Jimena.  Doña Jimena Wissel.
−No la conozco −declaró Fernando.
−Pocos tienen esa suerte, amigo mío, ha vivido en Alemania; pero nuestro amigo −dijo palmeando la espalda de Diego− ya la ha visto, a la distancia, pero visto al fin.
−Jimena Wissel −murmuró con una inexplicable angustia Fernando.
Caminaron en medio del puente que también lucía una que otra antorcha lanzando débiles resplandores en el aquietado río. Adelante, una sombra de colores llegaba en dirección contraria a ellos con un repiqueteo de collares y pulseras. Cuando la gitana pasó cerca de ellos, el puente rechinó y se escuchó el eco de un lamento río abajo. Los cuatro se detuvieron. La mujer se volteó a los muchachos que ya la miraban.
−¿Alguno de los señoritos ayudaría a esta vieja?
Gonzalo se quitó el sombrero y hurgó en el interior sacando una moneda que alargó a la gitana.  Ella alzó sus ojos para ver los de su benefactor, luego bajo la vista a la mano abierta en cuyo centro estaba la pieza de metal.  Recogió la moneda y dijo al muchacho.
−No vaya el señorito adonde va −luego se dirigió a los otros−.  ¡Apártense!  Esta noche no estén juntos −dicho esto les dio la espalda y volvió a meterse en la penumbra.
Los muchachos terminaron la andadura del puente recogidos en un pesado silencio.  A sus espaldas, del río comenzó a levantarse una neblina y la tibia noche fue poniéndose helada.  Cuando llegaron al castillo de Tudela la alegría había vuelto a los tres amigos quienes entraron y fueron saludando a otros.  El baile había comenzado y los muchachos salieron a un balcón.
−Arruinados estamos, don Diego −advirtió Fernando−,  al parecer sólo nuestro amigo bailará con un ángel.
Gonzalo tenía puesta su mirada en el lejano río que ya lucía un manto lechoso y tardó en responder.
−Esperemos que así sea, amigo mío.  Pero venid −les dijo poniéndose adelante y haciéndolos cruzar una pequeña galería por la que accedieron a unas empinadas gradas.
−¿Y qué queréis en la torre torre orre orre? −Dijo Diego
−¡Ya lo veréis eréis eréis éis!
Salieron a la terraza y Gonzalo apuntó su dedo hacia el río.
−Allá lo tenéis.
−¿Qué con él? −Indagó Fernando.
−Sólo una curiosidad, don Fernando.  He querido mostrárosla.
Diego recostó sus brazos en el vacío de dos merlones y tirando su voz al abismo reflexionó.
−Son las almas de los infieles −vio hacia abajo y una sombra amostazada caía, pero no dijo nada; luego se volvió a sus amigos con un resplandor extraño en su rostro−.  Aún no los hemos echado…  No sus espíritus.
Fernando se adelantó y puso su mano en el hombro de Diego.
−De ellos sólo nos quedan estas piedras, don Diego, nada más.
Un aleteo negro cruzó entre los muchachos sin que estos lo vieran.
−¡A la fiesta! −Volvió a saltar alegremente Gonzalo.
−Sí. A eso hemos venido, a divertirnos −dijo Fernando dando un codazo a Diego− y a conocer a un ángel.
Los tres desandaron el camino y se integraron al festejo.
−¿La veis? −Preguntó Fernando a Diego repasando a los invitados.
−No −se quejó el otro.
−Vendrá.  Sólo tened paciencia −dicho esto, Gonzalo fue alejándose de sus amigos−.  Os traeré vino.
Fernando y Diego quedaron en un rincón complaciéndose de las jóvenes que bailaban, y más de alguna los miró interesada.  En un momento inadvertido, Diego abrió su boca y quedó estático, cuando Fernando se dio cuenta del gesto de su amigo y que recorría pálido con su vista la llegada de una mujer enmascarada y su marido, a decir por el beso en la boca y la mano de ella en el brazo del hombre, se alarmó.
−¿Os pasa algo?
Diego balbuceó.
−Allí está. La mujer de vestido negro con máscara dorada.
−¿Susana?  ¿A esa Jimena se refiere don Gonzalo?  ¡Por dios!
−¿La conocéis?  −Diego estaba a punto del escándalo.
−Susana…  Susana Jimena Rodrigues, ciertamente desde párvula vivió afuera.
−Alemania −aclaró Diego.
−Jimena Wissel.  Hasta ahora la asocio.
−Esa mujer es el ángel de don Gonzalo.
−Escuchádme −apremió Fernando−.  No la conocemos.  No la hemos visto nunca.  No seremos nosotros los que metan en un infierno el corazón de don Gonzalo.
Diego asintió imperceptiblemente e inmediatamente Gonzalo se acercó haciendo malabares con una vasija y tres vasos de metal.
−Ayuda, amigos −dijo extendiendo su mano donde llevaba los tres vasos−. Perdonad los dedos dentro ¿pero cómo traerlos? −luego fue sirviendo el vino.
Diego se interpuso entre Gonzalo y la perspectiva donde aquella mujer y su marido cuchicheaban y se besaban. 
−Vamos al balcón −urgió Fernando.
Pronto terminaron el vino y los amigos dejaron al enamorado en el balcón yendo por más vino, aunque sólo era un pretexto para maquinar alguna solución al problema. Sacarlo de allí era imposible y permanecer en la fiesta hacía crecer más el peligro de exponer a Gonzalo a la desilusión.
−¡Citadlo!  −Dijo Fernando mientras se detenía entre la gente y murmuraba a su amigo− Diréis a don Gonzalo que ella quiere hablarle, pero seráis vos disfrazado de ella ¡y no diréis nada!  Ningún sonido saldrá de vuestra boca.  Sólo asentid o negad −Diego estaba paralizado−.  Mostrad a doña Jimena desinteresada o arrepentida.  Os juro que es la única forma de sacarlo de aquí.
Cuando regresaron con el vino, Gonzalo tenía su vista puesta en el río y en las callejuelas vacías de la ciudad.
−Sólo porque habéis ido juntos he quedado tranquilo.
−¿De qué habláis? −respondió nervioso Diego.
−Recordad a la gitana −e imitó el hablar de la anciana−.  Esta noche no estén juntos.
−¡Salud!  −Apremió Fernando.
Y los tres brindaron.
−Os tengo gratas, don Gonzalo.
−¿La habéis visto?
−Vuestro ángel me ha pedido que os lleve a la capilla, allí os esperará.  Yo le he dicho que ya estáis grandecito y que os negaríais a cualquier compañía.
−En la capilla −dijo suspirando Gonzalo, apuró el vino y salió del balcón rumbo a la capilla.
Diego comenzó a quitarse la capa y el sombrero, en tanto una mujer se acercaba con una capa negra, una máscara dorada y una mantilla del mismo color.
−No sé en qué estáis metidos, pero no hagáis alboroto o veréis −dijo alzando su mano.
−Es sólo una broma, tía −explicó Fernando.
−Muchachos −dijo aburrida la mujer y se retiró.
Diego cargó con las piezas y también se marchó, no sin antes pedir a Fernando.
−Reunámonos luego en la terraza de la torre, llevad allá a don Gonzalo −y se alejó apresurado.
En la penumbra de la capilla, arrodillado, Gonzalo escuchaba los latidos de su corazón, le sudaban las manos y un tembloroso hilillo eléctrico recorría su cuerpo, luego sintió unos ojos en su espalda, y allí estaba “ella”, en la oscuridad pero podía adivinarla.  Se levantó y fue hacia el bulto que, contrario a lo que esperaba el muchacho, se alejó unos pasos.
−¿Qué sucede?  No os haré daño.
También Diego temblaba y bajó la cabeza.
−¿No queréis verme?
Diego, disfrazado de Jimena, negó.
−Explicadme entonces qué hacéis aquí y para qué me habéis citado.
Diego volvió a negar.
−¿Es esto una conjuración?  ¿Una burla, acaso?
Diego negaba, y retrocedía, y se arqueaba, y asentía, y negaba.
−¿No hablaréis?  −Preguntó Gonzalo quien comenzaba a exasperarse, mucho más, viendo como “Jimena” negaba con la cabeza.
Entonces Gonzalo se decidió por el camino más tortuoso, aunque, expedito.
−¿Habéis jugado conmigo, Jimena? 
Un asombroso odio se encendió en el pecho de Gonzalo cuando vio asentir aquella sombra, y trató de hilvanar la siguiente pregunta.
−¿Nunca me amasteis?
El renegrido bulto negó con la cabeza, entonces el ángel de la venganza fue a abrazar por detrás a Gonzalo, tapó sus ojos, mordió su cerebro y llevó la mano del muchacho a su espada quien la asió y la dirigió con toda su ira contra “aquella mujer” que ya se retiraba.  El muchacho escuchó un sordo suspiro y el bochornoso golpe del cuerpo cayendo al piso.  Boquiabierto y aturdido corrió lejos de allí, guardó su espada, cruzó el jardín y volvió a la fiesta, necesitaba encontrar a sus amigos, “esta noche no estén juntos.” resonó en su cabeza.  Vio a Fernando dirigirse a la galería y lo siguió, vio el faldón de su capa meterse en el hueco de las escaleras y fue tras él, cuando alcanzó la terraza, Fernando caminaba nervioso, y él, sin hablarle fue a poner su cabeza entre los merlones y a respirar agitadamente hacia el vacío.
−¿Qué os ocurre?  −Le dijo inquieto Fernando.
Pálido, tembloroso, terriblemente deformado en su rostro le contestó con una herrumbrosa voz.
−La he matado, don Fernando.  La he matado.
Fernando estuvo a punto de arrodillarse pero clamó fuerzas internas para seguir de pie.
−¿Me estáis diciendo que…? ¿Estáis diciendo que has matado a doña Jimena?
−Sí. En la capilla −pudo responder Gonzalo.
Fernando llevó sus manos al rostro y entonces sí cayó de rodillas.
−Escaparé esta misma noche −escuchó a lo lejos decir a su amigo.
−Es don Diego vuestra víctima.
Gonzalo abrió sus ojos y no cabía en ellos otra pizca de dolor.
−¿¡El qué!?
Fernando como pudo, se puso de pie, y trató de explicar.
−Don Diego descubrió que la mujer que vos amáis tiene dueño, y para evitaros el dolor se nos ocurrió ¡oh, dios!
Todas las palabras del mundo desaparecieron, todas las frases se dispersaron y en aquellas jóvenes miradas envejecidas por el sufrimiento se resolvió el destino, primero Fernando viendo cómo su amigo era tragado por el abismo de la torre; corrió angustiado, escuchó un golpe lejano y vio la pluma del sombrero de Gonzalo que bailaba en una caída sin fin.  Quiso llorar y no pudo, quiso gritar y no pudo, quiso hablar y salió corriendo.
Entró intempestivamente al salón, y sólo hasta que vio a Jimena y su marido pudo articular palabras.
−¿¡A qué habéis venido, hijo de yegua!?
Todo se estatizó, la música, la gente, la flama de las antorchas.  El único movimiento era el que producía Fernando adelantándose hasta el extranjero quien ya había retirado a Jimena de su lado.
−Sí.  ¡A vos os hablo, mal nacido!  ¿Os pregunté a qué habéis venido?
Aquel hombre sacó su espada y, como si aquella espada tuviese un repelente imantado, pronto se hizo un círculo de máscaras y capas que rodeó al extranjero y a Fernando; éste amagó el ataque y cuando fue hacia su adversario bajó la guardia exponiendo el corazón.  Por allí entró el acerado aguijón de la muerte, soltó su espada y al decir “Gracias” un borbotón de sangre salió de su boca.  El hombre tiró su espada cerca del cuerpo de Fernando quien yacía muerto en una deformada alfombra de sangre.
−¡Qué honor hay en matar a un suicida!
Tres ataúdes yacían solitarios en la pequeña capilla de Tudela.  La mañana entraba hiriente por un pequeño vitral y se habían prohibido el luto, el repicar de campanas y la misa; pese a ello, una gitana oraba en la última fila, y lloraba estrujando una pequeña moneda en su mano.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Filosofía filosa

Se lo habían dicho a Josué, pero tomó aquello como propio de la subterránea envidia que muchas veces corre en los pueblos, sobre todo con los noviazgos felices.
−De pronto a Romina le ha brotado un excesivo gusto por la escuela.
−¿Has visto lo feliz que ahora anda Romina?
−Qué lindo ver a tu novia hablando tan sonriente con el nuevo profesor.
No iba a ofender a su novia preguntándole tonterías, él estaba seguro de ella y sabía que lo mismo hacía ella.  Interrogarla era un mal signo y sentaría un mal precedente en la relación, pero un día salió inesperadamente de su aula y la vio caminando placidamente con el profesor de Filosofía en la cancha de basquetbol.  Algo en su interior se agitó y por primera vez –en mucho tiempo− sintió rabia.  Fue hasta ellos.
−¿Tienes recreo, Romina?
−Sí −le contestó ella, inusualmente: seria−.
Josué dio media vuelta y sólo se le ocurrió ir al baño de varones donde dio varios puñetazos en la pared.  Cuando salió ya no estaba ni el profesor ni su novia.  Aligeró los pasos al aula de Romina y vio su pupitre vacío.  Fue a la puerta y los vio ir en dirección del parque.  Los siguió furtivamente.
“¿Qué hace una mocosa de 15 años con un hombre de 40?”.  Se lo preguntó y más odio se retorció dentro de su pecho; luego recordó el rostro adusto de Romina respondiéndole con ese “Sí.”, parco, indiferente y hasta hosco. Una transparente y dura pared de viento frío lo paró en seco cuando vio que él la tomó del brazo y se sentaron en una banca del parque.  No podía moverse y, sin embargo, no quería hacerlo, presintió que si lo hacía se convertiría en un criminal de 17 años.  Las lágrimas llegaron a su auxilio y tomó otro camino, su casa.
La madre lo observó cadavérico, extraño y sordo.  Un zombie que subió las gradas y entró a su habitación.  Corrió, golpeó la puerta y Josué no abrió.  Margot no tuvo más remedio que arruinar el picaporte violentando la puerta.
−¿Qué ha sucedido?
−Voy a matarme −murmuró el chico.
La mujer se sentó a su lado.
−¿Por qué harías eso?
−Romina −guardó silencio−. Anda con otro, un profesor de la escuela.
−Sé de las habladurías, y no es de hombres creer en ellas. 
−¡Los he visto en el parque! −Dijo en un ahogado llanto, Josué.
Margot le tomó del brazo −con fuerza−, lo levantó de la cama y le dijo:
−¡Vamos allá! Luego haz lo que quieras.
Romina se sorprendió al ver a su suegra y a su novio frente a ellos.  Margot fue al grano hablando al docente.
−¿Anda usted con esta niña, profesor?
El hombre se puso de pie, vio al chico a los ojos y éste titubeó.
−Es aberrante lo que ha dicho, señora. Y aunque no tengo por qué dar explicaciones a nadie sobre mi vida privada, voy a hacerlo por mi hija.
La sorpresa fue mayúscula para Margot y Josué.  Por supuesto que conocían a la madre de Romina −en ese momento sonreía− quien se proclamaba viuda.
−Soy yo ese hombre muerto que fue nombrado profesor de Filosofía.  Y hasta que Romina lo decida, prefiero que esto quede en secreto.
Josué volteó a ver a su madre y luego a Romina, y se lo dijo:
−Perdóname.
−¡Es una broma, Josué!  ¡Cómo puedes creer que él…!
Los tres se desarmaron.
−Él se cree mi padre, pero tú me has acompañado tantas veces al cementerio.
−¿Qué pretendes, Romina? −Urgió el docente.
−Que este niño madure de una buena vez.
−¿Quién está en aquella tumba? −Dijo nerviosa, Margot.
−Mi padre.  ¿Qué es lo que no entienden ustedes?
Josué estaba como loco, el método, la lógica y la filosofía en sí, jamás fueron sus mejores aliadas.  Margot hizo a un lado al profesor para sentarse.
−No volveremos a hablar de eso, Romina −dijo muy serio el profesor.
−Padre es el que cría.  A mí me crió mi abuelo, el padre de mi madre, él está en esa tumba.  El profesor embarazó a mi madre.  Todo está tan claro.  Mi madre es viuda porque mi padre, el que me crió, murió.  Viuda y huérfana -remató.
Aquella noche, sentados en la mesa del comedor, Margot, Romina y el profesor trataban por todos los medios, aún con diagramas y figuras a colores en un papel, hacerle entender a Josué el embrollo que se había armado en su cabeza, afirmando en cada acometida de cualquiera:
−Pero yo sí soy hijo de mi mamá.

martes, 13 de septiembre de 2011

Los amantes

Enma, encendió las velas en la romántica mesa, apagó la luz, y cualquiera hubiera entendido que aquello era una señal porque cinco o diez segundos después unos leves toquidos en su puerta la llevaron a ella.  Se alisó la falda, pasó sus dedos por el cuello de la blusa y abrió. Rubén entró como un tornado, empujó con el talón de su pie izquierdo la puerta y se lanzó a abrazarla y besarla apasionadamente.  Enma reaccionó abandonándose y acariciando la espalda de su amante.  Luego, en aras de la prudencia se separó coqueta y lo llevó a la mesa.  Cuando él se sentó no pudo evitar subir su mano por la pierna de ella y detenerse en los glúteos.
−Sírve el vino −le dijo ella separándose con una chispeante sonrisa.
−Estás estupenda, fantástica.
Alzaron las copas, las chocaron entre suspiros e incendiadas miradas y brindaron.
−¡Estoy loca! ¡Me tienes loca! −Advirtió mientras saltaba y desaparecía por la puerta cancel de la cocina.
Rubén sonrió, aflojó el nudo de su corbata y Enma entró con sus guantes de cocina y entre ellos una bandeja humeante.  Rubén aspiró sonriente el aroma y luego frunció el ceño.
−¡Ufa! Esto costará mucha plata.
−Olvídate de eso −contestó Enma poniendo su índice en los labios−.  Eso no importa.
−¡Tienes razón, mi vida! −Saltó sonriente él yendo a abrazarla y ayudó a servir las crépes de ternera en cada plato.
Cada dos o tres bocados él se levantaba a acariciar a Enma.   Cada dos o tres tragos ella iba a él a meter sus manos en aquellas partes que ya no estaban prohibidas entre ellos.  Luego la cama sintió el desplome de aquellos cuerpos, la ropa voló por los aires y el autor decidió, en un momento inadvertido, no describir la ardiente posesión, el contenido de las bocas y lenguas y el sudoroso epílogo.
El cansancio les dio una tregua, y Enma abandonó su olorosa cabellera en el pecho de Rubén hasta que un murmullo reactivó sus cuerpos.
−¿A qué hora viene tu marido?
−¿Importa eso? −Dijo ella besándolo en la boca.
−La verdad no, pero no quisiera irme así.
−Eres un loco.  Sabes que eso me excita −luego de un silencio arremetió maliciosa−.  En la fábrica hablan que tu mujer anda muy apegada con el jefe.
Rubén se sentó y puso una almohada en su espalda.
−Son habladurías. Mi mujer −pretendió un tono sobrio− jamás se fijaría en un mamarracho como ése.
−No hablo del jefe de producción, sino del de talleres.
−Ah −Él atrajo hacia sí el rostro de Enma quien se quejó−.
−Me lastimas.
−Repite eso −y la soltó.
−Te enojaste.  Sí, a veces la verdad es muy molesta.
Rubén volvió a poner entre su mano la mandíbula de Enma y la acercó a él.
−¿Cuánto gastaste en las crépes?
−Estás echándolo a perder, Rubén. Dijimos que el dinero no importaba.
−Pero no estamos a fin de mes, faltan dos semanas, dos encuentros.
−¡Ah! −Rió Enma seductora−  La próxima vez no serás mi amante.
−¿En qué estás pensando ahora?
−Te vestirás de sacerdote ¡y esta habitación será la sacristía!
−Eso es fascinante. ¿Ves?  Si nos quedamos sin dinero de dónde diablos saco una sotana.
−Y yo me confesaré arrodillada frente a tus piernas, y comenzaré a jugar y a tocarte, y a confesar mis pecados sexuales ¡de las que estoy arrepentida!
−Me gusta, eso me gusta −suspiró Rubén.
−Luego llegaré hasta tu bragueta y…
−Bien.  Me encantó la idea, ¡como cuando yo era un vendedor!
−¡Sí! Eso estuvo muy bien −ambos rieron.
−Luego dijiste ¡mi marido!  Y yo salí de casa semidesnudo, para hacer bien el teatro ¡y el vecino andaba por el pasillo! ¡Qué horror! −Siguieron riendo recordando aquel lance −Rubén se puso serio, y suspiró.
−¿Qué te pasa?
−Que ni me entere que andas cerca del jefe de talleres.
−¡Por favor!  Fue sólo para crear otra atmósfera, ya lo hemos hablado, tú puedes inventar sobre mí y yo sobre ti.
−Pero eso estuvo muy pesado −refunfuñó él.
−Está bien, está bien.  Ni loca me fijaría en ese tarado.
−Y con lo del padre…
−¡Sacerdote! −Corrigió Enma.
−Es lo mismo. No harás cena.  Sólo entraré y de una vez te confieso y te todo lo demás.
−De acuerdo.  Ahora me daré una ducha y a dormir.
−¿Y tu marido?
−No seas payaso, ya terminó la función. También te ducharás y a dormir.
Rubén sonrió y vio a su mujer ir al baño.  En realidad le encantaba satisfacer las fantasías de su esposa, también las disfrutaba.


domingo, 11 de septiembre de 2011

Feliz desgracia

Desde que algunos vieron al viejo Tomás pedaleando su bicicleta y saludando a todos con un aire de inmensa dicha, presintieron que algo andaba mal, que quizá la negra fortuna habría llegado a visitarlos, porque quién en el pueblo no deseaba un trocito de mala suerte; aún así, fueron muy prudentes y decidieron que la familia Del Hoyo tuviera ese privado momento para asimilar sus propios acontecimientos.
Pero la naturaleza humana tiene el charlatán gen de la urgencia informativa y fue doña Purita quien al recibir la fatal noticia de su marido comenzó la cadena de confidencialidad más eficiente del globo gracias al teléfono −que ya tenía orden de corte−.
−¡Sí, querida, ni yo lo puedo creer!  Tomás me lo acaba de contar. ¡Si estoy que reviento de alegría!
Y mientras buscaba en su agenda a otra persona que mereciera participar del infortunio que ¡al fin! les visitaba, se asomaba a la ventana y agitando los brazos gritaba al que pasaba.
−¡Que estamos de fiesta, don Perico! ¡Avísele a su mujer! ¡Sí, nos ha caído la desventura encima! −Y aquél se encargaría de expandir más la negra noticia que a muchos alegraría y a otros causaría un gran escozor de celos.
La primera que llegó a casa fue doña Pilar, luego don Gregorio y al ratito doña Gracia.  A todos les abrazaba Purita con un:
−Realmente no sabemos qué vamos a hacer, pero de que estamos felices ¡no se los puedo contar!
−¿Y eso fue hoy? −Preguntaba envidioso don Gregorio.
−Hoy al medio día.  Tomás dice que pegaba saltos y hurras viendo a los bomberos inútiles con las llamas que consumían su negocio.  Ha de haber sido sublime −suspiró sonriente.
−¿Y toda la zapatería se perdió? −La pregunta tonta era de Inocencia que acababa de entrar.
−¡Todo!  ¡Todo!  ¡Veinte años de trabajo reducidos a ceniza en menos de tres horas!
Pilar abrazaba a Purita, Gregorio a Inocencia, Gracia a Perico y el teléfono resentido no paraba de sonar.
−Pero sí, querida.  Aquí no cabemos de dicha.  Todo el negocio de mi marido se ha perdido, y ahora no tendremos qué comer ni cómo pagar la hipoteca ¡te imaginas! ¡Nos embargarán la casa! ¡Estamos en la ruina! −Colgaba riendo y de vuelta a los gozosos abrazos.
Sonriente y con otra ropa apareció Tomás quien fue felicitado por aquellos, y otros, que se amontonaban en la sala.
−Vaya que tienen suerte −declaraba Gregorio moviendo la cabeza y con la vista al piso−.  Cómo quisiera estar en sus zapatos.
−No sea rencoroso, don Gregorio. Cualquiera quisiera estar en la ruina y ser echado a la calle, pero disimule un poco, por dios.
−¡Cuándo estaremos en la miseria con mi marido! −Añoró Gracia− Si el avaro tiene tanta suerte que hasta le han cambiado el auto, como que nos ha cogido una maldición.
−Y bueno, no nos amarguemos con cositas, hay que celebrar −atinó Purita.
−¡Toda la zapatería, el taller, la sala de ventas, todo ardiendo y anunciando la dicha! −Se jactaba Tomás.
−Pues sí que es una reverenda suerte −dijo cualquiera.
−¿Y cuándo los echarían a la calle? −Preguntó alegre Inocencia.
−Esa es la parte mala −replicó Purita−, con estos deficientes burócratas seguro que nos tendrán aquí uno o dos años más, quién sabe, si no gana una para amarguras.
Pero la dicha es más pasajera que los turistas y fue el mismo don Tomás quien se encargó de arrebatarles aquella alegría que el infortunio producía. Porque una cosa es ser elegidos por la mala suerte, una cosa es ser los favoritos de la negra racha o los preferidos de la suerte más perra del mundo, y otra, ser impostores de la desolación, embusteros del laurel de la tristeza y a Tomás se le escapó la prudencia, contagiado por tanto regocijo.
−¿Y por qué no quemamos también la casa?
Un sepulcral silencio emuló a un borracho al que apartan la silla y todos hablaron al mismo tiempo deplorando la poca altura de don Tomás Del Hoyo.  Era inconcebible, sólo explicable para provocar la envidia en el vecindario, que el mismo Tomás hubiera delinquido de tal manera, y doña Purita de Del Hoyo se lo dijo.
−Ahora sí estamos jodidos.  Como lleguen a averiguar que tú causaste el incendio (hasta aquí todavía quedaban cuatro personas), que te vas a la cárcel, hijo mío. (Los que se habían ido regresaron).
−¡Te das cuenta, mujer! ¡Si eres una genio!
Todos volvieron a saltar de contentos y a abrazarse.
−¡Podrirse en la cárcel! ¡Sin derecho a nada, qué dicha! ¡Pero que no se puede creer tanta suerte! −Eran los vítores.
Ciertamente la vida es misteriosa, y aunque le da muelas a quien no tiene encías, a veces, sólo a veces, cumple puntual su fatalidad de la miseria para que sus criaturas rezuman felicidad y beban de la copa de la amargura, pero dichosos, como tiene que ser. 

viernes, 9 de septiembre de 2011

La Apuesta

−Ya que hemos cumplido con tantas apuestas emulando al Tenorio y al Mejía de Zorrilla, no veo ahora hacia dónde habremos de apuntar el valor, sagacidad e ingenio para demostrar quién de los dos es el peor entre todos los ruines y calaveras.
Marcos bajó pesadamente su mirada a la superficie roja de su vaso de vino y quedó pensativo. De que había un empate con su adversario no había duda. Ninguno de los dos podía superar al otro en picardías y mentiras. Dio un trago que vació el vaso, miró a su oponente con arrogancia y desprecio, se puso de pie, y sacó su puñal que clavó en la vieja madera de la mesa.
−¡Así es Sebastián!  Y ya que esta tierra es pequeña para ambos, creo que hemos llegado al final del camino. Ni resulta ganador ninguno en trampas y engaños, ni podemos continuar compitiendo para saber quién es el vencedor o el vencido. Así pues, propongo finalmente que uno de los dos muera a manos del otro bandido.
Sebastián era astuto y vigoroso pero un cobarde. Temblaba al sólo pensamiento de la fuerza y la sangre. Sus rodillas comenzaron febrilmente a darse cabezazos una contra la otra y en su garganta se precipitó en un instante la arena de todos los desiertos. Marcos hablaba en serio, pero para él, a tanto no llegaba la rivalidad. Ahora estaba atrapado y salvo que encontrara una nueva apuesta, una gran y decisiva apuesta, su oponente le obligaría a una lucha de puñales. Se irguió y también clavó su puñal en la mesa, pero éste, duró dos segundos vertical y luego su empuñadura besó la madera.  Volvió a clavarlo y se repitió la historia, volvió a hacerlo y tras tres o cuatro intentos, finalmente los dos puñales señoreaban sobre la humilde madera.
−Una apuesta aún no ha sido cumplida −anunció Sebastián para ganar tiempo. 
Marcos se sentó impaciente y no teniendo otro puñal, le clavó la mirada en los ojos. Sebastián parpadeó disimuladamente y se sentó, intentando por todos los miedos, digo ¡medios! Valor, hombría y desprecio por la vida.
−Todas han sido cumplidas −murmuró Marcos, mientras su dedo índice daba calculadoras vueltas sobre el borde del vaso, al que, un poco más de presión en la atmósfera le hubiera hecho volar en mil pedazos. 
Sebastián soltó una valiente bocanada de aire que más pareció un suspiro de alivio. Arrancó su puñal de la mesa y trató de dibujar con la punta, un tembloroso mapa.
−Aquí está la iglesia, aquí el cementerio.
"¿Qué estrategia era esa, en qué estará pensando ahora?  ¿Estará proponiendo el lugar del duelo? ¿Querrá que robemos de allí alguna prenda? ". Los pensamientos se aceleraban en la mente de Marcos mientras en la de Sebastián éstos iban lentos, más lentos que un bostezo rezagado en la procesión del Santo Entierro.
−¿Cuál de ellos prefieres?
−¿Para qué?
−Allí, cada quien, va a invocar y a entrevistarse con el mismo diablo.
Lo que nunca había sentido Marcos lo sintió en ese momento.  Por toda su piel corrió un intenso escalofrío arrastrando invisibles púas que aguijonearon sus sentidos y temblaron sus tobillos.  Si hubiese habido un sismógrafo en el pueblo, toda la gente hubiera salido a las calles asustada.  Sebastián percibió el temblor en los músculos de Marcos y su boca se llenó de jugosa saliva, una película vidriosa cubrió sus ojos y sonrió estirando los labios como quien prepara un propulsor de veneno.
−No es cristiano.  Eso es pecado.
−¡Todas nuestras fechorías lo han sido!
−Sólo para probar arrojo y valor no para ofender al cielo.
−¿No es un duelo a muerte, también ofenderlo?
−¿De modo que invocas al diablo para defenderte?
−Di finalmente ¿cuál prefieres? ¿La iglesia o el cementerio?
Infierno y cielo se estremecieron. Angelitos y demonitos vitorearon, lanzaron hurras y el vaso de Marcos rodó al suelo fragmentándose en unos cincuenta y siete pedacitos (cincuentiocho, cincuentinueve, sesenta, sesentiún exactos). Una luz al comienzo del túnel, porque venía de regreso, esperanzó a Marcos.
−Elijo la iglesia.
−Entonces yo iré al cementerio.
En la iglesia, Marcos, al menos tendría respaldo de los santos tristones y de las vírgenes afligidas por las veladoras de los fieles, mientras Sebastián iría a rodearse de tumbas frías y silentes, de lápidas descuidadas y cruces inclinadas por el peso de los dolientes.  Él podría esperar fingiendo alguna penitencia, mientras el otro, probablemente moriría de miedo, acechado por la siniestra sombra de lechuzas, lobos o murciélagos. Pero ¡momento!  ¿No es acaso el cementerio el escenario idóneo para una cita con el demonio? ¿Dónde se ha visto que el diablo se aparezca en la iglesia?
Marcos se dio cuenta de su error mientras Sebastián ganaba poco a poco el terreno. El golpe estaba dado. Marcos iría a la iglesia pero él no iría al cementerio. No. Iría a la iglesia donde se escondería y en el momento preciso, arropado con alguna capa prestada a las estatuas, asustaría hasta la muerte a su oponente. ¿Y si no moría?  ¿Y si Marcos sobrevivía al horror de la aparición y luego pregonaba su victoria? No era buena idea entonces ir a la iglesia y satisfacer para el otro el objeto de la apuesta.
Los angelitos y demonitos guardaron silencio. Fruncieron el ceño, encogieron los hombros, tronaron los dedos y sus ombliguitos palpitaban de nervios. A Marcos no le convenía ir a la iglesia porque no tendría allá aparición alguna, y ahora sabían que el otro, no iría al cementerio sino que preparaba una farsa que hubiera dado la ganancia al primero. Dios santo, qué enredo ¡por un demonio, qué tontera!
Ambos se vieron intrigantes tratando de adivinar los pensamientos del otro. Se levantaron pesadamente; cada uno cogió su puñal y lo enfundó en el cinturón. Salieron a la calle que siempre había estado allá afuera. Hacía frío. A la derecha la iglesia y a la izquierda el cementerio. ¡Tenían que cumplir! Sebastián estaba atrapado. Ahora tendría que ir, al menos para despistar, al cementerio. Otro desierto se acumuló en su garganta. Marcos también estaba perdido; iría por gusto a la iglesia y Sebastián lo habría vencido. Pensó rápidamente en su última salida.
−¿Sabes qué?
Sebastián sonrió, felizmente sonrío. Estaba ganando la apuesta. Seguramente el otro se acobardaba. Pero algo en los ojos de Marcos le quitó lentamente, como todo en él, la pasajera confianza.
−¿Qué cosa?
−En Cuaresma no se aparece el diablo.
−Qué complicación. Y entonces, ¿qué hacemos?
Marcos ahora daría su golpe mortal y definitivo.
−Salimos sin pagar la cuenta.
−¿Y?
−Pues ya que no podemos ir a entrevistarnos con el diablo.  Apostemos a que...  el que llegue de último a la barra paga la cuenta.
−¡Hecho!
Mientras los dos muchachos daban vuelta y corrían vigorosos adentro del bar, los ángeles y demonitos se fueron disimuladamente, unos a la iglesia y otros al cementerio.