jueves, 30 de junio de 2011

CREATOS

En un principio todo estaba en calma, en silencio.  La quietud era en la oscuridad un impresionante vacío.  Nada se movía, todo estaba quieto.  Ni hoyos, ni chispazos, ni rumores, ni gestos, ni grietas, ni arrugas, ni agua, ni arena, ni fuego, ni astillas, ni tierra, ni nubes, ni aire, ni ombligos, nada estaba sobre la faz de la nada.  El portentoso todo era la nada, y la inmensa nada era el todo.
Pero el germen de todas las cosas ya estaba allí, oculto en la negrura y el silencio.  El embrión de cada cosa reposaba allí en la inmensidad de la nada, oculto en la quietud y la calma.   Y si las cosas necesitan de un creador, éste ya estaba allí, dormido, soñando esferas y puntos de fuga, recreando en su mente –que era la nada− eso que llamamos materia.
Y soñó que era un dios, un hacedor de mundos y universos ¡y los creó!  Astros de piedra y arenilla, otros candentes, otros gaseosos y los más de granito, cristal y silicio. 
Puso entre sus manos a uno de ellos y lo sopló, y el viento agitó la nada en aquella superficie, y vio que era bueno, ¡y sonrió y volvió a soplar!  Y espolvoreó sobre aquellos cañones, grietas y hondonadas, nubes y agua, ¡volvió a sonreír!  Y del vientre de la superficie –a la que llamó tierra− brotaban filamentos rugosos que extendían muchos otros filamentos –los llamó árboles− llenitos de hojas, y puso aquella esfera a girar y desplazarse alrededor de un astro de fuego, y vio que era bueno.
Y el entusiasmo lo arropó y se dejó seducir por la dicha.  Creó seres animados.  De carne y hueso unos, de carne y plumas otros, de carne y escamas los demás.  Sus favoritos eran los dos patas, los erectos, los que hacían fuego y cubrían sus cuerpos con hojas o con la piel de otros, a los que llamó animales.  Y vio que era bueno.
Pero en este sueño, un dos patas decía a los demás que había soñado a un dios que los había creado, y la extrañeza pobló su conciencia y de su mente fue borrándose todo, todo, todo.  Otro dos patas, cuando ya se había inventado el odio, la hipocresía, la seducción, el new age y los preservativos, aseveraba a otros dos patas que el universo era un sueño que alguien tuvo y lo olvidó.





martes, 28 de junio de 2011

Deseo cumplido



Tenía ya dos meses de estar con esa desazón diaria que lo hundía en largas horas de depresión y su mente divagaba hasta que un suceso, cualquiera, volvía a ponerlo en la “realidad”; una realidad que no era para él.  Las noticias, los avisos publicitarios, las calles mismas estaban diseñadas para personas que no era como él; todo iba intencionalmente dirigido a la gente productiva del país, y él era un jubilado…  jubilado a medias, porque desde hacía unos meses había tenido que recurrir a un empleo mal pagado para ayudarse económicamente ya que el miserable cheque mensual del gobierno lo estaba poniendo en la miseria.
En la estación del metro sonrió al ver a los jóvenes y jovencitas ataviados a la moda, dinámicos, hablando un lenguaje que poco entendía y que, desgraciadamente, un día estarían como él, a menos que concluyeran una carrera que los impulsara en la política y fueran ellos los que se olvidaran de los viejos.
Cuando vio llegar su vagón se acercó al andén y esperó que se detuviera y abriera la puerta en esa especie de pequeño remolino matutino que tanto le desesperaba; quiso dar un paso y entrar pero un joven alto y fornido lo empujó y le hizo perder al menos tres o cuatro turnos; al fin pudo entrar, pero en aquel momento, cuando sintió la fortaleza del chico y aferró su cartapacio contra el pecho pensó con todas sus fibras: “Ojalá te rompás la cara, idiota”.  Luego entró y el vagón inició su marcha.  Una muchacha se puso de pie y dejó que se sentará.  Estaba rabioso y avergonzado.  En su tiempo, los caballeros cedían el asiento a las damas; ahora eran las chiquillas las que lo cedían a los viejos.
Levantó la vista y enfrente de él estaba el muchacho que lo había empujado. Indiferente a su entorno, con la pierna cruzada y muy cómodo, ajeno a otras mujeres que hacían malabares para mantenerse rígidas, y mirándolo con odio volvió a pensarlo: “Ojalá te rompás la cara, idiota”.  Por extraño que parezca aquel muchacho comenzó a sangrar de la nariz; una hemorragia incontenible fue tiñendo su pecho, piernas y zapatos.  Un grupo de gente pulsó la alarma y en la siguiente estación había paramédicos esperando al muchacho, todo diseñado para gente que no era como él.  Se sintió apenado de haber deseado el mal a “un pobre diablo”.
El siguiente suceso fue en su oficina.  Los empleados de esa empresa de seguros que le había contratado “en negro” –fuera de planilla- no lo tomaban en cuenta, siempre se reunían a tomar café o hablaban entre ellos, y en voz alta planeaban el punto de reunión para los tragos o el baile después del trabajo, pero a él lo ignoraban.  Cuando fue a servirse café vio al grupo de empleados que ni siquiera reparaban en él, con ellos estaba la licenciada Lavagnino que volteó a verlo con repulsión, y simplemente lo pensó: “Ya te veré arrastrarte hacia mí, perra”.
Cuando rompía el sobre de edulcorante y lo vertía en su taza, la licenciada Lavagnino fue hasta él ¡ladrando!  Los demás rieron creyendo una ocurrencia de la gerente financiera y él se estatizó sorprendido, pero la mujer no podía hacer otra cosa más que ladrar y pasar sus manos en los hombros del jubilado.  Salió de allí a marcha forzada.
En su escritorio pensó que algo anormal estaba pasando.  Unió el asunto del metro y el de la cafetería de la empresa, y se arriesgó: “Quiero una estilográfica nueva”.  Y una estilográfica nueva fue corporizándose sobre la superficie de su mueble.  A sus sesenta y cinco años, pensó que podía ser, que de alguna manera podía ser.  Y quiso un día soleado y lo tuvo, y un traje nuevo y lo tuvo.
A media tarde ya había tomado una decisión.  Había estado dando vueltas en el asunto y lo iba a hacer.  Con sólo desearlo, con sólo pensarlo, tuvo un Bulova de oro en su puño, le habían aumentado el sueldo trescientas veces más, le habían comunicado que por un “sorteo” el departamento que alquilaba ahora le pertenecía y un periodista fue a entrevistarlo para hablar de su época de estudiante, así que lo deseó fervorosamente y, esto le produjo el intenso deseo de volver a ser aquel joven de treinta años.
Cuando salió de su oficina estaba eufórico, él era el centro de atención de todas las miradas. Caminó por las calles sintiéndose enérgico, vital y dichoso.  Vio su estampa en una vitrina que exhibía corbatas y entró, más para aprovechar verse en el espejo.  Deseó dinero y un grueso fajo apareció en su bolsa.  Compró varias, se vio al espejo y sonrió su muchachada.  Volvió a la calle, aspiró profundamente y se dijo: “Un caballero sin limusina, es un pecado, quiero una”.  Una larga limusina Ferrari aparcó frente a él y un hombre de levita y guantes blancos salió a abrirle la puerta.  Entró feliz.
Tras un breve trayecto por la ciudad, se dio cuenta de que el chofer no le había preguntado adónde le llevaría. El piloto, presintiendo los pensamientos de su pasajero le dijo: --No se preocupe, yo sé adónde, señor.  Y él lo pensó: “Espero que sí…  a descansar”.  Tras una pausa se dejó llevar con un “…al fin”.
Aquella tarde el último vehículo que entró al cementerio fue una Limusina Ferrari, sin cortejo ni flores.

lunes, 27 de junio de 2011

Hablapalabrando Premios


En "Soledades", la entrada anterior, el relato fue abriéndose hacia lo que al final representó, una crítica al agobiante ritmo en que muchas personas caen por los asuntillos de la Internet, y que nos obliga a aclarar que la tecnología no fue pensada para causar tragedias sino para facilitar las cosas al ser humano, es desde éste, desde el error humano de donde proviene su irresponsable uso. Ningún automóvil fue pensado para matar a nadie, ni invalidar, ni orfandar, ni enviudar a nadie, y sin embargo...  ¡Sea!  Las emociones siempre me ponen en el podio de la cháchara.  El asunto es que sí hemos de apreciar -y mucho- la enorme capacidad de estos medios para unir lazos, derribar distancias y conocernos -acercándonos con la palabra- a otros seres que comparten nuestras inquietudes; de esa cuenta A Viva Voz y Hablapalabra me han permitido estar en contacto con el trabajo de talentosas personas alrededor del mundo, estableciendo un fuerte vínculo de amistad, compañerismo y respeto (¡Fin de la cháchara!).
La escritora Rebeca Soler y su (...) Efecto Pigmalión (Galatea http://efectopigmalion-galatea.blogspot.com/) en un acto de desprendimiento y simpatía, decidió premiar a estos sus dos blogs con este premio, que era una forma de abrazarlos a ustedes.  El premio pues, es de todos ustedes y, será de enorme alegría que lo lleven a sus blogs y lo compartan con sus seguidores.  Pero sabiendo que más entusiasma la mención me permito invitar directamente a los siguientes escritores y escritoras:



Gracias, escritora amiga, Rebeca -Gala(tea)-, gracias a todos cuantos me leen y un abrazo a quienes robándole tiempo a su tiempo me dejan su valiosa opinión.  ¡Abrazos hablapalabrados!









sábado, 25 de junio de 2011

Soledades

Honestamente estaba alterado, muy alterado, pero ¡muy alterado! Dio un giro violento a su torso y se lo dijo a su mujer:
−¡A veces te odio! −Y antes que ella contestara algo, añadió− No quise decir eso, perdóname.
Hubo un silencio y estatismo que le congelaron los dedos. Al fin la mujer le contestó:
−No tienes ningún derecho a hablarme así.
−Eres mi esposa −respondió él.
−Tu esposa, no tu enemiga −aclaró la mujer.
Ciertamente se habían casado tres semanas atrás en el blog de Don Pepe, y los días habían transcurrido en una eterna luna de miel, hasta que ella publicó en un blog de poesía un comentario, quizás un tanto seductor, alabando al autor de aquella entrada. Cuando José Carlos encontró aquél comentario, inmediatamente fue a buscar a su mujer y, si la hubiera tenido cerca, seguro le tiraba de los cabellos.
−Hagamos algo −escribió él.
−¿El qué? −Respondió ella en minúsculas y sin signos de interrogación.
−“¿El qué?” −Le corrigió José Carlos.
−Bueno, ¿hagámos qué? −Rectificó ella.
−¡Hagamos un viaje! −Y añadió al final del renglón una carita feliz.
−Hoy no tengo tiempo, tengo que salir. Mi hijo quiere comprar no sé qué.
−Un viaje corto −sugirió José Carlos, ansioso−. Oye, vamos al blog de Andara, hay un bonito post de Barcelona, una ciudad española que…
−¡Hey! −Escribió Sara, molesta− Sé dónde está Barcelona. Hagámoslo el fin de semana. ¿Te parece?
−Si me das un beso, sí.
Inmediatamente unos gigantescos labios rojos emergieron en su monitor, y José Carlos se abrazó de contento. Luego hubo otro silencio y estatismo. La mujer en algún otro lugar del mundo, tomó la iniciativa.
−Quiero que nos divorciemos. Ya fui al blog de Percival y te he dejado una querella de divorcio. No puedo ya con esta vida.
−Escúchame, terroncito −saltó José Carlos−, así son las parejas recién casadas y…
−No, escúchame tú, ese tu “te odio”, me ha dolido.
−Te pedí perdón −tecleó él.
−¡Quiero el divorcio, animal! −José Carlos abrió los ojos lo más que pudo y se acercó al monitor a deletrear “animal”− Y si no me lo das, te meteré a la cárcel en el blog de Susana.
−Eres una asquerosa. ¿Cómo se te ocurre amenazarme? −Pero ya era tarde, la mujer se había marchado y un pequeño rótulo amarillo se lo advertía.
Se levantó, estiró sus brazos, torso y dedos; arqueó las piernas y giró el cuello. Entonces todo se le aclaró, conseguiría otra esposa en el blog de Andy y su ex se moriría de celos, pero en otro momento, por ahora descansaría, había pasado treinta y seis horas pegado a él, haciendo vida social, recorriendo calles virtuales, leyendo tragedias y dichas, escuchando música, viendo videoclips, viajando y flirteando con otras mujeres.
Volvió a sentarse entusiasmado y pinchó en el rótulo “Andy”, y comenzó a ver perfiles y fotografías de mujeres.
Una niña entró en la habitación y le pareció ver un fugaz temblor y resplandor en la pantalla del ordenador. Se acercó al monitor y leyó unas letras que iban alineándose.
−Vete a jugar, niña. Aquí no está tu papá.
La niña se sentó y buscó en “favoritos” el blog: “Mi papá”, pinchó en él y una cinta negra atravesaba en diagonal toda la pantalla, y un rótulo: “under arrested”. Luego escribió:
−Sí está. Siempre hablamos ¿verdad, papi?
En la pantalla aparecieron otras palabras.
−Hoy no puedo, hija, una bruja me metió en la cárcel. Házme el favor de ir al blog de Cassandra y dile que me saque. Así mañana hablamos, hijita.
La niña escribió una sonriente y cariñosa despedida sabiendo que prestaría un gran servicio a su papá con quien todas las noches hablaba ¿o inventaba? a través del ordenador.

VERSIÓN RADIOFÓNICA, DRAMATIZADA POR BEATRIZ SALAS

jueves, 23 de junio de 2011

La habitación Bermejo

El camino, aunque cubierto de exuberante vegetación, había sido un tormento.  Ahora lo que más ansiaba era un buen baño de agua caliente y una cama ancha donde cupieran enteros su cansancio y desaliento.  Después de registrarse en el hotel, un muchacho le ayudó con las maletas, mientras otro, abrió la puerta del cuarto asignado que le pareció, a primera vista, el más hermoso que hubiera visto en toda su vida.  Dejaron sus maletas adentro y aún sin reponerse de la agradable sorpresa, los despidió con una propina, cuyo valor ignoraba porque no manejaba el concepto de esa moneda.
Se tendió en la cama.  Arriba las gruesas vigas de madera y las baldosas de terracota le brindaron una agradable sensación de tranquilidad y consuelo, mientras a un lado, en una pequeña chimenea, el fuego crepitaba emocionado de tener al fin, un huésped a quien calentar su sueño.  Éste no tardó en llegar y Raúl, se abandonó al silencio.
Unos toquidos en la puerta lo despertaron.  Miró su muñeca buscando un reloj que ahora no existía.  Los toquidos se volvieron más insistentes y al levantarse vio incrédulo en sus piernas, en su pecho y en sus brazos ¡otra ropa!  Un jubón amarillo y rojo, una camisa blanca con encajes y un pequeño chaleco de gamuza verde ahora cubrían su cuerpo.  Le asustó ver en sus pies medias blancas, y gruesas hebillas de plata adornando sus zapatillas negras.  Escuchó su nombre detrás de la puerta y desesperado fue corriendo a ella, dudó en abrirla, y al final, como quien espera despertar abriéndola, dejó que las gruesas bisagras se quejaran al juntarse.
-El padrino ya está en la iglesia.  Me han mandado a pediros que no demores.
Aquel hombrecito le pareció familiar y totalmente desconocido.  Al verlo retirarse por el pasillo pensó esperanzadoramente, que todo esto no era más que un sueño.  Volvió al interior del cuarto, cerró la pesada puerta y fue a su cama, se sentó y buscó sus maletas, en lugar de ellas había dos baúles.  Se acercó a ellos temeroso, tímidamente comenzó a destrabar las gruesas correas de cuero y al abrir uno de los baúles, en el forro interior de la tapa, vio curiosamente agradecido:  Un escudo de armas y su nombre.  Su nombre en letras doradas:  Conde Raúl Bermejo, Sevilla, España.  Abrió rápidamente el otro y encontró la misma insignia heráldica.  Revisó ansiosamente en ambos y sólo encontró ropa, ropa nueva y olorosa de un tiempo que ahora se impregnaba en su piel, sus pupilas, su cerebro y sus entrañas.  Otros toquidos lo sacaron de su estupor.  Corrió a abrir y una muchacha hermosa entró sin ningún reparo a la estancia.
-Mi señora le pide que si un poco de amor hacia ella guarda su corazón altivo, no asista usted al compromiso y deje vivir a don Felipe, su marido.
La sangre se heló y agolpó en su cerebro, todo se volvió lechoso en el cuarto y arrastró sus pasos hasta la cama.  Allí la muchacha se arrodilló frente a él y lloró tan tiernamente que Raúl no pudo evitar que sus ojos se nublaran.
-Por favor señor Conde, desde el fondo de nuestro corazón se lo pedimos.  No hay ofensa en que don Felipe haya casado con mi madre, y si tal como usted ha dicho, soy de usted su hija y que nunca le he pedido favores, no enlute nuestra casa por ausentes agravios y vanos rencores.
 Esto no podía estar sucediendo.  Recién llegaba de un pesado viaje que tuvo que improvisar después de dar muerte al amante de su esposa en su país, y ahora, en sueños se planteaban las mismas circunstancias pero en otra época.  Un tiempo no del todo desconocido.  Raúl, adivinó su sangre en los ojos de la muchacha.  Al fin le habló de una forma que su lógica discursiva no ordenaba.
Ciertamente nunca me habéis pedido nada, y hasta hoy, Dios me permite contemplar agradecido, tan cerca, los ojos de mi hija amada.  Nunca supe de vos, hasta que por cartas, Antonio, me ha descubierto este infame secreto.  Y he jurado a todos los cielos, vengar estos años de tormento, y ya que me niego a dar muerte a la causante de este siniestro y que no podría veros marchitar, huérfana de madre en un convento, he dado por sentado y convengo en dar muerte al infeliz que usurpando mi lugar, dio por llamar casorio a un desliz.
La muchacha resignada a los sucesos que se desencadenaban con furia y fuego, y no teniendo ya en sus adentros más lágrimas que verter, ni palabras ni sustentos, se levantó, se dirigió a la puerta y desde allí le dijo casi en silencio.
-Le amo padre.  No me pregunte por qué razón pues no la tengo.  Pero si el que me hayan ocultado de usted es causa de tanto enojo, mate a ese hombre y olvide para siempre mi rostro y mi nombre.
La muchacha salió llorosa de la estancia.  Raúl se preguntó por qué él habría dicho lo que dijo.  Tomó una decisión.  Si sueño o realidad, afuera esperaba el final de los eventos.  Salió presuroso a la calle, empedrada y solitaria.  Los edificios que había visto a su llegada, ahora no estaban.  Caminó en silencio y al fin vio la iglesia y a un grupo de hombres que le esperaban.  Apresuró el paso, saludó a quien él sabía que era su padrino y adivinó que el de barba era don Felipe.  Otro hombre se acercó a él, abrió una caja donde descansaban ansiosas, dos pistolas negras de cañón largo.  Tomó cualquiera.
Otro hombre condujo a los ejecutores y los colocó espalda contra espalda, se separó y comenzó a contar mientras Raúl y don Felipe coincidían sus pasos con la cuenta.  Al llegar a diez, ambos se voltearon y alzaron cada cual su arma apuntando al otro.  Raúl vio el cañón de su oponente y cómo éste se esmeraba en apuntar a su corazón cerrando uno de los ojos; él, jaló el gatillo de su arma y los pájaros huyeron despavoridos de los árboles.  Todo se nubló y sintió que caía sobre su espalda.  En la caída escuchó otros dos disparos.  Sonidos sordos que curiosamente lo volvieron a la conciencia.
Abrió los ojos, miró su muñeca y descubrió feliz el reloj que antes le hubiera evitado tantos sueños tontos.  Los disparos seguían en su cabeza, alguien tocaba su puerta.  Se levantó feliz y dinámico y abrió generoso la puerta.  Quedó estático y perplejo.  Don Felipe, el hombre con el que en sueños se había batido en duelo, entraba sonriente al cuarto.  Raúl soltó la puerta que se cerró pesada y lentamente.  El hombre vestido de negro se paseó por la habitación y al fin dijo:
-La habitación Bermejo.  Tienes suerte de haberla encontrado aún, y que no haya sido demolida.  La gente no respeta la historia ni las cosas viejas.
Raúl fue acercándose a su cama, se sentó y trató de entender.  Quizás ahora tenía otro sueño.
-Has tenido tanta suerte de encontrarla, pero nos has causado grandes problemas, porque ahora tenemos que empezar de nuevo.
El hombre, extrajo del interior de su saco un sobre de cuero y se lo entregó a Raúl.
-Te he traído el itinerario correcto.  Primero habrías de ir a Barcelona que fue donde ocurrió tu primera muerte, luego al Perú no aquí a Antigua Guatemala.  Pues decía, del Perú a Panamá, luego a Méjico y finalmente a Guatemala.  Como podrás darte cuenta has empezado al revés, comenzado por el final.  Y eso señor Conde  ¡no!  Aquí en Guatemala eras Visitador, ¡sí!  En España Conde, en el Perú Obispo, en Panamá Corregidor, en Méjico Gobernador y finalmente Visitador en Guatemala.  Así pues, Raúl, ayúdanos a hacer bien las cosas.
Raúl se desmoronó sobre su cama, llevó sus manos a la cara y pidió a Dios que aquello fuera una pesadilla.  Nuevamente los toquidos en la puerta le devolvieron la esperanza.  Abrió los ojos y se convenció que lo anterior había sido un extraño sueño porque el hombre aquél ya no estaba.  Mientras iba hacia la puerta agradeció a Dios el favor de la realidad.
Unos hombres entraron presurosos en la habitación y su desconcierto fue mayúsculo.  Ya por costumbre o curiosidad miró su cuerpo y vio otras ropas.  Su corazón volvió a latir con fuerza y sintió ganas de llorar, llorar y arrodillarse pidiendo que cesara todo este tormento.  Él sólo había venido a descansar unos días, no a soñar ni a tener pesadillas ni a encontrarse con sus vidas pasadas.
Observó estupefacto cómo aquellos tres hombres caminaban nerviosos por toda la habitación, abriendo baúles, roperos, muebles y buscando bajo la cama, mesa, sillas y en el interior de la chimenea.  Sintió miedo de preguntar qué era todo aquello.  El más viejo de los hombres se acercó a él y susurró al oído.
-No hay nadie su excelencia.  Podrá usted estar tranquilo.  Hemos apresado a Bobadilla y aunque no tenemos el nombre del otro traidor, quien ha jurado a usted matarle, ya andamos sobre sus pasos y casi estoy seguro que se trata de Castillo.
Raúl, por alguna razón al escuchar aquel apellido murmuró:
¿Mi primo, mi primo Antonio Castillo?
-Sí su excelencia.  Lo lamento por usted, pero tenemos documentos que comprometen a su primo en el complot.
¿Y va a matarme?
-Con nosotros cuidándole, no.
¿Dónde estamos?
-En Méjico, su excelencia.
Volví a equivocarme...

martes, 21 de junio de 2011

Josefina

Josefina tiene la mirada inundada de tristeza.  Sus ojos son dos cristales azules, llenitos de esa pena tan inmensa del Mar del Norte donde los témpanos se estrellan ansiosos contra los fiordos en la corta primavera, en una inmolación violenta de secreta espera.
Vive sola.  Aquí en su cabaña, casi al pie de los riscos, donde la ventisca hiriente somete a fría prueba, día y noche, la madera y los huesos, la esperanza y el desaliento.  Por la ventana mira a veces al pueblo, allá abajo, quieto y callado, como si sobre él se hubiesen congelado para siempre el sueño y el silencio.
De cuando en vez, los pescadores que regresan al atardecer entre la niebla, entonan viejas canciones, y en la helada playa los recuerdos flotan en espesa bruma y se abren paso hasta ella, que revive, como la llama de una vela que creímos apagada, escenas pasadas; como cuando con su madre, esperaban en el viejo muelle el regreso de su padre.  Ella, apenas una niña; su madre toda una vikinga; y su padre, viejo lobo de mar a quien un tiburón había arrancado una mano.
 -Madre, ¿adónde van las ballenas?
-A buscar marineros muertos.
-¿Para qué?
-Para sentirse mejor.
Un silbido la vuelve a la realidad.  Suspendida sobre ardientes maderos en la chimenea, la jarrita la llama ansiosa para que la retire del fuego.  La leche espesa y olorosa, cae sobre su tazón de barro negro; dos trozos de chocolate se deslizan hasta el fondo y Josefina los remueve ausente, como batiendo pretéritas imágenes.
-¿Por qué lloras, padre?
-Extraño a tu madre.
-¿Por qué mueren las madres?
-Así nos castiga el cielo.
Aquel hombre, curtido por el tiempo, subía cada tarde a los riscos después de la pesca.  Y allá estaba en lo alto hablando con sus muertos.  Regresaba ya entrada la noche y ella fingía dormir, para que él sintiera que después de todo era una niña feliz.  Una tarde ya no regresó más y a ella le cayó de golpe y para siempre, la tristeza y la soledad.  Aún con la manteca dulzona del chocolate en sus labios, Josefina va hacia un baúl y de él saca el vestido de novia de su madre, ya amarillento por el paso irreverente de los años y opaca su pedrería por el vaho de recuerdos de tantos días pasados.
-Tu padrino Erick, le regaló este vestido.
-Abuelo ¿por qué ya no vino mi padrino?
-Se mató el día en que murió tu madre.
-¿Y por qué?
-Él debió casarse con ella.
Como una copia de aquel cuerpo que fue a la iglesia hace más de cuarenta años, Josefina se ha puesto el vestido y simula alegría dando vueltas por la estancia. "¡Padre, madre!  ¿Qué les parece, no es precioso?  Y Erick ¿lo han visto?  ¡Vamos, apuren que ya deben estar todos en la iglesia!  Padre, debes decirme cómo está vestido el novio.  Madre, alcánzame los zapatos".
Josefina, ríe.  Reconstruye imaginariamente aquel día en que se casó su madre.  Hay gozo en su corazón y sus labios estrenan la sonrisa que debió haber tenido la novia.  Corre al baúl y levanta, dichosa el velo, y con sus dedos arregla la guirnalda rodeada de encajes blancos.  Lo coloca en su cabeza.
-Estoy lista...  Vamos.
Josefina abre la puerta y un viento frío se cuela entre su vestido y su piel.  Sale de su cabaña.  Mira por última vez hacia el pueblo, le da la espalda y camina hacia los riscos.  Una anciana a lo lejos la ha visto y sus ojos se llenan de lágrimas.
-Ve Josefina, ve mi niña.  Ve a encontrarte con tus muertos...

domingo, 19 de junio de 2011

Homenaje a Hablapalabra


Todos reconocemos el poder de la Palabra, esa que, junto a otras, describe, cuenta, descubre, introduce, muestra, encierra, enciende, endulza, amarga, acaricia y crea mundos fantásticos, reales o utópicos. Un montoncito de palabras creando en la mente del lector aquello que antes estuvo en la mente de su autor –no es un trabalenguas-.
También reconocemos que la comunicación gana las batallas de la indiferencia, el desconocimiento y la apatía. Ella nos permite reconocernos, las más de las veces, como una familia con la que compartimos nuestros pensamientos, tiempo y opiniones. Cada blog, realmente es una mesa ancha y larga donde nos sentamos a compartir alegría, amistad, temores, dudas y creaciones. Valga toda esta perorata para agradecer el cariño y humanismo de MASCAB y su espacio http://larebeldequenofui.blogspot.com/
Que confieren a HABLAPALABRA un reconocimiento que su servidor muestra y comparte humildemente.
Quiero que me acompañen con este homenaje –paciencia a mis demás amigos que habrá para todos, lo aseguro- los siguientes blogs adonde llego siempre a abrazar a sus administradores.

Galatea http://efectopigmalion-galatea.blogspot.com/
Guille http://guille-unlugarenelmundo.blogspot.com/
Alma http://almamateostaborda.blogspot.com/
Mixha Zizek http://mixha-zizek.blogspot.com/
ion-laos http://ion-laos-sentimientos.blogspot.com/
Diana Profilio http://diana-profilio.blogspot.com/
María http://escribimospensamientos.blogspot.com/
OceanoAzul.Sonhos http://oceanoaazulsonhos.blogspot.com/
Merche Marín http://merchemarin.blogspot.com/
Jessenia http://elparaisoestaentusojos.blogspot.com/

sábado, 18 de junio de 2011

Efecto Dominó

Tenía exactamente cinco minutos de haber sacado el nuevo micrófono de la caja y –conectándolo a una pequeña fuente de energía- hacía pruebas con él; sonó su teléfono, se puso nerviosa y al apagar el micrófono, meter la mano en la bolsa de su chaqueta y retirar violentamente el cable de la fuente de energía éste se desprendió de la base extrayendo los coloridos alambres y la pequeña batería que lo convertía en un micrófono inalámbrico, además de quebrar la pequeña placa de encendido.
Su familia, amigos −y ella misma− lo reconocían, a veces, tenía una enorme facilidad y vocación para echarlo todo a perder.
La llamada era de su madre preguntándole a qué hora llegaba esa noche para disponer esperarla o dejarle algún platillo de comida en el comedor; a contestar iba cuando el otro teléfono en su bolso de mano sonó, le dijo a su madre que la llamaba en cinco minutos y sacó el otro teléfono, habló con el jefe de redacción, y mientras atendía indicaciones salió del pequeño cubículo con el arruinado micrófono en la otra mano y se encaminó hacia los camerinos, pero al pasar por una pequeña sala de espera volvió a sonar el otro teléfono en su chaqueta, se sentó, dejó el micrófono sobre una mesita de centro donde había revistas y periódicos, y mientras seguía hablando vio en la pantalla del otro teléfono quién la llamaba; aligeró la charla con su jefe de redacción con un “Mejor voy a tu oficina, chau”.
Contestó dichosa en la otra línea y aceptó la invitación a cenar después de las once de la noche cuando saliera de la transmisión; luego se puso melosa con el galante que la invitaba, se levantó olvidando allí el micrófono descompuesto y fue directamente a la oficina de su jefe.
En el camino, mientras seguía su conversación por teléfono, se hizo a un lado para dejar pasar a una secretaria y a un joven de la oficina contable. Ella desapareció por el pasillo y aquellos llegaron a la pequeña sala, allí discutieron acremente y en un momento inadvertido él la tomó rudamente del brazo, la muchacha sin nada más que el micrófono a su alcance lo agarró y lo estrelló violentamente en la frente del muchacho quien cayó al piso sangrando. La secretaria corrió y dio cuenta del suceso y una ambulancia lo llevó a urgencias del Hospital San Pablo donde el joven médico encargado de la unidad estaba por marcharse, ansioso de ir a reunirse con su mujer que lo esperaría en una pequeña cafetería de un centro comercial a pocas cuadras del centro hospitalario, y, aunque su reemplazo aún no llegaba, era “improbable” que lo necesitaran inmediatamente ¡se equivocó!
El lejano ulular de la sirena de una ambulancia puso en sus entrañas un mal presentimiento: “Pasá, pasá, pasá de largo”. Pero el sonido en lugar de alejarse más se acercaba y él volvió a colocarse su bata de médico y fue a preparar la recepción del paciente.
En tanto el herido era llevado al quirófano para suturarle una herida en la frente llamó a su mujer y le contó lo que ocurría y que no sabía cuánto tardaría, así que le sugirió que tomara algo y se acercara ella al hospital, y en premio, además de la cena, irían al cine.
La mujer del médico pidió un té y un pastelillo –por si su marido tardaba más de lo debido en el hospital- y tras disfrutar su solitaria velada se levantó y salió del centro comercial; un muchacho se puso a caminar al lado de ella y a piropearla; al principio ella caminó más rápido sin poner atención en las vulgaridades, pero cuando el extraño quiso pasar el brazo por sus hombros saltó a un lado y le gritó neurótica: “Dejáme, hijueputa”. El muchacho sacó una navaja y la flotó, riéndose frente a la cara de la mujer quien se sintió morir, pero algo sucedió que el desfachatado sólo la escupió en el rostro y comenzó a correr. Cuando llorando sacaba un pañuelo para limpiarse vio pasar corriendo a un policía; dos meses llevaba trabajando en la Institución, se sentía orgulloso de lucir su uniforme ¡y le dio alcance! Logró pescar de la camisa al delincuente pero éste se volteó y hundió varias veces en el vientre del policía la navaja; el agente cayó y el otro huyó entre los autos que pasaban a esa hora por el lugar.
La esposa del médico llamó inmediatamente al 911 y en menos de tres minutos varias radiopatrullas acordonaban el lugar; también llegó un contingente de periodistas. Ella declaró al comisario lo ocurrido y luego fue abordada por una periodista que a quemarropa puso un micrófono en su boca –instintivamente recordó la navaja del delincuente− “¿Usted vio lo que ocurrió, señora?”.
Así comenzó la entrevista la joven periodista que media hora antes había echado a perder un micrófono pero que jamás imaginó cuántas vidas había malogrado esa noche.

miércoles, 15 de junio de 2011

Acuerdos -epílogo-

La noche rondaba con aroma de jazmines, y las antorchas daban a los murallones una deliciosa calidez a la piedra y al silencio.  Las calles vacías, a no ser por una figura que −de espada, capa y sombrero de pluma− atravesaba con paso alegre la ausencia de los que ya dormían.  Dobló por la calle de San Juan y enrumbó al callejón del Sarraceno, luego se detuvo frente a un balcón y esperó paciente.  Alguien allá adentro se acercó con un mechero que dejó a un lado de la abierta cortina y asomó su rostro, su bello y angelical rostro, a las rejas.
−Me ha tenido con el corazón en la mano −susurró el muchacho.
−Más no puedo hacer, y bien lo sabe −dijo ella.
−Sepa señora que es usted mi ama, que mis pasos tiemblan y que no es el corazón quien manda.  Que verla cada noche tras la reja sólo el dolor agiganta,  y  llena de más pena lo que habría de ser alegría de guirnaldas.
La mujer se persignó piadosamente y besó el crucifijo que colgaba en su pecho.
−Me deja usted sin palabras, siempre lo hace.
−No hay en el mundo un mortal que más pudiera quererla, que deseara el filo de un puñal atravesando la tela, que dejarla un día de mirar aunque usted no le quiera.
−Usted sabe el dolor que esto me causa, no es ajeno a la rebelión de mis adentros que quieren guardar el honor de mi casa, y día y noche pienso en sus te quiero.  Usted no sabe cuánto le ama este pecho que en el silencio apenas alcanza la calma sólo por girar su recuerdo aquí, adentro del alma.
Entonces el muchacho lo arriesgo todo, y dejó que su voz saliera fresca como una alondra atolondrada.
−Escape usted conmigo, doña Leonor.  Esta misma noche −el angustioso y necio sonido de un teléfono móvil comenzó a sonar insistente dentro de su jubón, y el muchacho alzó más la voz−.  Que cuando nos sorprenda el sol vayámos de camino…
−¡Corten! ¡Corten! ¡Corten! −Gritó alguien.
La mujer se retiró del balcón mientras el muchacho buscaba entre sus ropas el teléfono que insistentemente continuaba ululando.  El director se acercó al muchacho.
−¿Qué pasa contigo? ¡Cómo te atreves!
Al fin el joven actor localizó el aparato, miró la pantalla y se lo extendió al hombre de barba blanca y afrancesada boina.
−No es mío, alguien lo puso aquí −el director se lo arrebató de las manos.
−¡Christopher!  −Chilló.  Éste se acercó y cogió el teléfono que le extendía el viejo−  Averigua qué ha sido todo esto −luego gritó a los demás−.  En treinta minutos los quiero aquí, repetiremos la escena.
Los técnicos fueron apagando reflectores, cerrando sombrillas de reflejos, quitando gelatinas en proyectores y apagando las cámaras.  El director se retiró de la escena, bordeó la calle de San Juan y entró a la casa que les servía para las tomas interiores, allí encontró risueña y fumando a la mujer.
−¿Qué haces?  ¡Cómo te atreves!
Ella se puso de pie, era alta.
−¿Do it what?
−Arruinar la carrera de este chico, atrasar la filmación, joderme los nervios.
−¿Me? −Luego caminó alrededor del director−  Dijiste que sólo lo asesorabas, no que lo dirigías.  Dijiste que “a quién le importaba lo material”, y me enteré, que tu habitación tiene jacuzzi, que tus comidas son exóticas y que tienes una asistente con grandes tetas…
−No seas vulgar.
−¿Yo arruino a ese chico?
−Déjanos en paz.
−Haré el amor con él.
El hombre se rió a carcajada batiente, se quitó la boina y su lustrosa calva también hizo carcajearse a la mujer, tras de lo cual el primero se calmó.
−Ese chico vivirá hasta envejecer.
−No esperaré tanto, angelito, ya que aquí se rompen las reglas…
−No me provoques −dijo muy, pero muy serio el hombre.
El muchacho entró, hombre y mujer quedaron serios y callados.  El recién llegado con una seña les invitó a sentarse.  Ya por costumbre o por la inesperada irrupción del chico, el hombre quiso recoger su túnica para sentarse pero sólo encontró el faldón de su chaqueta.  Todos se sentaron expectantes.
−Perdí a un ángel, pero gané a un director −los otros estaban con el ceño fruncido−.  Perdí a una actriz y ganaré a una amante.
−¿Quién eres? −Refunfuñó apuntando con su índice el hombre.
−An actor. Remember?
−Déjate de juegos.
−Caíste en la trampa, Roel −la mujer se sonrió maliciosamente−.  Y tú también.  Así que, se los advierto.  No quiero más guasas ni candongas en el rodaje y terminemos la función.
Los tres salieron de la casa y volvieron al callejón donde las luces ya estaban iluminando el lugar, un camarógrafo se restregó los ojos y entonces los vio bien, aunque apenas unos segundos antes juraría que los había visto transparentes.

lunes, 13 de junio de 2011

Liberación

Desfallecido y torpemente se sentó apoyando la espalda en la rocosa pared de la cueva.  Su respiración era agitada y violenta, no así la ira que aún le acontecía y palpitaba en su pecho lenta y pesadamente. 
Observó su brazo herido y dos garras quebradas al final de su mano.  Había sido traicionado y caído en una emboscada de la que aún no se explicaba cómo había podido escapar con tan pocos daños. 
Sus atacantes –tres muertos, uno al que dejó moribundo y dos que, mortalmente heridos, lograron escapar- jamás esperaron su rabiosa reacción y pagaron muy caro su exceso de confianza ¡y hasta risas! cuando lo rodearon.
Kerjo no tenía idea de dónde provenía el ataque, quién o quiénes lo habrían tramado y por qué; le dio la impresión de que sus agresores eran de la misma aldea, pero cómo reconocerlos en una noche cerrada y con semejantes disfraces.
Un ruido al fondo de la cueva lo alertó y se puso de pie.  Alguien murmuraba con otro alguien.  Sigilosamente se arrastró cueva adentro y vio un resplandor a lo lejos.  Eran dos mordians, reconoció a la mayor, Akala, su madre.  ¿Qué hacía allí y por qué encendían una fogata? 
Se acercó más y se escondió.
−Que yo estaría peor, Akala.  Eso dije.
−Non.  Dinjo ontra consa.
−Está bien.  Lo repito.  Esto es ridículo.  Eso fue lo que dije.
−Sin enl munerto funera hinjo sunyo, ensto non funera rindículo. 
Kerjo se alteró, pensó rápidamente en sus hermanos, seguramente sus atacantes al no vencerlo habrían ido a vengarse con alguno de ellos.
−Vanmos an linberarlo den ensta cuenva.  Sen lon anseguro.
−¿Y cómo lo sabe? –preguntó la otra mordians a su madre.
−Non men prengunte enso.  Son consas den mandre.
−Si hubiera sabido que me traía para esto, no hubiera venido, aunque debí de sospecharlo, si aquí fue donde encontraron muerto a Kerjo.
−Ontro Kerjo quendó antrapado anquí.
−¿Y dónde está?
Kerjo se resolvió a salir de su escondite y aclarar el asunto.
−¡Mandre!
−¿Enscuchó unsted?
−Sí.  ¿Kerjo dijo madre?
Kerjo quiso hablar pero comenzó a evaporarse.
Akala levantó un leño de la fogata e hizo círculos sobre su cabeza gritando:
−¡Linbérate, Kerjo!  ¡Denscansa yan!
Luego se sentó llorosa mientras la otra mordians murmuraba:
−Esto es ridículo.  Esto es ridículo.

sábado, 11 de junio de 2011

Cosas de Palacio

-¡El Marqués Giuliano Sorrento!
Dos filosas dagas cruzaron fulminantes el salón y se clavaron en la impaciencia del recién llegado que buscaba con su mirada –altanera y estúpida- a alguien entre los invitados.  Aquél que lo observaba era el barón Gustav Klavervhült, noble estoico, interpérrito y bravo, que recién se había enterado que Sorrento hablaría esa noche a su majestad para tratar algunos asuntos que le daban mala espina.  
Desde la distancia Sorrento descubrió al barón.  Sacó de la manga de su decorada guerrera un fino pañuelo de seda y lo agitó en el aire, como grácil paloma queriendo escapar de un campanario.  La ira se apoderó de Gustav pero supo contenerse y disimular, y tal como se arquea una longaniza de ternera sobre las brasas, curvó los labios, forzando una gruesa y quemante sonrisa que no pasó desapercibida para una mujer que vio con malicia aquel intercambio de saludos:  Astrid, la condesa sureña que colgaba en el tafetán de sus vestidos y en los bucles de sus dorados cabellos públicas nóminas de amantes palaciegos.
-Gustav, os veo tranquilo y risueño, propiedades extrañas en vos, que nos tenéis acostumbrados a la hostilidad, la amargura y al decir horrendo.
-Las máscaras que usamos esta noche en palacio, condesa querida, pretenden escondernos de las alimañas; lo cual veo con tristeza que por mucho afán que ponga, en vuestro caso, es causa perdida.
La mujer cerró de golpe el abanico, levantó su respingada nariz y dio la espalda al barón, que la vio alejarse, tropezando a propósito con los más apuestos jóvenes de la festividad.  Klavervhült volvió su mirada al lugar donde había visto a Sorrento a quien no encontró por ninguna parte.  Exploró ansioso con su vista todos los rincones del salón con resultados vanos.  El marqués había desaparecido.  Vio a un paje salir de un salón contiguo y abrirse nervioso el paso entre los invitados.
-¡Muchacho!
-¿Señor?
-Al marqués Sorrento, ¿le habéis visto?
-No sé quién sea, su excelencia.
-¡Un amanerado de peluca verde!
-La vuestra también es verde, barón.
-¡Pero la de él es verde limón, ¡granuja!
-¡Ah, Giuli!  ¿Conque él es el marqués Sorrento?
-¿Dónde está?
-En el Salón Dorado, su excelencia.
Sin más, Gustav aligeró sus pasos hacia el Salón Dorado, donde ese mequetrefe le escucharía hasta la última letra del discurso, que no había preparado, pero que él improvisaría sin mucho esfuerzo.
Mientras tanto, Astrid hablaba con la beronesa Varónica, ¡no! Con la baronesa Verónica, gordita vivaz y divertida, que sin embargo, se aburría con los escasos y mediocres eventos de palacio que la dejaban muchas veces sin argumentos cuando tenía que compartir alguna charla con otros miembros de realezas extranjeras que como hoy, visitaban el palacio, para dar sus parabienes a otro año más de vida de su excelsa majestad.
 -¿Ni sabéis qué he descubierto?
-¿Que el infante Jacobo está enamorado de su eunuco Roberto?
-¡Verónica!  ¿Sabéis lo que estáis diciendo?
-Entonces:  ¿Qué la concubina del rey no tiene treinta sino sesenta años?
-¡Dios mío, qué escándalo!
-¿O que el viaje a Suiza de la princesa Karla fue para encubrir un aborto?
-¡Madre del cielo!
-¿Sabéis que la marquesa Olga entra secretamente a su alcoba al perro de su marido?
-¿A valiente, el setter irlandés que padece ceguera?
-No estáis en nada, condesa.  Olga hizo pública la advertencia a su marido de no quererlo en la alcoba, pero como su majestad ha regalado un castillo en Córcega al mariscal, ella, por no dar su brazo a torcer pero ansiosa de la herencia, ahora lo entra y deja dormir secretamente en su alcoba.
-¡Qué deshonesta!  ¿Puede haber alguien más interesada?
-Bueno, al final ¿qué ibais a contarme?
-...Lo olvidé.
-Si alguien menciona que sufrís amnesia no digáis que yo lo he contado.
-¡Ah sí!  He descubierto que el marqués Sorrento y el barón Klavervhült están enamorados.
-¿Giuliano y Gustav?
-Los he visto mirarse apasionados y tirarse besos.
 -Qué bien escondido lo tenían.
-Más aún:  Giuliano ha ido al Salón Dorado y ha mandado a llamar a Gustav, con un paje.
 Secretamente, sin ser visto ni escuchado, como silente serpiente en un pantano, Gustav ha entrado al salón.  Allí está sentado Giuli, con su pierna cruzada y los ojos cerrados.
 -¡Vive Dios que os tengo atrapado!
-¡Ay Dios mío, Gustav!  ¿Qué maneras son esas de asustarlo a uno?
-¿Creéis que no estoy enterado que tramáis hablar con su majestad para que reduzca mi salario?
-¿Yo?  ¿A vos?  ¿Y quién os ha dicho tal barbaridad?
-¿Lo negaréis aquí en mi cara?
-¿Pero negaros qué, corazoncito bravo?
-¡Que intrigáis en mi contra y soñáis con mi ruina!  ¡Y no me habléis como a vuestros libertinos!
-Os juro que no, querido.  Es más, si un día vuestra fortuna terminara, no dudéis que presta a vuestro auxilio iría mi mano a ayudaros, porque sabedlo, vos  ¡sois mi hermano!
 Aquella declaración lo dejó turbado.  Algún rumor había escuchado en su adolescencia y ahora se cumplían aquellos secretos presagios.  El marqués añadió:
 -Apenas unos días antes encontré el diario de mi madre, ¡nuestra madre! Allí consigna llorosa que tuvieron que daros a vos en adopción al sobrino del emperador austriaco Klavervhült. 
Gustav bajó su frente.  Dos lágrimas se internaron en su espeso bigote, abrió los brazos y abrazó con fuerza a aquel marqués que la vida le devolvía como su hermano.  Los dos:  lloraron.  ¡De repente!  Las puertas del Salón Dorado, luminosa y alegremente se abrieron de par en par y entraron en tropel y alocados todos los nobles invitados que afuera esperaban el desenlace de aquel encuentro.  Al ver la escena tierna de los dos hombres abrazados, unos sonrieron cálidamente, otros lloraron, hubo quienes también se abrazaron dichosos y en coro los animaron:
 -¡Beso, beso, beso, beso!

viernes, 10 de junio de 2011

Queridos

La mujer que tres meses atrás había gritado que me hundiría, que recogerían mis pedazos mugrientos del asfalto, que me engusanaría un día mientras dormía y que había estado drogada cuando se casó conmigo, allí estaba, sonriente, con una mirada tierna y sus relucientes uñas observando el menú. Yo la contemplaba. Su cutis limpio, su cabello brillante y su boca rosada, sin maquillaje, su ropa fina y sus joyas −siempre pagué lo mejor para ella−. Esa misma mujer que, flanqueada por sus padres, me había gritado afuera del bufete de abogados donde se consumó el divorcio “¡Te odio, maldito!”, ahora estaba allí, frente a mí sin decidirse qué pedir para la cena. Yo, sonreía, casi adivinando que no era su apetito el protagonista de la indecisión sino encontrar los platillos más caros, como siempre. La mujer que se quedó con todo y que hasta embargó el mobiliario de mi empresa, allí estaba dichosa y plena en el restaurante más caro de la ciudad, jovial y sosegada, como una fiera que sabe segura a su presa, pero a la que le reservaba una pequeña sorpresa. Hice señas a un mozo quien se acercó abyecto.
−¿Señor?
−Un pastel de merluza y gambas, por favor.
−A mí −dijo la lindura observando el menú−: un enrejado de setas, gambas y espárragos, una ensalada de melón y tiras de jamón con queso mozzarella, y una corona de queso mascarpone con nueces −el mozo anotaba y me volteó a ver, por si aquello era una broma, yo sólo asentí sonriente−. ¿Ese pastel de merluza y gambas, es fresco?
−Sí, madame.
−Quiero uno también.
−Con mucho gusto. ¿Y de beber?
−A mí, agua mineral −dije, sabiendo lo que venía.
−No, querido, por favor −hizo un aspaviento aburrida−. Sugiera un buen vino.
−Con este menú les sugiero un Claret Bordeaux.
−Pues tráigalo.
Llegó el vino, las copas y ¡salud!
−Y a todo esto, dijiste “celebrar”, ¿qué celebramos, querido? −El querido sonó falso−.
−La vida, querida. Sólo la vida, querida. −Supongo que también sonó mal mi querida−.
−¿Estás tramando algo? No me gusta mucho tu seguridad, querido.
−Bueno, te lo diré después de la cena −dije sabiendo que no soportaría esperar tanto.
−¿Qué me dirás? ¿Por qué no ahora? ¿Por qué después de la cena? Así que preparas todo este teatro para decirme algo que seguramente…
−Escúchame, querida.
−¡Me lo dirás ahora! Querido.
−De acuerdo. Pero primero, salud −chocó de mala gana su copa con la mía−. Voy a casarme, querida −vi la súbita palidez de su rostro, el temblor de su labio y el golpe mortal en sus ojos−.
−¡¿Que qué?!
−Eso, que voy a casarme.
−¿Vas a seguir arruinando mujeres?
−Yo no te arruiné, querida, tú lo hiciste conmigo.
−No hablo de dinero, hablo de sentimientos.
−Ah, sentimientos, qué linda palabra. Es lo que tiene a esta millonaria enamoradísima de mí.
−Farsante, mentiroso, embaucador, estafador.
−Sólo un hombre feliz, querida, muy feliz ¡ah, y enamorado!
−Oportunista, interesado, vividor, miserable.
El mozo se acercó arrastrando sobre una mesita de rodos los suculentos platillos que volaron a la mesa.
−Qué delicia −suspiró ella observando las viandas.
−Muy sabroso −respondí sonriendo.
Cuando el mozo se retiró me sentí en peligro, sobre todo cuando levantó el cuchillo y lo hundió en su enrejado de setas y no sé qué más. Me miró sonriente degustando el delicioso platillo. Llevó el tenedor a la boca y me volvió a sonreír tierna.
−Miserable. Eres un maldito ¿lo sabías? Dios esto está delicioso.
−Buen provecho, querida −dije mientras colocaba la servilleta en mis piernas y recogía los cubiertos.
−Mmm, riquísimo. Bastardo. Pero qué cosa más rica. Te vas a podrir en el infierno. El estiércol es más valioso que tú. Basura. Qué comida más rica ¿por qué no había venido antes? Eres una plasta, eso es lo que eres, una reverendísima plasta. Mmm, melón, jamón y queso ¡increíble! Un pedo, eso es lo que eres, una excrecencia, un asqueroso moco. Me tienes que invitar otro día a este lugar −yo asentí sonriente−. Un desgraciado hijo de ramera. No sabes lo que es esto, salud, brindemos −alcé mi copa y dije un salud que quedó atrapado entre su hijo de ramera−. Deben tener al mejor chef del mundo, seguro que sí. ¿Escuchaste lo que dije? Hijo de caca, ni más ni menos ¿qué te parece? Ni se te ocurra estar viendo mi comida, salud, salud, salud. Mmm, qué cosa más rica. No sé qué te puede ver una mujer, con esa cara de… Ay, esto no tiene nombre, qué delicia…

jueves, 9 de junio de 2011

Los Cazadores

Vista desde el aire, la ciudad es una gigantesca neurona de hormigón, asfalto y hierro de cuyo centro se ramifican cientos de calles y avenidas vibrantes, vitales y cosmopolitas.  Desde el aire, todo es una pulsación dinámica que da a la ciudad ese carácter de solidez, tenacidad y dureza para afrontar con éxito las embestidas de este −locamente llamado− neopostultrapremodernismo.
Pero desde tierra, desde el raso nivel de las miserias humanas, la ciudad −con su indiscutido lujo y ostentación− es un neurasténico mercader que ha instalado negocios de toda índole: electrodomésticos, telas preciosas, ropa de alta costura, accesorios, adornos, especias, oro, alhajas.  Un escandaloso hormiguero en una maraña sin fin.  
Sin embargo, los vidriados restaurantes, entre intrincados pasillos y escaleras, permiten, eso sí, alejarse de la vorágine de griterío y celeridad, y desde donde pueden observarse los grupos que en romería van a la Bolsa; parejas, fácilmente reconocibles porque se hablan a gritos, o novios que actúan con una cursilería que recuerdan el cine mudo; oficinistas y ejecutivos que simulan prisa y exactitud, escolares con la vista al piso memorizando tantas indicaciones, policías altaneros, religiosos libidinosos, automovilistas fatuos, gente pobre esperanzada,  muchachas coquetas.
Esta es la ciudad, la enorme boca, el hercúleo estómago que cumple su mesiánico destino.  Dédalo sigue construyéndolas, por todas partes, por los siglos de los siglos, porque estamos atrapados en un majadero círculo vicioso, existimos porque la gente sigue pensándonos, y nosotros, los cazadores, debemos estar atentos, porque también hay teseos que aparecen de cuando en cuando con la misión de evitar que hombres y mujeres sean traídos a este laberinto como sacrificio para ser el alimento de la bestia.
Ayer maté a uno, lo reconocí por…  no viene al caso decir cómo los descubrimos.  Estaba distraído, pasé y mi daga entró y salió acompañada por un gemido sordo; luego la confusión, el alboroto.  Hoy vi su foto en el periódico: Poeta muere apuñalado.

martes, 7 de junio de 2011

Vaqueros

Experimentación dialogal.

Un jinete pasó a galope tendido levantando una espesa nube de polvo que, sin embargo, no inquietó a Brian ni a Jackman quienes discutían muy tranquilamente. Brian se quitó el pañuelo del cuello y se tapó la boca y la nariz, mientras el rudo Jackman sólo abanicó el sombrero frente a su cara. Cuando la polvareda cayó a tierra, Brian quiso toser pero se contuvo, miró hacia un lado y Sara barría el frente de la barbería de su marido, luego le estrelló una mirada hosca a Jackman.
−¿Al fin?
−Oye, Brian, hace mucho calor. Aquí no hay alguaciles.
−¿Y?
−Y que cuando la sangre se calienta…
−¿Qué con ella?
−Según el doctorcito Farragan, el calor, ya sabes, pone nerviosa a la gente.
−¿Estás nervioso, Jackman?
−Estoy hablando por ti, Brian, sólo escúchate, estás temblando.
−¿Me estás diciendo miedoso?
−Lo que digo es que hay mucho calor, que la sangre se calienta y que según…
−¿Vas a repetir lo mismo?
−Arreglemos esto, Brian.
−¿Ycuándo se te antoja arreglarlo?
Jackman se puso el sombrero y levantó la vista al cielo; ni una nube, sólo una ronda de cuervos hería el azul del cielo, luego giró su cuello hacia la barbería donde Sara estaba como una estatua y al ser observada dio un pequeño salto y entró apresurada a la barbería –de su marido−.
−¿Conoces a Saltman, Brian?
−Sí, lo conozco.
−¿Y no sabes quién ha robado mi caballo?
−Cada quién cuida sus cosas, Jackman.
−¿Y si uno lo deja afuera del bar y al salir ya no está?
−Los caballos se aburren, quién sabe, tal vez anda por allí.
−¿Me estás tomando el pelo?
−Si es lo que te parece.
−¿Cuándo vas a ser un hombrecito, Brian?
Otro jinete pasó raudo por la calle y tras él otra nube con otro polvo envolvió a los hombres e instintivamente Brian abanicó el sombrero frente a su cara mientras Jackman se quitó el pañuelo del cuello y se tapó la boca y la nariz. Cuando esta otra polvareda volvió a la tierra, Jackman quiso toser pero se contuvo, miró hacia un lado y Sara ya estaba barriendo –otra vez− el frente de la barbería de su marido, luego, Jackman, estrelló una mirada hosca a Brian.
−¿Y entonces, Jackman?
−¿Entonces qué?
−¿No te acuerdas?
−¿Acordarme de qué, maldición, Brian?
−¿No te acuerdas lo que decías?
−¿Decía sobre qué?
−¿En serio que no te acuerdas, Jackman?
Brian se puso el sombrero y levantó la vista al cielo, seguía sin nubes, sólo la misma ronda de cuervos seguía hiriendo el azul del cielo, luego giró su cuello hacia la barbería donde Sara estaba petrificada y, al ser observada, dio un pequeño brinco y entró apresurada a la barbería –de su marido−.
−Bien, Brian.
−Sí. Sí.
−Ya verás.
−Lo veremos.
−Tal vez.
−Oye, Jackman.
−Escucho.
−No.
−Sí.
−Te…
−Me…
−El Jackman.
−El Brian.
−Te diré algo.
−Que sea bueno.
−Depende de ti.
−No juegues, Brian.
−Ni tú, Jackman.
−Voy a contar hasta dos mil quinientos ochenta y tres.
−Y para qué haces tan larga la cuenta, muchacho Brian.
−Hasta cuánto quieres que cuente, entonces.
Otro jinete pasó lentamente por la calle y el casqueo de su caballo envolvió a los hombres e instintivamente Jackman abanicó el sombrero frente a su cara mientras Brian se quitó el pañuelo del cuello y se tapó la boca y la nariz, el jinete los miró sin saludarlos y pensó que estaban locos. Cuando jinete y caballo les dieron la espalda, los dos quisieron toser pero se contuvieron, miraron hacia un lado y Sara había salido con la intención de barrer –otra vez− el frente de la barbería de su marido, y se quedó sólo haciendo como que barría.
−Oye, Jackman, hace mucho calor. Aquí no hay río
−Y la taberna está cerrada.
−Allí se pierden los caballos.
−Quién sabe, Brian, a veces las bestias se aburren.
−Entonces ¿no sabes quién robo tu caballo?
−No, Brian.
−¿Conoces a Saltman, Jackman?
Brian guardó silencio y Jackman lo imitó. Sara desde el otro lado de la calle, llamó su atención. La voltearon a ver. Sara con el dedo índice hizo giros sobre su sien derecha y entró corriendo a la barbería −de su marido−.

lunes, 6 de junio de 2011

Kid Bigbang

Era el mejor de todos los tiempos. Ésta no sólo era una certeza para los especialistas en boxeo y sus fans, sino para la treintena de noqueados en su camino al cinturón mundial de los Wélters que lo confirmaban.
De complexión mediana, anchos hombros, fuertes bíceps y formidables piernas −que envidiaría cualquier ciclista−, Kid Bigbang poseía la mandíbula más fuerte conocida en este deporte y su delgada voz no contradecía su fiereza, sobre todo cuando berreó por televisión deplorando que su retador filipino pospusiera la anunciada pelea. Nunca se lo había visto tan furioso:
-¡No pelearé con ese marica! Si quiere el título que venga por él, a ver si tiene agallas.
Algunos creyeron que aquello era parte del espectáculo que daban los protagonistas fuera del ring para agotar la boletería y, subterráneamente, abultar las apuestas.
Pero el pequeño dios de la sinrazón decretó que ya era suficiente y soltó un pequeño soplido que dispersó la arena que recubría “ese algo”, ese custodiado secreto de Kid Bigbang y que ni su entrenador conocía.
A partir de esa declaración el mundo comenzó a derrumbarse para el campeón. Tres días después le explotaba en la cara el escándalo del siglo. Todos los periódicos resaltaron en primera plana: “¡Desconocido pide divorcio a Kid Bigbang!”, “Kid Bigbang peleará con su Ex”, “Kid Bigbang, al banquillo”, “Kid Bigbang ¿Campeón o campeona mundial?”.
Ciertamente un hombre había presentado en un Juzgado un reclamo de divorcio contra Kid Bigbang. El boxeador saltó a los medios negando la relación con aquel individuo, a quien exigió “Si sos hombre −dijo−, vení y hablemos cara a cara”; pero fue el campeón quien se apersonó en el juzgado y entre el hormiguero de micrófonos y cámaras –que deploró la jueza− pidió hablar a solas con ese hombre, a lo que éste se negó −claro− y exigió protección policial.
Mientras un secretario del Juzgado leía el caso a los concurrentes en el 3º. De Primera Instancia de lo Circunstancial, en la mente de Kid Bigbang comenzaron a rodar aquellos años que a fuerza de trabajo casi había olvidado.
“¿Y dónde vivís? En una pensión. Veníte conmigo. No sé. Mirá, tenés condiciones, te vestís de hombre y te llevo a un gimnasio. ¿Te casarías conmigo? Sí”.
Luego todo era confuso, con el pelo recortado y vestimentas varoniles comenzó a ejercitarse, su “compañero” comenzó a apostar con sparrings y a ganar dinero a espaldas de ella.
“Es plata segura, mi amor. Pero por lo menos decímelo, así no entro tan confiada. Vos seguí y que no te toquen. ¿Me querés? Sí”.
Un día él no llegó al gimnasio, ni al pequeño cuarto, lo vio días después, borracho en un bar. Ella se fue de la ciudad. Alquiló otra habitación y siguió su rutina como hombre. Un productor “lo vio” y le arregló una pelea que ganó en el primer asalto por knockout. Había nacido Kid Bigbang”.
− ¡Orden, orden, orden! −Gritaba la jueza golpeando su escritorio con unas carpetas.
Cuando todo parecía estar en lo más parecido a una atmósfera de un Juzgado, la Jueza pidió que expulsaran a los periodistas. Algunos gritaron su derecho a cubrir la información, otros apelaron a la libertad de prensa y hubo alguno que llamó fascista a la funcionaria. Quedó sola con los abogados, los protagonistas y dos secretarios.
−Señora Karla Rivarola, es mi deber enterarla que está usted en proceso de divorcio y que la parte demandante exige el pago de dos millones de…
Kid Bigbang se levantó y todos echaron para atrás los hombros.
−Señor Juez −dijo ¿a la funcionaria?−, anule usted esa querella.
La jueza ¿o juez? Se puso pálida ¿o pálido? Los Secretarios siempre habían admirado la reciedumbre de esa implacable Jueza y extrañado la “manzanita de Adán” en su garganta.
−Tendrás algo de mi dinero, sabandija −dijo a su exmarido quien estaba paralizado−, y será un asunto entre abogados. Ahora desaparecé de mi vida.
La Jueza ¿o Juez? Firmó algunos documentos y los entregó a uno de los Secretarios quienes estaban en la luna.
−Eso es todo −dijo a los presentes, quienes recogieron maletines y se pusieron de pie, dispuestos a retirarse, pero la Jueza ¿o Juez? Pidió hablar con el campeón ¿o campeona? Quien se quedó a solas con ella ¿o él?−. ¿Cómo supo que no soy mujer?
−Nunca lo supe. Sólo observé sus manos y cuello.
La funcionario estaba encantada. Algo en el boxeadora le atraía y se lo dijo:
−Inviteme a salir. Digo, para celebrar su divorcio.
−Puede ser −dijo seductoramente Kid Bigbang−. Oye, nene, reduce a lo mínimo esa compensación ¿te parece?
−Como tú digas −contestó ilusionado la Jueza−.
La boxeador colgó los guantes y se puso a vivir con el más popular de las juezas.