El camino, aunque cubierto de exuberante vegetación, había sido un tormento. Ahora lo que más ansiaba era un buen baño de agua caliente y una cama ancha donde cupieran enteros su cansancio y desaliento. Después de registrarse en el hotel, un muchacho le ayudó con las maletas, mientras otro, abrió la puerta del cuarto asignado que le pareció, a primera vista, el más hermoso que hubiera visto en toda su vida. Dejaron sus maletas adentro y aún sin reponerse de la agradable sorpresa, los despidió con una propina, cuyo valor ignoraba porque no manejaba el concepto de esa moneda.
Se tendió en la cama. Arriba las gruesas vigas de madera y las baldosas de terracota le brindaron una agradable sensación de tranquilidad y consuelo, mientras a un lado, en una pequeña chimenea, el fuego crepitaba emocionado de tener al fin, un huésped a quien calentar su sueño. Éste no tardó en llegar y Raúl, se abandonó al silencio.
Unos toquidos en la puerta lo despertaron. Miró su muñeca buscando un reloj que ahora no existía. Los toquidos se volvieron más insistentes y al levantarse vio incrédulo en sus piernas, en su pecho y en sus brazos ¡otra ropa! Un jubón amarillo y rojo, una camisa blanca con encajes y un pequeño chaleco de gamuza verde ahora cubrían su cuerpo. Le asustó ver en sus pies medias blancas, y gruesas hebillas de plata adornando sus zapatillas negras. Escuchó su nombre detrás de la puerta y desesperado fue corriendo a ella, dudó en abrirla, y al final, como quien espera despertar abriéndola, dejó que las gruesas bisagras se quejaran al juntarse.
-El padrino ya está en la iglesia. Me han mandado a pediros que no demores.
Aquel hombrecito le pareció familiar y totalmente desconocido. Al verlo retirarse por el pasillo pensó esperanzadoramente, que todo esto no era más que un sueño. Volvió al interior del cuarto, cerró la pesada puerta y fue a su cama, se sentó y buscó sus maletas, en lugar de ellas había dos baúles. Se acercó a ellos temeroso, tímidamente comenzó a destrabar las gruesas correas de cuero y al abrir uno de los baúles, en el forro interior de la tapa, vio curiosamente agradecido: Un escudo de armas y su nombre. Su nombre en letras doradas: Conde Raúl Bermejo, Sevilla, España. Abrió rápidamente el otro y encontró la misma insignia heráldica. Revisó ansiosamente en ambos y sólo encontró ropa, ropa nueva y olorosa de un tiempo que ahora se impregnaba en su piel, sus pupilas, su cerebro y sus entrañas. Otros toquidos lo sacaron de su estupor. Corrió a abrir y una muchacha hermosa entró sin ningún reparo a la estancia.
-Mi señora le pide que si un poco de amor hacia ella guarda su corazón altivo, no asista usted al compromiso y deje vivir a don Felipe, su marido.
La sangre se heló y agolpó en su cerebro, todo se volvió lechoso en el cuarto y arrastró sus pasos hasta la cama. Allí la muchacha se arrodilló frente a él y lloró tan tiernamente que Raúl no pudo evitar que sus ojos se nublaran.
-Por favor señor Conde, desde el fondo de nuestro corazón se lo pedimos. No hay ofensa en que don Felipe haya casado con mi madre, y si tal como usted ha dicho, soy de usted su hija y que nunca le he pedido favores, no enlute nuestra casa por ausentes agravios y vanos rencores.
Esto no podía estar sucediendo. Recién llegaba de un pesado viaje que tuvo que improvisar después de dar muerte al amante de su esposa en su país, y ahora, en sueños se planteaban las mismas circunstancias pero en otra época. Un tiempo no del todo desconocido. Raúl, adivinó su sangre en los ojos de la muchacha. Al fin le habló de una forma que su lógica discursiva no ordenaba.
Ciertamente nunca me habéis pedido nada, y hasta hoy, Dios me permite contemplar agradecido, tan cerca, los ojos de mi hija amada. Nunca supe de vos, hasta que por cartas, Antonio, me ha descubierto este infame secreto. Y he jurado a todos los cielos, vengar estos años de tormento, y ya que me niego a dar muerte a la causante de este siniestro y que no podría veros marchitar, huérfana de madre en un convento, he dado por sentado y convengo en dar muerte al infeliz que usurpando mi lugar, dio por llamar casorio a un desliz.
La muchacha resignada a los sucesos que se desencadenaban con furia y fuego, y no teniendo ya en sus adentros más lágrimas que verter, ni palabras ni sustentos, se levantó, se dirigió a la puerta y desde allí le dijo casi en silencio.
-Le amo padre. No me pregunte por qué razón pues no la tengo. Pero si el que me hayan ocultado de usted es causa de tanto enojo, mate a ese hombre y olvide para siempre mi rostro y mi nombre.
La muchacha salió llorosa de la estancia. Raúl se preguntó por qué él habría dicho lo que dijo. Tomó una decisión. Si sueño o realidad, afuera esperaba el final de los eventos. Salió presuroso a la calle, empedrada y solitaria. Los edificios que había visto a su llegada, ahora no estaban. Caminó en silencio y al fin vio la iglesia y a un grupo de hombres que le esperaban. Apresuró el paso, saludó a quien él sabía que era su padrino y adivinó que el de barba era don Felipe. Otro hombre se acercó a él, abrió una caja donde descansaban ansiosas, dos pistolas negras de cañón largo. Tomó cualquiera.
Otro hombre condujo a los ejecutores y los colocó espalda contra espalda, se separó y comenzó a contar mientras Raúl y don Felipe coincidían sus pasos con la cuenta. Al llegar a diez, ambos se voltearon y alzaron cada cual su arma apuntando al otro. Raúl vio el cañón de su oponente y cómo éste se esmeraba en apuntar a su corazón cerrando uno de los ojos; él, jaló el gatillo de su arma y los pájaros huyeron despavoridos de los árboles. Todo se nubló y sintió que caía sobre su espalda. En la caída escuchó otros dos disparos. Sonidos sordos que curiosamente lo volvieron a la conciencia.
Abrió los ojos, miró su muñeca y descubrió feliz el reloj que antes le hubiera evitado tantos sueños tontos. Los disparos seguían en su cabeza, alguien tocaba su puerta. Se levantó feliz y dinámico y abrió generoso la puerta. Quedó estático y perplejo. Don Felipe, el hombre con el que en sueños se había batido en duelo, entraba sonriente al cuarto. Raúl soltó la puerta que se cerró pesada y lentamente. El hombre vestido de negro se paseó por la habitación y al fin dijo:
-La habitación Bermejo. Tienes suerte de haberla encontrado aún, y que no haya sido demolida. La gente no respeta la historia ni las cosas viejas.
Raúl fue acercándose a su cama, se sentó y trató de entender. Quizás ahora tenía otro sueño.
-Has tenido tanta suerte de encontrarla, pero nos has causado grandes problemas, porque ahora tenemos que empezar de nuevo.
El hombre, extrajo del interior de su saco un sobre de cuero y se lo entregó a Raúl.
-Te he traído el itinerario correcto. Primero habrías de ir a Barcelona que fue donde ocurrió tu primera muerte, luego al Perú no aquí a Antigua Guatemala. Pues decía, del Perú a Panamá, luego a Méjico y finalmente a Guatemala. Como podrás darte cuenta has empezado al revés, comenzado por el final. Y eso señor Conde ¡no! Aquí en Guatemala eras Visitador, ¡sí! En España Conde, en el Perú Obispo, en Panamá Corregidor, en Méjico Gobernador y finalmente Visitador en Guatemala. Así pues, Raúl, ayúdanos a hacer bien las cosas.
Raúl se desmoronó sobre su cama, llevó sus manos a la cara y pidió a Dios que aquello fuera una pesadilla. Nuevamente los toquidos en la puerta le devolvieron la esperanza. Abrió los ojos y se convenció que lo anterior había sido un extraño sueño porque el hombre aquél ya no estaba. Mientras iba hacia la puerta agradeció a Dios el favor de la realidad.
Unos hombres entraron presurosos en la habitación y su desconcierto fue mayúsculo. Ya por costumbre o curiosidad miró su cuerpo y vio otras ropas. Su corazón volvió a latir con fuerza y sintió ganas de llorar, llorar y arrodillarse pidiendo que cesara todo este tormento. Él sólo había venido a descansar unos días, no a soñar ni a tener pesadillas ni a encontrarse con sus vidas pasadas.
Observó estupefacto cómo aquellos tres hombres caminaban nerviosos por toda la habitación, abriendo baúles, roperos, muebles y buscando bajo la cama, mesa, sillas y en el interior de la chimenea. Sintió miedo de preguntar qué era todo aquello. El más viejo de los hombres se acercó a él y susurró al oído.
-No hay nadie su excelencia. Podrá usted estar tranquilo. Hemos apresado a Bobadilla y aunque no tenemos el nombre del otro traidor, quien ha jurado a usted matarle, ya andamos sobre sus pasos y casi estoy seguro que se trata de Castillo.
Raúl, por alguna razón al escuchar aquel apellido murmuró:
¿Mi primo, mi primo Antonio Castillo?
-Sí su excelencia. Lo lamento por usted, pero tenemos documentos que comprometen a su primo en el complot.
¿Y va a matarme?
-Con nosotros cuidándole, no.
¿Dónde estamos?
-En Méjico, su excelencia.
Volví a equivocarme...