A Merche Marín, Emanuel Carrizo y Simplementeyo
La tarde daba su último bostezo anaranjado, y en el caserón las sombras se echaban sobre los tejados. Doña Leonor, ausente y pensativa, agitaba el abanico para proveerse brisa, y trataba de imaginar a aquél que en cartas decía amarla con afán, firmando con un simple “don Juan”. Ana entró distraída y se sorprendió de ver a su dueña marchita cual golondrina.
−¡Pero qué hacéis aún aquí, señora! ¿De nada entonces ha servido vigilar la breve hora en que vuestro marido, bufando y dormido, os licencia a ir con quien os añora?
−No me atormentéis más, Ana −dijo doña Leonor volteando la cara−. ¿O creéis que no sufre mi alma y este pecho, al saber a don Juan sin calma aguardar ansioso por un beso? ¿Creéis que es de hierro mi semblante que clama al cielo sujete mis deseos, por ese hombre errante que sin tocarme, confiesa haber olido mis cabellos?
−Qué esperáis entonces; que allá está en la iglesia, suspirando en amores, este apuesto hombre que sufre porque os sabe ajena.
Intempestivamente la puerta se abrió y su marido −llamado Rodrigo− malicioso y agresivo entró.
−Con el perdón de las damas, y si no interrumpo alguna charla íntima, me gustaría preguntaros con calma, de quién hablabais mientras mi alma dormía prístina.
Doña Leonor se puso de pie fingiéndose herida, y sin qué decir saber, apeló a su inventiva.
−¡Crístina! ¿Habéis dicho? ¿Y quién es ésa? De modo que en lo fortuito
buscáis pasarlo rico haciéndola creer que es princesa.
−¡Prístina! Fue la palabra dicha −reclamó don Rodrigo a la susodicha− y no la que habéis pronunciado con gesto mal intencionado. Y ya que inventáis sordera e ira me dejáis el camino señalado, ¡que esa alcahueta que tenéis a vuestro lado os hace pícaros mandados!
−¿Qué tiene que ver Ana con vuestras invenciones? ¿Acaso no estoy siempre en casa rodeada de vuestros repentinos y malos olores, y en todos los rincones está mi tristeza abandonada?
Don Juan comenzó a dar vueltas alrededor de Ana quien tenía su vista fija en el piso, sudor en la espalda y temor de aquel marido.
−Anoche he seguido a un bulto que de esta casa ha ido a la iglesia. Allá la he visto encontrarse, sin apuro, con un extraño de capa y sombrero y pluma en la cabeza. Y confieso que, quizá la noche espesa, o pocos faroles en el rumbo, pero cuando se ha separado ésta, y ha dado la espalda al segundo, aquel ha desaparecido tal cual tengo entendido desaparecen las almas muertas.
El silencio corrió alocado por toda la casa y un olor a lirios invadió la estancia. Don Rodrigo se sentó pensativo, y lo mismo hizo doña Leonor. Ana, con un gesto pidió permiso y los acompañó.
−Un hombre que desaparece, una mujer perseguida por un mequetrefe y que por ello cree que puede inventar amantes de pacotilla −murmuró doña Leonor a la silla.
−Os lo preguntaré una sola vez ¿sois infeliz conmigo, doña Leonor?
−¡Y acaso no lo veis! Porque os sentís el gran señor, pero, y después, cuando solos quedamos en la habitación, vos roncáis como un buey, y a mí el sueño me niega su favor.
−¡Vive dios que ahora os tengo más cercana! ¡Ay, Leonor… Leonor de mis entrañas!
Fue el rumor que todos escucharon a su espalda; don Rodrigo se volteó y reconoció la cara de quien cual fantasma llegaba con furor y rabia. Corrió don Rodrigo a su espada, pero el que llegaba le dio un puntapié en las nalgas.
−No osaréis enfrentaros a don Juan Tenorio.
−¿Qué hacéis en mi casa? Malandrín de villorrios.
−Lo que se hace en cualquier velorio −respondió don Juan Tenorio con chanza.
−¿Sois vos el de las cartas? −Preguntó doña Leonor temblando.
−¡Vuestro amado! ¡Con todo y capa!
−Allí tenéis vuestra infidelidad −dijo doña leonor a su marido−. Un amante que no es real, que sólo es invención teatral de un autor ya fallecido.
−Nunca muere un autor si su obra sigue viva. Miradme, doña Leonor,
¿ni siquiera reconocéis esta voz que antes os seducía? −Declaró el personaje de Zorrilla.
−Que nunca os he visto, y que aunque no lo amo, yo os lo declaro, jamás engañaría a mi marido −respondió doña Leonor la mirada alzando.
−Es a mí a quien engañáis estando con este idiota, que de tan fea faz hasta las aves al pasar lloran y lloran y lloran. Acaso puede haber comparación
entre este pobre calvo, que me recuerda a Sancho por lo rechoncho y panzón, y este caballero, que de tanto que os ha amado a vos, ha cruzado los tiempos sólo por buscar el beso, aquel que encerraste en el panteón.
Dónde se habría visto que un personaje de teatro, que además de conocido se lo tuviera por bandido, estuviera a un simple paso de la mujer que en otro siglo perdió por enamorado. Díganme ustedes, lector y lectora, si acaso no es una invención este Tenorio que nunca implora o esta Leonor que tanto añora entregarse a la pasión y a la libertad de las palomas.
Pero no adelantemos juicio alguno y veamos en qué termina todo este extraño asunto que ha llegado a tal punto que ya me da mal espina.
−¿Qué yo he muerto? Pero esto es una locura. Mirad que muevo los dedos
−dijo viendo al marido con mal gesto− y ahora mismo tengo agruras.
Que no es ganga ni lindura presumir que ya no pertenezca al mundo, si aún me explota la cordura por romper las ataduras y entregarme a un dulce murmullo. ¡Decídle, Ana, que estoy viva! Y que esto no es un escenario,
que a mí no me han hecho con tinta, que tuve abuelos, padres y madrina, y aunque no conozco un orgasmo sé a qué sabe la sidra, y cómo por momentos aquello tiembla y me palpita.
Mas el conocimiento, es algo sorpresivo que llega al entendimiento por un razonar correcto o por un chispazo explosivo que pone a la mente en lo cierto. Ana y Rodrigo ya habían dado en el clavo, habían capturado lo esquivo, ¡el espíritu de lo que aquí escribo! Y se sabían ya un asunto literario.
−No me atormentéis más, Leonor. Que ahora todo lo tengo claro. También nosotros somos la invención de la parte de un relato. Es que estos son unos diablos y creen que nos hacen un favor.
−Ana tiene razón −murmuró don Rodrigo−. No tiene caso que este señor
pretenda estar contigo sabiendo que tenéis marido, a menos que alguien juegue al creador y nos ponga a todos en el mismo sitio.
Una gran risotada soltó don Juan y corrió desde Salta en la América hispana hasta el peñón de Gibraltar.
−Ya os habéis dado cuenta que esto un cuento es y que la señora coqueta,
creyéndose traviesa vive mañana el ayer. Porque la doña no está al día y cree en esas novelas que escriben de caballería, mas no sabe que fue Zorrilla el que inventó a esta belleza y Díaz-Escamilla, este que da pena,
ha hecho lo suyo con la vida vuestra.
Doña Leonor sintió en sus hombros una carga muy pesada, los creyó a todos salidos de un manicomio, ya sin mirada los ojos, ya sin un gesto la cara.
−Vosotros, muñecos de antojo, ¡creaturas de la nada! Podéis sentir cualquier gozo de ser sólo el rastrojo de lo que inventan las palabras. Sólo me causáis lástima y enojo. Y perdonad que os dé la espalda, nunca he soportado a los tontos. Teneos por seres de una página, invento de alguien que no conozco; yo aquí adentro siento las ganas de vivir y sentir por manojos. Sea. Que os dejo la casa, y algo cierto para todos. Evadiendo lo que la educación manda: Tú eres una necia, Ana, que te han contagiado estos locos; a ver si despiertas mañana metidita en un hoyo. Tú, Rodrigo, mal amante y esposo, ya me contarás cómo se pasa con una vida que ha pensado otro. Y usted, don Juan, que jugó a ser novio, calavera y truhán ni siquiera fue agobio para este corazón que esperaba más de quien fuera creado en un insomnio… Don Juan, ay, don Juan, yo a usted lo odio.
Doña Leonor salió de la estancia. Muy molesta iba ella. Y yo no sé en qué pensaba porque nunca una mujer creada me había desordenado las letras de toda una página sólo por no creer en la fábula.