Nunca le gustó a la Noche la víspera del Día de Difuntos. La gente tenía costumbres extrañas y la alteraban, la hacían parecer otra cosa y no lo que es desde el confín de los tiempos: El palpitante lado muerto de la vida.
Tampoco le gustaba la navidad o la torpeza de fin de año; la gente no se dedicaba a lo de siempre en su seno, es decir, a descansar, a dormir, a soñar o a lo otro, eso de disfrutar sus cuerpos con lascivos quejidos y mordiscos, ¡no! Hacía cosas distintas; quizá por ello era más negra que nunca esta vez.
Vio a un hombre incorporarse trabajosamente entre las sombras del cementerio; cuando lo hubo hecho, comenzó a ensayar algunos pasos y a estirar los brazos, cuello y torso; entonces sus miradas se cruzaron.
−Hola −dijo el hombre componiéndose la corbata y agitando una mano. La noche le devolvió un agrio silencio.
Aquel hombre comenzó a deambular y a ayudar a otros que salían de sus tumbas. Ni siquiera los cadáveres eran tal cosa, y eso la irritaba. Una niña salió de un mausoleo y el hombre corrió a ayudarla porque no podía quitarse una venda de los ojos, ésta no aceptó la ayuda y, entre maldiciones, se quitó el viejo trapo, lo miró con desdén y luego vio a la Noche , a ambos les dio la espalda y se retiró saltando.
Todo el cuadro era grotesco para la Noche , una insolencia de la inventiva humana que de tanto creer que aquello ocurría, realmente acontecía, es decir, que los muertos salieran de sus tumbas. Aquellos de los que un día huyó la vida, y la putrefacción hizo reino en sus cuerpos, ahora saltaban a una existencia que la Noche miraba con repulsión y acritud.
Pero lo peor llegaba en ruidosa y olorosa romería, invadía el cementerio y se dispersaba por todas las tumbas en un murmurante monólogo que incluía saludos, rezos, chismes, canturreos y bienaventuranzas.
No había astro alguno, ni lucero, ni estrella en la capa nocturna que no se agitara ante aquella contradicción de alegres deudos. No había en toda la atmósfera un sólo elemento que no se solidarizara con la Noche quien, ante tal desparpajo de inclemente ilogicidad, rabiaba hasta la más encendida negrura.
“¿Para qué la comida, y los dulces, y la música?”. Se preguntaba. Porque siempre al retirarse observó a la fauna del cementerio devorar hasta el hartazgo las comidas favoritas de quienes no podían comerlas. Tampoco entendía cómo buscador y buscado ni se enteraban el uno del otro. Los padres de la niña, por ejemplo, llevaron una muñeca y dulces, pero ésta no se dio cuenta de la ofrenda, ni siquiera podía ver a su amorosa madre y al callado padre, ella se entretenía sacando la lengua o haciéndole señas vulgares a cualquier espíritu que le diera la espalda. Todos se dedicaban a otra cosa, menos a compartir con los visitantes. Al otro día, sabía que encontraría adornado todo el cementerio, y esa extensión de la vanidad y el despilfarro también le chocaba.
En un momento inadvertido la Noche sonrió, pero no por los guitarrones, trompetas, violines y panderetas que se sacudían abajo, sino porque así como estos mortales creían que sus familiares muertos salían de sus tumbas, los espíritus creían verla y hasta le hablaban, y ella, también se había tragado aquella historia de la fragua, el yunque, el niño y los gitanos. Lástima que la Luna fuera muda −o tonta−, porque cuando se encontraban, nunca le respondía si ciertamente la habían encontrado los gitanos sobre el yunque con los ojitos cerrados, y cómo era esto si después la vieron por el cielo con un niño de la mano.
Por eso le incomodaba la víspera del Día de Difuntos porque hasta ella entraba en otro plano en el que se sentía observada, y lo peor, pensaba, hablaba y recordaba, cuando todo esto, no es más que una invención.