martes, 31 de mayo de 2011

Acuerdos

Era pasada la media noche, un cuarto menguante plateaba las ramas de los abedules y dos figuras se adivinaban en la penumbrosa estampa. La mujer caminaba impaciente de un lado a otro frente aquel hombre que se mantenía con la cabeza gacha y en silencio. Al fin se detuvo y lo espetó:
−No pueden seguir haciendo esto. Es una aberración.
Aquél, alzó su vista, y sin un gesto en la cara se lo dijo muy tranquilamente.
− All it's done, it’s done like we want, like the heaven orders.
−¿Y por qué hablas así? ¿Acaso yo te hablo en otra lengua? −Respiró hondo− Pero está bien −se resignó la mujer−. Digo que no está funcionando. Meten en la gente esa aberración de un reino, de un palacio de oro ¡y esa asquerosidad de un río de leche y miel! ¿A quién se le ocurre eso? Así no puedo hacer mi trabajo. ¿No ves que aunque les ofrezcan esas tonterías se resisten a morir? Ofrecen cosas bellas que sólo disfrutarán después de muertos ¡pero nadie se quiere morir!
−It’s not my business.
La mujer alteró su voz.
-¡Yo soy la redentora, la que los libera del sufrimiento, sus afanes, les doy paz!
−That’s your work, i will do mine.
La mujer alzó su hoz violentamente e iba a clavarla en la calva cabeza del hombre pero éste con un sereno movimiento de su mano la paralizó. Se puso de pie.
−Take care.
La mujer se sacudió, recuperó el habla e intentó mejorar la relación.
−Oye, idiota, hablemos bien, porque tenemos que resolver esto ¡y ya!
El hombre la invitó a sentarse. Él recogió la falda de su túnica y al estar cómodo señaló la hoz de la mujer y ésta -para evitar pleitos- la depositó en la tierra.
−Es un muchacho joven −le confió el hombre−, hace el papel de un ángel…
−¿En el teatro? ¿Un actor?
−¡No! −se molestó el otro e infló su pecho− ¡Hollywood! ¡Cine! El chico habla inglés. Eso ayuda a la causa.
−Entiendo −dijo la mujer−. Y va a morir y quieres que sea una muerte sublime.
−¡No! −volvió a molestarse él−. Yo lo asesoro. Cuando duerme le susurro mensajes para apoyar sus parlamentos, no le leo el libreto pero sí, le soplo pequeñas frases para que construya su personaje ¡un ángel! Hace el papel de uno como nosotros.
−¿Y ninguna idiota hace de muerte? −Él negó con la cabeza− Porque habría de haberla. Yo podría andar por allí.
−Yo sólo me relaciono con él, con nadie más de esa película.
−Y él gana millones y tú nada.
−Sólo hago mi trabajo −le respondió−. A quién le importa el dinero.
La mujer sonrió con un gesto sarcástico, más bien burlón.
−Conocí a uno de ustedes que se comía la cera de las velas en la iglesia, y mojaba su cuello con vino –y sonrió−. A quién le importan las cosas materiales.
−Mientes −murmuró el hombre−.
−Otras como yo, tienen sexo con su protegido ¡ya muerto por supuesto!
−¡Cállate!
−Así que el chico… Ropa carísima, hotel cinco estrellas, limusinas, estupenda comida, mujeres bellas, fotos, fama, la gloria.
−No me importa.
−Sí tienes razón, a quién le importa un poquitito del placer que tienen a su alcance los mortales. Me gustaban más los dioses griegos, adorados, temidos, y bajaban a la tierra a comer, beber, y a tener sexo con cualquier mortal que quisieran.
−¡Cállate!
La mujer fue incorporándose lentamente, recogió su hoz, volvió a ponerse su capucha en la cabeza, y comenzó a retirarse, pero se volvió a él sonriendo.
−Ya sabré quién espera al final del camino a este chico. Hollywood. ¡Qué idiotez! −luego, sin caminar, se alejó ¿o desapareció?
El hombre también se puso de pie, colocó sus manos atrás de su espalda y comenzó a caminar de un lado a otro. La madrugada se puso fría. Luego se detuvo, asintió y dijo:
−Vete al diablo, actorcito.
Y también, sin caminar se alejó ¿o desapareció?

domingo, 29 de mayo de 2011

Monstruos

Escoger una palabra –entre las miles que había- para significar su asqueante desprecio por todo ¡todo! Era una tarea imposible, es más: improductiva. Estaba atrapado en una existencia que, primero no pidió, segundo no quería, y tercero: cada vez le parecía más insoportable, aunque amara la vida, y era esto último lo que en un tiempo le causó grandes depresiones.
El europeísmo le resultaba intolerable, el americanismo vergonzoso, el oceanismo vulgar, el africanismo temible y el asianismo confuso. Los casquetes polares un desperdicio y el ecuador turbulento y cruel. El mar era un hipócrita, los desiertos una bazofia, la selva fastidiosa, y los volcanes, arrecifes y precipicios atorrantes.
Pensar en las toneladas de comida y líquidos que llevaba a su boca para seguir viviendo era sarcástico, dormir una epidemia y vestirse un despilfarro repugnante.
Algo sí le gustaba, pero por su trabajo le era imposible escaparse hacia allá ¡los bosques! Las llanuras y praderas. Era, digámoslo, lo único que le causaba un pasajero placer hasta ser arrastrado inmediatamente a la desazón y pesadumbre.
Como casi nunca dormía pasaba las noches despierto, y escribía, escribía y escribía ese con qué contar para ser feliz. A todas luces el escenario de su vida habría de ser otro, fuera totalmente de este sistema solar, así que elucubraba en qué quitar y cambiar de su cuerpo para resistir otras atmósferas. Pensaba en que primero habría que deshacerse de los pulmones y cambiar la sangre por un líquido viscoso, descartar la piel y suplantarla por una gruesa corteza brillante marrón que soportara fuertes embestidas energéticas y, en no teniendo que ser esclavo de la gravedad desbarataría todo su esqueleto y mandaría al diablo su boca con dientes y lengua porque no pensaba comer carne ni ser vegetariano en aquel mundo deseado. Le dijo adiós también a la nariz, orejas y cabello.
A ciencia cierta no supo cuándo se produjo el cambio o la transformación o el traslado, simplemente un día o una vez o en un momento se dio cuenta de estar en otro lugar sin las chocantes visiones del planeta tierra ¡flotaba! Prácticamente ondeaba en un espacio que por vez primera veía con ojos tan poderosos que miraban el lento o fugaz desplazamiento de las corrientes de energía y, por extraño que le resultara, por el color sabía cuáles de aquellas eran peligrosas. Giró su cuerpo con sólo desearlo, sin esfuerzo alguno, y las luces y cuerpos le parecieron extremadamente hermosos ¡los sonidos habían cambiado! No aquellos caóticos y chocantes del planeta ¿soñaba? Qué importaba si era un sueño, si había muerto o simplemente estaba atrapado en un deseo, ahora tenía lo que siempre quiso y no pensaría jamás en lo otro (no fuera ser que regresara allá) porque ahora era feliz.
Una extraña fuerza le hizo estrellarse en una esponjosa vegetación. Sintió temor, pero más miedo cuando un gigantesco monstruo acercó su fea cara hacia él y su voz le llegó pastosa, como en cámara lenta.
−Vas a morir.
Luego escuchó otra voz llegando distorsionada.
−Lávate las manos.
Vio acercarse al otro monstruo –más grande que el primero, voluminoso y horripilante−.
−Lo maté −dijo el primero.
−Hay que fumigar el jardín. Los escarabajos traen enfermedades. Ve a lavarte.
Los vio alejarse, y una corriente energética pasó por él enfriando su cuerpo. Luego las luces fueron apagándose poco a poco, muy lenta, lentamente, hasta la oscuridad final.

jueves, 26 de mayo de 2011

Abandonos

Su mujer se lo decía:
−¡Un día vas amanecer tieso y despertarás en el infierno!
Él volteaba la cara y echaba el humo hacia otro lado, luego volvía a verla y en voz baja, muy baja, le contestaba:
−En él he vivido siempre.
Aplastaba su cigarrillo y encendía otro. Ella se retiraba fingiendo dolor, o quizá lo sentía, cómo saberlo si nunca me hablaba más que para molestarme. Él sí.
Cuando quedábamos solos, yo me estiraba y me acercaba, entonces él sobaba mi cabeza y esos eran mis, o nuestros, únicos momentos placenteros en la casa, porque cuando él no estaba −se iba por varios días− yo la pasaba mal con su mujer: “Apártate, vete al patio, quítate de allí, no te subas al sillón”.
Para ella, yo era algo así como un maldito, como una sarna o un salpullido, o como esos granos en la cara; era el hediondo soplido que sale de una cloaca. ¡Ah! Es que no se los he dicho. De él aprendí mucho; decía cosas raras, pero bonitas.
“Ella es buena, no creás que es mala. Acaso las estrellas con sus chispitas azuladas son feas sólo porque no nos hablan…”. O sino decía: “Cuando era muchacha encendía al pueblo sólo con la mirada y dejaba que su pelo lo agitara el viento y sonaban las campanas tan bajito como el silencio… Las campanas sonaban con ese ruidito de adentro que tienen las cataratas cuando se lanzan al vuelo”.
−¡Toda la casa apesta!
Yo volvía a mi lugar. No le gustaba vernos juntos.
−¿Por qué no sales al patio a fumar con ese bicho?
− Porque esta es mi casa, y la de él, y hago lo que me da la gana.
Volvía a aplastar su cigarro y a encender otro. Ella de pie. Yo en mi lugar, un colchón sucio en un rincón de la sala. Un día ella acercó una silla y se sentó frente a él −lo que hacía por no toser, la pobre−. Yo me volteaba hacia la pared para no ver el espectáculo, sabía que ella gritaría y él quedaría otra vez con la cabeza gacha y humillado.
−Mira, debemos entregarlo a alguna institución que lo cuide. A mí, ya me cuesta hacerlo.
Hablaban de mí, a veces me maldecía yo mismo, porque si no existiera quizás ellos tendrían otra vida; pero él me quería, siempre se lo dijo.
−Es mi hijo, y va a estar con su padre.
Esa vez ¡puff! Sentí que algo malo iba a pasar. Porque la mujer se levantó iracunda, su cara se transformó y vi que le costó abrir la boca.
−Entonces me iré yo.
No lo hizo, por supuesto, y esa es la parte que no entiendo, porque ahora sí se ha ido, no escucho sus pasos por ninguna parte. Tal vez se fue para que yo también muriera. Con mucho esfuerzo he podido acercarme a la cama de ellos, y allí está papá; en una orilla veo su cara, los ojos entrecerrados, la boca abierta y un pie colgado fuera de la cama. No puedo hacer mucho por él, no tengo piernas, muñones son mis brazos y no puedo hablar.

domingo, 22 de mayo de 2011

Tomó el teléfono y lo llamé

En homenaje a Julio Cortázar,
indiscutido maestro en este estilo narrativo.

Despertó.  Hizo su cama y me paré frente al espejo.  Entonces vio sus ojeras, el cansancio estirándose en la apergaminada piel de los párpados y la ajada frente; quizá no había sido buena idea acompañar a mi novio a ese concierto de rock donde otros chicos lo golpearon al finalizar y ella tuvo que correr arrastrándolo hasta el automóvil.
Empujé mis pantuflas hasta la cocina, había dicho que no volvería a usar este camisón con figuritas de Disney y que dormiría desnuda porque ya me hartaba que a mis cuarenta años me despertara cualquier pliegue de tela en el cuerpo pero a Ricardo –su novio− le encantaba verla metida en aquel camisón.
Me serví un café y regresé a la habitación, tomé el teléfono y tuvo la intención de llamarlo, pero, lo pensó mejor, sea lo que fuera no quería malas noticias, no en ese momento, así que hasta los recuerdos de la noche anterior fue evitando, pero éstos −con su necedad y tiranía− se rebelaban, y una a una las imágenes fueron brotando en su consciencia.
Habían salido del teatro, donde se presentó TumadreRock, e iban hacia el automóvil, pero un chico me grito: “¡Qué culo el tuyo, tía!”.  Entonces Ricardo, el idiota, se volteó, miró asesinamente al otro idiota y fue hacia él, pero otros tres le salieron al paso ¡qué golpiza!  Lo llevé cerca de su casa; un ojo casi cerrado, un labio partido y no quiero ni pensar en cuántos moretones en todo el cuerpo.
Tomó el teléfono y lo llamé, me contestó su madre y al escuchar mi voz le colgó.
−“Que se pudra esa vieja” −pensó.
Era casi cerca del mediodía cuando sonó el teléfono, yo estaba bajo la regadera de agua caliente, salió, corrió y al levantar el teléfono, ya habían colgado.  Marqué el número de la casa de Ricardo y la vieja me volvió a contestar colgando de nuevo al escuchar mi voz.  Me encogí de hombros y regresó a la regadera, entonces otra vez sonó el teléfono, y gritó:
− ¡Déjenme en paz!  −Y prefirió disfrutar del agua caliente. 
Era tiempo de hacer cambios en su vida, tal vez terminar la universidad, hacer las paces con sus padres, ya no ir a esos conciertos, pero el rock es mi vida y eso sí no podría dejarlo, o mandar a la mierda a Ricardo, total, después de esa paliza quedará deforme el pobre.
Salió del baño, cepilló su pelo, se vistió, e iba a salir cuando el teléfono la paralizó, corrí como una loca y al levantar era la mamá de Ricardo quien se lo dijo sin ningún asomo de violencia ni rabia.
−Quiero que dejes de perseguir más a mi hijo.
No supe qué contestar, así que en mucho ayudó que la otra voz siguiera hablándome.
−Si vuelves a… acosarlo, llamaremos a la policía ¡pedófila! −y colgó.
Me derrumbé, lo que menos quería era problemas con la justicia, y esperar que los doce años de Ricardo se duplicaran me haría una docena de años más vieja, así que, tomó la decisión de dejar en paz al chico, al menos…  a ese chico.

jueves, 19 de mayo de 2011

Conspiraciones

Laura vendía ropa interior por catálogo, él daba clases en la universidad.  Para el ingeniero, su mujer no existía más que cuando llegaba y la veía en casa o ella lo hablaba por teléfono, hasta que la convulsión alcanzó a la casa de estudios y el ejército intervino desde Nixon –una calle− hasta la Bush −otra calle−, y en medio de estas dos arterias citadinas −como tontamente se leía en el periódico− la Universidad de Santo Tomás quedaba en manos de las fuerzas armadas.
Pachequito −así le decían en la universidad− no tuvo más remedio que aliarse con su mujer para sacar adelante el presupuesto familiar −una menor de edad aún en casa− y, reconozcámoslo, Laura fue muy lista convenciéndolo para que mostrara el folletito a todo color a sus colegas.
Pero el ingeniero amplió su radio de acción a otros profesionales y fue a visitar a varios.  Algunos se quedaron con el catálogo y otros simplemente lo evadieron.  Laura se sintió defraudada porque ella hacía, por lo menos, dos ventas diarias, y después de un mes su marido no podía concretar una sola.
Se lo volvió a repetir, lentamente, “eres tu propio jefe, no tienes horarios y no tienes límites en ventas ni ganancias; además –recalcó−, obtienes premios por ventas, y éstos son los mejores productos para los mejores clientes.  Olvídate de la universidad”.
El ingeniero arrugó el entrecejo.  Objetivamente no entendía cómo sus conocidos no adquirían esos productos tan convenientes, a esos precios tan convenientes, con marca, envase y aplicaciones tan convenientes.  Planteó mejor sus ideas, graficó un plan de acción, lanzó nodos de cumplimiento, y estructuró un organigrama impecablemente eficiente.  No más colegas, no más profesionales.  El mercado meta, el grupo objetivo estaba a la vista, la riqueza comenzaría a entrar en esa casa, y él volvería a tener el reconocimiento de su mujer.
Durante dos días anduvo por la ciudad y se negó a compartirle a Laura sus movimientos y negociaciones.  Al tercer día, le mostró su plan.
Estos son los 27 comandos, sólo en la capital −le dijo a Laura, quien presumió que su marido estaba loco−, en ellos hay 243 oficiales superiores, redondeemos a 240. Digamos −añadió− que sólo el 50% se interesa en estos productos, o sea, 120 clientes; porque los demás compran o roban en el mercado interno.  De esa cuenta, yo te daré nombres y proveeré citas para que tú −lo subrayó− los visites y vendas.  Ellos son más débiles con las mujeres  −Laura quiso oponerse, pero Pachequito, el ingeniero, su marido, el estratega, el mercadólogo estaba inspirado−. Mañana −dijo impasible− tienes cita con el teniente Corrales y el coronel Flores.
Entonces ella se lo dijo: Son mis clientes y no los veo hasta dentro de dos semanas.
Bien −respondió él−.  En la tarde de mañana tienes cita con el Capitán de Fragata Mullido y el capitán Rigoza. 
También son mis clientes –dijo Laura−.
Entonces −Laura lo interrumpió−… 
Todas estamos con el ejército, de una u otra manera.  Yo sólo les vendo lo que hay en ese catálogo, a veces.
Pachequito no lo creyó y entonces sí odió al Ejército.

martes, 17 de mayo de 2011

Un cuento Primaveral

HABLAPALABRA surgió un día con la misión de contener mis postulados y pre-teorías sobre el fenómeno de la Palabra Escrita que he divulgado en foros -universitarios, culturales, centros de estudio y conferencias varias- sin que hasta el momento (Salvo la tesis de un estudiante de ciencias de la comunicación en la Universidad de San Carlos de Guatemala) hayan sido tomados en cuenta por nuestros "grandes teóricos", más ocupados en seguir abultando la montaña teórica y epistémica que YA NO DICE NADA.
Hablapalabra cambió de idea y, tal como le conocen, es un espacio donde la palabra narrativa se desplaza dando libertad absoluta a los personajes -verdaderos hacedores de este blog- y no una libertad condicional.  Aclarado lo anterior, me complace que en tan corta vida, Hablapalabra, sea reconocido con un valioso regalo, el premio Primavera -en mi otoño- que viene de la mano de la poeta Orquídea Negra http://poesiayfe.blogspot.com/ a quien agradezco de corazón.

Y como los requisitos son simples, me voy a ellos:
Verdad es:
Mi total entrega a desenmarañar el fenómeno de la idea-palabra-recepción-idea.
Que no gasto energías "inventando historias", sólo observo lo que la mente creacional me provee, y
que amo más allá del amor.

Mentira es:
Que soy inmune al dolor.
Me encanta la decadencia y la mediocridad, y
que me molestan los comentarios en Hablapalabra.

Envío un abrazo y este premio a nuestros blogs amigos:



Princesa 115  (Añoranzas)  http://mybloggerasa.blogspot.com/




Liliana G. (Bitácora de vuelo)   http://lanavede-lg.blogspot.com/

Cecy  (Simona, la luna y yo)  http://gotasdelluviasobremipiel.blogspot.com/


Mixha Zizek  (El ático de Mixha)  http://mixha-zizek.blogspot.com/

jueves, 12 de mayo de 2011

Encarnación

El día, radiante.  El pueblo, limpio.  La gente, contenta −o casi toda−.  La iglesia, engalanada; pero los animales andaban extraños, los gatos, al toparse con cualquier persona se encorvaban y se disponían al ataque, los perros salían corriendo a esconderse en el monte, las reses golpeaban sus cabezas en los alambrados y los caballos relinchaban de tanto en tanto.
−¡Apuráte!  ¡El padre no tiene todo el día! −Gritó desde el zaguán Anselmo.
−¡Ya va, ya va, ya va! −Rezongó su mujer desde alguna parte dentro de la casa.
Era el primer hijo que tenía con Rosenda y ese domingo iban a bautizarlo.  Ya eran mayorcitos, él, 50 años, y Rosenda, un poquito mayor –no se dice la edad de una mujer, ni en los cuentos−.
A Anselmo le crispaba el ambiente, tan contradictorio, tan ambiguo, confuso y turbio −un gato, desde la acera de enfrente, lo vio y subió rápido al tejado−.  Pero más le molestaba la tardanza de Rosenda ¿qué tanto hacía con el niño?  Sería llamado como su difunto padre: “Encarnación”, muerto dos semanas atrás, tres veces alcalde del pueblo; lástima que no conociera a su nieto ¡era su vivo retrato!
Adentro de la casa, Rosenda, inventaba un diálogo o ¿soliloquio? con su pequeño Encarnación.
−Y vas a ser otra vez alcalde, por cuarta vez.
−Me hartó la alcaldía.
−Ya no sos vos quien decide, ahora sólo tenés que crecer y de lo demás me encargo yo.
−Sabés que nunca quise que Anselmo tuviera hermanos.
−Calláte, no hablés así.  Te puede oír.   
−Ese bruto debió darme nietos.
−Bueno, te moriste y aquí estás, no hay vuelta de hoja. Y…  por más que lo intentamos con Anselmo nunca quedé embarazada, hasta que, puf, qué mañana en la alcaldía.
−Sí, qué mañana.  ¿De quién fue la idea del bautizo?
−…Cuando seas mayorcito tenemos que repetir lo de la mañana en la alcaldía.
−Lo haremos a toda hora.
−No.  Sólo cuando Anselmo no esté.  Y tenés que crecer rapidito.
−¡Qué tanto hacés, mujer!  Ya pasaron los padrinos ¡Apuráte!

miércoles, 11 de mayo de 2011

Los sueños no se tocan

A veces los sueños sólo son una estampa, un colorido cromo; una fotografía reproducida sobre un papel coushé del que no alcanzamos a ver sus bordes, o una pintura intensa en la que pincelazo tras pincelazo el autor cuida cada detalle para que podamos recordarlo todo al despertar.
Por eso a Fabio no le causó ninguna extrañeza estar parado frente a una puerta verde limón, es más, ni siquiera tuvo que empujarla, con sólo preguntarse “¿Qué habrá adentro?”, ésta se abrió completamente mostrándole una jaula con un pájaro quieto, al fondo una ventana y más allá un cielo inmensamente azul, y bajo de él, una hilera de golondrinas estatizadas en los cables del alumbrado eléctrico.
Se decidió a entrar y más cosas penetraron sus pupilas. Una biblioteca de cristal con muchos libros de pastas rojas, azules, amarillas, rosadas, celestes, anaranjadas, blancas, negras, verdes, ¡nunca había visto tantos colores juntos! Del otro lado, un espejo grande con un marco dorado, pero −se encontró con el primer “pero”−, realmente parecía que no era un espejo sino una puerta, porque no reflejaba lo que la lógica ordena, es decir, el cristalino mueble y los libros sino un luminoso pasillo flanqueado por otras puertas −muchas puertas−, también de diferentes colores, y, o no se dio cuenta o las cosas iban apareciendo, porque su vista fue atraída hacia dos mesas en diferentes lugares de la habitación. En una de ellas, de azul intensísimo, posaban quietas las dos mitades de una sandía roja con sus semillas marrón −que relacionó con las golondrinas allá afuera− y en la otra mesa, de un chillante amarillo, dos hombres jugaban al ajedrez, iluminados, por supuesto, por el resplandor de la superficie de la mesa; ambos estancados. Uno de ellos con las manos entrelazadas, pegadas a su barbilla, de mirada profunda y atenta, y el otro, con su mano extendida en dirección a su alfil, ambos vestían de elegante frac.
Pero no podemos cometer errores en un sueño. No podemos. No debemos. Los sueños son para observarlos, para nada más. Aunque sepamos que soñamos, no tenemos por qué intervenir con lo observado, a menos que la naturaleza del sueño nos sitúe como protagonistas activos en una fábula. Esto, Fabio, no lo respetó, o no lo sabía, o le importó tres pitos.
−Buenas tardes −Le dijo a los hombres del ajedrez, y como todo siguió estático, sin ninguna reacción por ninguna parte, se atrevió a más.
Fue hacia la cristalina biblioteca y sacó un libro, al abrirlo las letras desaparecían de sus páginas. Luego alcanzó otro, tirando al primero, y el mismo fenómeno, y otro y otro y otro −los libros caían sordamente en el piso−.
Fue a soplar al pájaro en la jaula ¡y nada! La zarandeó ¡y nada! Sólo consiguió que la pequeña cárcel cayera y rodara a una esquina. La recogió y volvió a colgar de una cadena que pendía del techo.
−¿No me escuchan? −Volvió a hablar a los hombres, sin obtener respuesta. Se acercó a ellos−. Veamos, este caballero −y palmeó el hombro de uno de ellos− está en jaque mate en tres jugadas, si este otro caballero −y golpeó la mano del otro hombre− en lugar de mover su alfil mueve su reina hasta aquí.
Y desplazó la reina comiendo un caballo, luego fue moviendo la piezas a diestra y siniestra, abriendo el escudo de uno, adelantando a otro y, lo peor, haciendo trampas hasta que murmuró airoso: ¡Jaque mate! Fabio se había dado Jaque mate.
Todo se nubló y sintió que iba a despertar ¡y lo hizo! Cuando su consciencia le informó que estaba despierto comenzó a aletear dentro de la jaula, nervioso, asustado, desesperado.
−¿Qué le pasa a ese pajarraco?
−No me distraigas, Phil. Sabes que te tengo a tres jugadas.

lunes, 9 de mayo de 2011

No se permite fumar

La entrevista estuvo dentro de los parámetros normales de un cuestionario que husmea la relación entre la persona y el autor en un escritor, y eso, puso una gotita de buen humor en el profesor Kurt Bigot quien se sintió cómodo hablando, entre otras cosas, de sus tiempos de colegio, su tía Inma y su perro Hércules, y no entrar en polémicas historiográficas.  Su reciente publicación: “El Vesubio no congeló a Pompeya” había causado un boom editorial y revuelo en la sociedad de historiadores que comenzaron a afinar sus baterías contra “ese charlatán extranjero”. 
Bajó del taxi y entró al viejo edificio de departamentos –sin ascensor− donde en el segundo nivel le habían contratado un pequeño ambiente, considerando que no estaría allí más de un mes, si mucho. 
Cerró la puerta y comenzó a subir las amplias escalinatas de mármol; añoraba aquellos tiempos cuando se edificaba con buen gusto y buenos materiales, y, otra vez, volvió a encontrarse en el catorce escalón (ya los había contado días atrás) con una niña de unos ocho o diez años, delgada, pálida, rubia, jugando ausente con una muñeca.  Siempre pasaba al lado de ella sin saludarla, pero esta vez, andaba esa cucharadita de alegría en su corazón, así que le habló.
−Hola, niña.
Ella lo volteó a ver y sonrió feliz, pero sin contestarle.  El profesor tuvo toda la intención de sentarse al lado de ella pero se contuvo.  Recordó que en Estados Unidos una jovencita acusó a un hombre de quererla violar sólo porque éste le ofreció ayudarla con unas bolsas de supermercado.
−Que pases buena tarde –se limitó a decir y siguió su camino, ansiando que la niña le hablara, lo cual no ocurrió pero supuso que ella lo seguía mirando sonriente.
En su pequeño departamento se puso cómodo, se sirvió un brandy, encendió su pipa y cargó con todas las publicaciones −no había tenido tiempo de leerlas todas− sobre su libro.  En algunas sonrió por las buenas fotografías, en otras frunció el ceño por la mala redacción del periodista y, le llamó la atención escuchar pasos en el pasillo y escaleras de varias personas, en distintos momentos, y que nadie hablara con la niña.  Se levantó, semi-abrió la puerta y miró hacia la escalera, la niña seguía allí y una señora gorda bajaba las escaleras sin siquiera voltear a ver a la pequeña.  Cerró y volvió a lo suyo.  Luego pegó un salto que casi le hace derramar su brandy por unos toquidos suaves en su puerta.  Odiaba su perenne estado nervioso, aunque en realidad le molestaban todos, todos los ruidos que no fueran aquellos que él produjera.
Se levantó y la niña de las escaleras estaba allí.  No era buena idea que pasara al departamento y tampoco que él saliera a charlar con ella en el pasillo, no sabía qué hacer.
−Conozco a tu tía Inma −dijo apasible la niña.
Un escalofrío recorrió por su espalda y luego cayó en la cuenta de que posiblemente ella habría visto la entrevista que le hicieron por televisión, y que la portentosa imaginación de los niños…
−Ella te quiere mucho −y sonrió.
−Espérame.  Ahora salgo −le pidió y cerró la puerta.
Se quitó la bata y se vistió de camisa, saco y zapatos y salió al pasillo.  La niña no estaba.  Una mujer pasó cerca de él y le previno.
−No se permite fumar en los corredores.
−Perdone −contestó impaciente volteando a ver a todos lados.
La mujer iba a seguir su camino y el profesor la detuvo con su voz.
−La niña.  ¿La ha visto usted? 
−No hay niños en el edificio ¿no ha visto el rótulo en el patio? 
Entonces por eso nadie habla con ella −pensó el profesor−.  La gente, a veces, se hace cómplice de esas transgresiones, y colaboran guardando secretos ¿pero por qué se exponía sentándose en las escaleras?
La mujer se retiró y él se quedó parado allí viendo hacia abajo, quizá la niña se había escondido hasta que un “pssst, pssst” le hizo voltearse alterado.
−¿Vienes a visitar a alguien o vives aquí?
−No –respondió dulce la pequeña.
−No ¿qué?
−Que no vivo −y abrazó fuerte a su muñeca.
−Bien.  Visitas a alguien, entonces.
−A ti.  Es por tu tía Inma.
−Bien.  Olvidemos a la tía Inma.
−Ella no se olvida de ti, por eso me pidió que…
−Escuchame, vamos a hablar…  ¿cuál es tu nombre?
−Inmaculada.  Así era yo de niña…
Aquello era lo más improbable en la vida de un científico y, sin embargo, estaba ocurriéndole a él.
−¿Cómo es posible?  −Se preguntó, asociando los rasgos de la chiquilla con los que su memoria guardaba de su tía Inma joven y luego adulta; era tan parecida a esa niña.
−¿Por qué no me has hablado antes? −Dijo enternecido el profesor.
La niña iba a hablar pero comenzó a evaporarse y sólo la vio que movía los labios.  El profesor estaba petrificado hasta que otra voz lo hizo reaccionar.
−¿Qué no entiende?  ¡Aquí no se permite fumar!


domingo, 8 de mayo de 2011

A ninguna parte

Mi plan era alcanzar Dôen, allí al menos -con un poco de dinero- podía conseguir un camarote en algún pestilente barco pesquero; no tenía otra salida.  Seguramente habían secuestrado todos los libros y papeles en mi casa y oficina, y ahora andarían tras mi pista.  La policía nuestra presume de dar siempre con sus "señalados", nadie se escapa, nunca nadie lo hizo.  Ay, Lisa, cuánto le debo ahora.  Entró aterrada a mi biblioteca.  "¡La policía, señor!".  Abrí una gaveta de mi escritorio, metí este sobre con dinero y logré escapar por los techos entre algunos disparos o estúpida balacera.  Cuánto le debo ahora.  Apenas he podido salir de la ciudad y meterme en el boscaje de las montañas, caminando alerta y urgido de ponerme lejos de sus garras.
La noche será mi aliada, y aunque no ando la ropa adecuada -ya he roto mi saco al quedarse prendido de una  rama- sé que puedo llegar a Dôen.
-¿Qué anda haciendo? 
-Nada -he contestado a esa voz de mujer que viene de algún lugar enfrente de mí.
-Es lo que suponía -ha dicho encendiendo una lámpara de querosen, es una anciana que me mira dulce.
-Me he perdido.
-Venga.  Ya no está perdido ¿ve? -me contestó maternalmente, quizás adivinando en mi cara la verdad.
A pocos metros hemos alcanzado una estrecha vereda y, cincuenta metros después, detrás de unos matorrales, hemos llegado a un caserío.
-Aquí podrá descansar, y nunca más andar perdido.
Dijo todo aquello haciéndome sentir un bálsamo en mi interior, sobre todo por su tibieza al tomarme del brazo.  Nos adelantamos hacia una hoguera en la que varias personas, mujeres y hombres, tomaban algo -café, licor, leche- en pequeñas vasijas de barro.  Se los veía generosos y tranquilos, o quizás era el infierno interior que llevaba el que me hacía buscar esas emociones en ellos.  Un hombre fue a recibirnos, y ¡dijo mi nombre!
-Te esperábamos, Marcelo -no puedo explicar la desconfianza que me produjo la posibilidad de haber caído en una trampa, la dicha de estar entre gente que me conocía, o el terror de un presentimiento, lejano pero atroz-. Ven, ven a sentarte con nosotros.
Todos me miraron con dulzura, con un extraño amor que me reconfortó. Me alargaron una vasija -¡era café!- y bebí agradecido.
-Aquí estarás bien, hijo -prometió la anciana que me miraba con la mirada más tierna que hubiese podido encontrar en la vida.
Luego, todo es lo que es, no me costó aceptar que nunca pude atravesar los techos de mi casa, que nunca llegaría a Dôen y que ya no tenía que escapar de nadie.  Todo estaba bien, todo está bien.

jueves, 5 de mayo de 2011

A tiempo

Lejos del código procesal penal, de la psicología criminal o de los preceptos religiosos, el deseo de matar es una chispa que va incendiando la sangre, los tejidos, el músculo y los huesos.  Un deseo, sólo eso basta para que una pira envuelva al cerebro y el matar vaya volviéndose una realidad.
Esto le acontecía a Sara quien manejaba diabólicamente entre las calles y avenidas de Parskũll.  Con gusto pasaría aquel semáforo de enfrente y lanzaría por los aires a esos dos viejos que confiados atravesaban la calle, pero otra imagen ocupó toda la perspectiva, la irónica cara de su ex marido cuya imagen llegaba con audio, sus palabras:  “Sé buena chica, Sara, yo, me quedaré con la casa, así tenga que pactar con el diablo”.
La luz verde le sirvió para empujar hasta el fondo el acelerador y bufar su tanta gana de matarlo, dobló una esquina y los neumáticos se quejaron inútilmente.  Cuando llegó a su casa, “Tocas esta casa y te mato, maldito”, pensó mientras salía endemoniada y somataba la portezuela del auto.
Dos hombres la miraban.  Cuatro pupilas seguían sus movimientos.  Una grieta entre las lozas a cinco metros de la puerta de entrada, un tacón cómplice metido –como a propósito- en la grieta, y el súbito desplome de la rabiosa Sara alertaron a los dos hombres que, desde distintas posiciones la observaban.
Uno de ellos corrió hacia ella.  “No te muevas”, le pidió y, mientras marcaba el 911, añadió: “Llamo una ambulancia”.  Ambos vieron el tobillo sorprendentemente hinchado, pero Sara no se quejó.
El otro hombre, que la espiaba desde unas cortinas adentro de su casa y que al verla caer perdió el instinto –y la erección-, pensó que lo mejor era marcharse.  Otro día esa mujer conocería su hombría.