Amor animal...

La zorra se lo dijo sin ningún miramiento:

−El problema contigo es que ya perdiste el instinto.

Pero él se sabía un perro de abolengo y también puso ironía en su decir.

−La comida entra por la nariz, si ella no se excita con lo que huele ¿puede actuar el dueño una posesión?

−Ya lo has hecho otras veces ¿por qué no lo harías hoy?

Él se levantó decidido a retirarse pero un gruñido lo detuvo.

−¿Te encanta que lo haga con otros?

Él regresó y le ladró un:

−Ya lo has hecho otras veces ¿por qué habría de importarme hoy?

Desde un pequeño balcón, paloma los miraba y escuchaba.  Ciertamente le daba cierta risa aquella relación.  Alzó su cabeza y los astros abrochaban la noche tibia, unas luciérnagas revoloteaban en otro rincón y un farolito pintaba de miel aquellos dos cuerpos que se medían hociqueando reclamos sin atreverse a la mordida espontánea y fulminante.  El prirreo de grillos se metió en las orejas de perro.

−La noche empieza −le murmuró él−, asegúrate que sea una gran noche.

−¿Volverás?

−¿Y quién dice que me voy?  Estaré por ahí, observándote, vigilándote.

−Ya sólo para eso sirves.

Él lamió la boca de la zorra y se fue dando pequeños brincos.  Paloma sonrió.  Ciertamente no era muy romántico aquello que miraba cada noche pero le instalaba cierta ternura en el pecho verlos y escucharlos; atestiguar ese fingido odio y el reprimido deseo sexual y la falta de territorialidad de perro, porque la zorra, cuando él desaparecía se iba con otros, con cualquiera, y luego volvía a ese mismo lugar, y se iba y regresaba, hasta que perro se la llevaba, cuando la madrugada dejaba caer su frío pelo sobre las calles y el farolito, y los grillos se habían callado mucho antes, y los astros estaban en otra posición.  Entonces paloma se retiraba también a descansar, segura de que a la noche siguiente allí estarían de nuevo la zorra y el perro.