lunes, 23 de febrero de 2015

Utopías

Ve con tiento y a hurtadillas
cuando encuentres al amor.
De su dulce aleteo desconfía
y no dobles nunca tus rodillas
porque su trampa es la ilusión.
Escucharás campanas al viento
y revolotearán nubes y palomas,
las fuentes murmurarán tequieros
y a tu paso la gente guardará silencio.
¡Todo es mentira!  Es la cordura que te abandona.
Dirán que todo esto es invención,
que hablo desde la amargura y el despecho,
que alguien apuñaló mi corazón
y que mezclando tristeza y rencor
andan mis labios  rabiosos de celos.
Pues no, no es del amor de quien me quejo,
porque vaya que es bueno un poquillo de ilusión,
pasarnos un buen tiempo
inventando linduras frente al espejo
y creernos un gorrión.
Es del ocioso dolor
que te abre mil heridas
mi queja y desazón;
pero, si crees que es mentira,
ve al encuentro del amor
y acepta a pie juntillas
que vivirás una utopía
¡que te arrancará el corazón!



lunes, 16 de febrero de 2015

Cásate conmigo

Con el poco verano que aún le quedaba en la cabeza, Sondie, se decidió a ir de pesca, y así se lo hizo saber a su mujer quien al escucharlo soltó una tremenda carcajada.

-Perdona, mi Artiaquitica, se me olvida –y otra estrepitosa risotada volvió a poblar el ambiente.

Artia tenía un problema, su marido le causaba mucha risa; todo era escucharlo y la mujer no paraba de reír. Dos años antes, con sus sesenta años, Sondie había tenido un accidente automovilístico y una traqueotomía mal aplicada le regaló la voz del pato Donald.

-¡Cállate, cállate, por favor! –Le suplicaba ahogándose la mujer.

Sondie, sonreía pícaramente, guardaba silencio y entornaba los ojos al techo. Cuando Artia se calmaba, sacaba la libreta y escribía lo que decir no podía. Ella leía.

-Eso ya lo sé, cariño. Pero hoy no puedes salir de casa, viene el técnico del Cable y necesito que estés aquí.

Habían creado una serie de gestos que ahorraba la escritura, así que Sondie alzó los hombros que significaba: “¿Pero…?”.

-Pero, nada. Ya sabes que para esas cosas soy bastante corta… Tú te ocuparás de atenderlo y entender lo que te explique de todos esos botones del control de la televisión. ¿De acuerdo?

Sondie le apuntaba con su dedo índice y chasqueaba los dientes.  Era su “de acuerdo”.

Hacían una preciosa pareja, ella, con sus cincuenta y seis años era muy hermosa, y él, apuesto y con una gran personalidad, por supuesto, toda vez no hablara. Con los amigos del club no había ningún problema, todos se habían acostumbrado a su graciosa voz, pero otra gente, extraña al pueblo, no podía contener la risa al escucharle; hubo un periodista de televisión que fue despedido de la Estación porque al aire sólo pudo hacerle a Sondie una pregunta y al oírlo –frente a cámaras- no paró de reír ni un segundo. También le fue expedida una Licencia Papal para eximirle de las obligaciones que ordena la liturgia, dicho de otra manera, él no tenía que responder a las alocuciones del sacerdote como el “Y con tu espíritu”, o “Demos gracias a Dios” y podía callar todos los “Amén” que quisiera.

Artia -hay que decirlo- admiraba su poder de concentración y valoraba, amorosamente, que su marido ya fuera un profesional en guardar silencio sin aquellos atropellados palabreos del principio que, más a ella, metían en problemas porque le era imposible contener la risa. Por ejemplo, la primera vez en la iglesia después del accidente, ya que, en tanto los presentes repetían las oraciones murmurando, a Sondie se le olvidó todo y exaltado gritó por toda la nave: “¡Padrenuestroquestásenel…!”, y la explosiva risa de su mujer contagió a todos, ¡hasta al sacerdote! Artia tuvo que salir al jardín a calmarse, bueno, varios la acompañaron; otra vez fue en un cumpleaños y muchas más cuando salían de paseo. A Sondie le costó comprender y aceptar el efecto que su voz causaba en su mujer, el amor hizo su parte y vivían felices, el uno para el otro.

Eran los tiempos en los que reinaba la cinta magnetofónica y el casete, y un amigo locutor, le dio la buena nueva a Sondie:

-Es fácil. Tú hablas al micrófono y la grabación la hacemos a una velocidad de 7.5 revoluciones, luego la reproducimos a 3.75, o sea más lento y tu voz sonará normal. ¿Qué te parece? ¿Probamos? -Con los ojos escandalizados de dicha, Sondie le apuntó con su dedo índice y chasqueó los dientes. 

¡Todo fue un éxito! Pero no bastándole con esa voz que se parecía mucho a la que lucía antes, y para sorprender a Artia, pasó varios días ensayando frente al espejo, el lipsing, mímica o playback. Y una noche, la penúltima de aquel Verano, en la que ya habían acordado una cena romántica, se decidió a presentarle la grabación a su mujer. La noche era fabulosa; noche en la que los astros, las velas, un piano suave al fondo y el encanto de estos enamorados, fue el maravilloso escenario para que él se luciera. Hizo sus señas de “espera, amor, que tengo un regalo para ti, cierra los ojos”. Así lo hizo Artia, escuchó un click, el siseo de la cinta magnetofónica y ¡la voz de Sondie!  Abrió los ojos. Él, sonriendo, ejecutaba a la perfección su mímica y gran actuación.

-Amada mía, tú sabes cuánto te amo –se escuchaba desde el aparato reproductor mientras Sondie movía sus labios en sincronía perfecta-, que toda mi vida está a tus pies y que nada es más hermoso en todo el universo que tu mirada, tu sonrisa y ese paso de reina cuando vienes a mí –los ojos de Artia se nublaron y dos lágrimas bajaban por sus mejillas-. Te amo, Artia, te amo y te amo. Perdona mis bromas, mis tonterías, todo lo hago simplemente, para que tú seas feliz con este feo que te adora –el corazón de Artia quería soltar todos los teamo del mundo-. ¿Quieres casarte otra vez conmigo? –El siseo volvió al ambiente y Artia saltó de su silla a abrazar y besar a su marido.

Un largo rato pasaron abrazados y en silencio, el piano y un grillo cómplice mecían sus cuerpos. Sondie besó tiernamente la frente de su mujer y ella le besó en la boca. Pero un duende andaba hambriento de travesuras y dio un pequeño empujón a Sondie y éste lo dijo a viva voz:

-No me has contestado.


Artia explotó en una formidable y estupenda carcajada mientras el grillo huía por la ventana y el duendecillo saltaba de contento.


miércoles, 11 de febrero de 2015

Cuando te beso



Cuando yo te beso,
te besan los mares
que un día me vieron
callado y errante.
Te besan los desiertos,
los bosques y valles,
los puentes, pueblos,
ríos, ventanas y ciudades
donde pasé en silencio
buscando tu carne.
Cuando yo te beso,
te besan las aves,
la lluvia y el trueno,
te besa siempre el aire
y te besan mis huesos;
pero lo más importante,
es que cuando yo te beso

¡te besa mi madre!


*foto: http://www.freepik.es/


viernes, 6 de febrero de 2015

Una dulce sonrisa

Mondich es el hombre más apocado, tímido y pasmoso de Clownsbourgh. Una masa visigoda de dos metros de altura y ciento setenta kilos de peso que, sin embargo, salta con el sólo surgimiento de una idea en su cabeza, teme que algún ave un día resbale y caiga de los techos o árboles, y cree que un relámpago “pudiera” anunciar el fin del mundo; pero aparenta aplomo y serenidad, por lo que jamás nadie lo imaginaría en una lucha abierta o en una discusión, mucho menos con su mujer.

-Te duermes. Hoy tengo que salir.
-¿Quieres que te acompañe?
-¡Mondich! Dije: tengoquesalir, no, tenemosquesalir.
-Es muy tarde.
-Te duermes. Regresaré tarde.

A ciencia cierta nadie sabe cuál es su trabajo en el palacio, sí se presume que el marqués Stronwurst, amo, señor y tirano de Clownbourgh lo protege; se dijo una vez que Mondich era su espía y que a ello se debía el camuflaje de su carácter. Pero, dados a la reflexión –que para eso pintan bien-, algunos clérigos asumen que es algo más importante, y así se lo han hecho saber a sus ardientes seguidores en la conjura.

-¡Cuidaos de Mondich, es peligroso!
-Mi marido no mataría ni a una mosca.
-No nos hagáis desconfiar también de ti, Garmata. 
-¡Nos faltan ballestas!
-En palacio hay muchas –indicó truculentamente “alguien”, y sólo eso puedo decir porque los lectores no están autorizados para conocer sus identidades, salvo la de los protagonistas, ni a qué se dedica Mondich. ¡Que es una conjura, por Dios!

Pero las conspiraciones aún no habían alcanzado su satánica perfección como la de Nixon o los Bush, por decir algo, o la cronométrica mortandad como la del Pentágono o el palacio de Buckingham, no, estaban en pañales, y una pequeña fisura en su silente entramado llenó los sótanos del palacio con: “Nosfaltan. Niaunamosca. Desconfiartambién. Nomataría. Ballestas. Nonoshagáis. Haymuchas. Deti. Espeligroso. Enpalacio. Cuidaosdemondich”, y otras arrepentidas y enfriadas voces.

Como todos los días, Mondich ingresó al palacio en la madrugada y fue detenido para indicarle que tenía trabajo al mediodía. Un presentimiento se incrustó en sus sienes. Su mujer no había vuelto a casa, no era la primera vez, pero tendría que abandonarla, principalmente porque “alguien” se enteraría de ello y la palabra “cornudo” no le era muy simpática.

Preparó su traje ceremonial, como siempre, muy cuidadosa, deliciosa y amorosamente. Su capucha, la pequeña capa, su pantalón de cuero, el grueso cinturón y sus botas negras, ¡no he olvidado ninguna camisa porque no la usaba! Su trabajo lo realizaba con el torso desnudo. El marqués se lo había dicho (a solas, en su recámara, una madrugada cualquiera): “Te ves más impresionante con el pecho desnudo”. Y en no siendo ésta una declaración para enviar por correo, no firmaba nada, y sí lacraba en la boca de Mondich, ¿qué creen? Pues eso, un beso.

Desde su ventana, en el torreón Este del palacio vio –toda la mañana- cómo entraba y salía gente, especialmente de la iglesia, y cómo los mirones, morbosos y maliciosos de siempre, entiéndase el pueblo, comenzaba a hacer guardia para verlo realizar su trabajo con su impresionante pecho desnudo (según el marqués).

Llegada la hora se abrieron las puertas del castillo y le fue permitido entrar al pueblo, es decir, a los mirones, morbosos y maliciosos de siempre. En el cadalso ya estaban los doce condenados a muerte, un clérigo extremauncionero, el legalista del marqués y dos guardias, quienes colocarían la cabecita del condenado en el grueso tronco. Cumplidos los actos de rigor, y desde un balcón, el marqués alzó su mano izquierda y comenzó a subir al cadalso, hacha en mano y con su impresionante pecho desnudo, el verdugo. Un: “¡No lo hagas, Mondich!”, alertó a los guardias quienes taparon inmediatamente la boca de Garmata, la única mujer condenada y la primera en ser llevada ¡no! Arrastrada al tronco. Y contrario a lo que hubiese pensado Mondich, un entusiasta culebreo de voces lo alentó a ser certero en el cuello de su mujer. ¡Mondich, Mondich, Mondich, Mondich!  

Nadie vio la amplia sonrisa adentro de la capucha de Mondich, yo sí, porque, por algo soy el autor.





lunes, 2 de febrero de 2015

Ensayo de la Locura

Me encantan las palabras dicotiledóneas por muchas razones, tienen esencia, son fibrosas, se cultivan en lenguas mixtas, resistentes a los atropellos idiomáticos, aromáticas, brillantes, y ricas en sensaciones fonéticas, pero, principalmente -y lo esgrimo con enjundia ante mis carceleros-, es que sus raíces son, ciertamente, los pilares de una lengua vigorosa, fresca y eficiente. 

Claro, decirlo y defenderlo, es lo que me ha valido el enclaustramiento e incomunicación en este lugar en el que ahora guardo mucho celo y recato después de lo que le ocurrió a mi única interlocutora aquí, la señorita Deras, a quien un día se llevaron a no sé dónde. Era una novicia con quien coincidíamos en diversos asuntos de la vida, pero discrepábamos rabiosamente en lo fitologal.

Sostenía Sor Deras que, para ella, las palabras monocotiledóneas habrían de ser las únicas válidas para la conformación de nuestra lexicografía, entonces, y con todo respeto, le hacía ver que estaba contaminada, involucrada y afectada por el monoteísmo y ello le nublaba un poquillo las entendederas. Luego, lo de siempre, el pin pon dialogal en el que la filología se estrellaba con el no porvenir.  Después de su: Es usted quien no entiende porque es un monóculo, venía el intercambio visceral ¡en su propio diccionario!

Monofásica.  ¡Monógamo!  Monótona.  Monopolio. Monomaníaca. Monolito. Monosílaba.  Monovalente. Monocromática.  Monocloroacético. Mono, mono, mono ¡monocelulítica!

Y terminaba todo. Levantaba el mentón, con todo y boca, nariz, ojos y frente, daba vuelta y se marchaba, dejándome con la extrañeza de si existiría la tal palabreja monocotiledónea, quiero decir, la monocelulítica.

¡Ay!  Cuando estos geniecillos –así les llamo en privado- llegan y me mandan a traer, siento su mal disimulada y abyecta burla.

-¿Y cómo va con su diccionario? Su hablapalabreo.

-Muy bien, doctor –entonces recapacito y sé que debo darles algo para que vean que me pueden dejar ir, pero tiendo a la confusión-. Ahora me ocupo también en los asuntos de la botánica.

-¿Qué tiene que ver la botánica con sus trabajos de la lengua? –Se extraña el geniecillo más enclenque y joven.

-¡Todo! Desde los ancestros de la bota, sus materiales, diseños y usos han dado una enorme lista de términos dicotiledóneos que, infortunadamente, desconocemos.

-¿Por ejemplo?

Entonces debo pensarlo bien o seguiría otros tres meses aquí. Me observan totalmente, yo comienzo a sudar, estrujo mis manos y me hormiguea la espalda.

-El cuello. He ahí el aporte de la bota a nuestro diccionario, porque antes de la aparición de la dicha palabra usábamos la palabra “nuca”. Pues ese cilindro por donde ingresa el pie, hoy conocido como cuello por cualquier “botero”, también nos regaló la palabra “bote”, mas no el frasco sino el que se echa al agua y transporta a la gente. En un bote de vela, a la mar echado, sigo el aroma de tus piernas mientras el viento salado dibuja nuestros cuerpos en la arena.

Y ¡san se acabó! De vuelta a mi suite o cuarto, celda o mazmorra, habitación o aposento –todas monocotiledóneas-, y más tarde llegará un carcelero –aunque él se crea enfermero- y añadirá un nuevo medicamento, que es así como paga la ciencia al vigoroso hablapalabreo.